A dentelladas

El resentimiento es mutuo. Y hace que se retroalimente. La situación se ha hecho insoportable. Ha descuidado sus relaciones. El coste de mantenimiento era muy alto. Toda su vida ha sido un buen invitado. Por el contrario ha sido un pésimo anfitrión.

Un día claudicó y dejó de hacer visitas. Las amistades revelaron ser edificios de hormigón armado con las vigas deshechas. Eran como bloques de la era soviética que parecían a prueba de bombas. Eran algo del pasado. A lo que se venía dando una mano de pintura superficial de año en año. Pero los daños estructurales estaban muy avanzados. Las cosas tienen su caducidad.

Llevaba dando capas de pintura demasiado tiempo. De vez en cuando apuntalaba uno de esos edificios en puntos críticos. La solución de compromiso –de compromiso- eran apresurados encuentros que no satisfacían a nadie. A él le llevaban a pasar el día dando bandazos, tomando cafés de mierda, esperando la siguiente cita entre sucias calles sin bancos en los que sentarse. Sus amigos no digerían bien este cambio de rumbo y actitud. Estaban deseando arrastrarlo al hogar familiar para que fuese testigo de cómo crecían sus hijos. Querían incorporarlo a esa aventura. Que formase parte de sus vidas. De la de ellos y de la de sus mujeres. Era un tipo que caía bien; así de entrada. ‘Anda vente a casa que allí estamos mejor. Te tomas una cerveza, o lo que quieras’. Le decían sus amigos con el fin de ahorrarse complicadas negociaciones conyugales que pasaban por enredar a alguno de los abuelos para que se hiciese cargo de los niños.

Cuanto mejor que pasase la tarde en familia. Con la tele puesta, los juguetes tirados por el suelo, los niños emocionados ante tan inesperada visita, un amigo de papá, un extraño amigo de papá. ‘Mirad quien está aquí. Ha venido Tío Mórtimer’.  Los niños le miran retraídos. Al cabo de un rato le piden que les lea cuentos. Y mientras se hace la cena uno tiene que vitorear mucosidades y pedorretas. Retrotraerse a un lenguaje primario y mostrarse poco dañino. Sin un resquicio mínimo para hablar de algo que no sean guarderías, gripes o toses. Un insoportable olor a papilla y vómitos. Un calor atorrante.

 *  *  *

Lejos, muy lejos, de la bóveda de estrellas y el infiernillo que, con el áspero silbido del propano, calienta la sopa de sobre. Además Liebich ha conseguido armar un buen fuego. Al final todo el mundo necesita una dosis de calidez. Ver el juego de llamas, azaroso y desordenado. Sentir la tibieza en los bajos del pantalón, húmedos de caminar entre la vegetación de ribera, en busca de pasos sencillos que permitiesen salvar los arroyos sin remontarlos hasta la cabecera.

Han pasado el día metiendo muestras en los sobrecitos debidamente etiquetados. Partiendo piedras con el martillo de geólogo. Midiendo y anotando. Levantando acta de los hechos naturales. Como para descubrir al causante de la disposición de los estratos. De las rocas. De la cubierta vegetal. Juntando pruebas y evidencias para después escribir una fórmula matemática que sea la esencia de la vida. Valiente y absurdo intento.

Antes de que se fuese la luz encontraron un buen sitio en el que extender las esterillas y los sacos. Dispusieron los apechusques necesarios y rellenaron las cantimploras y el cazo en el último arroyo que cruzaron, un regato a pocos metros del campamento.

Con la sopa en marcha Mórtimer aprovecha el rato de espera para liarse un cigarrito. Fue entonces cuando empezó a desarrollar el tema de los resentimientos, su idea del exilio. Piezas que intentaba encajar en la Teoría del Limbo.

Liebich había seguido la exposición de los acontecimientos. La distancia que, decía su amigo, iba tomando con las otrora férreas amistades. ‘Son fases. Estáis en situaciones muy distintas’. Mórtimer miraba sin pestañear el fuego. ‘El problema es que solo nos une el pasado. Y de eso se puede vivir un tiempo. Llevamos años reviviendo anécdotas que pasaron aún hace más años’.

Blog_264Mientras arden las ramas, en los hogares familiares la actividad es febril. Se preparan biberones. Se preparan baños. Cenas. Tortillas. Se prepara uno para otra noche de insomnio. De ir a urgencias. Es una vida sacrificada, tras la tregua de aquellos añitos de soltería. De fiestas, borracheras y utopías. Partidas de mus hasta las tantas. Habanos. Cuando éramos reyes.

De repente han aterrizado de emergencia en la vida conyugal. Sacan la cabeza del agua para tomar aire rápido y seguir bregando. Es una vida dura que los mantiene afilados. Aptos. Han franqueado obstáculos que a Mórtimer le parecen insalvables. Él, que iba en la punta de la carrera.

Se han visto contra las cuerdas. Han peleado por sus puestos de trabajo. Han sufrido el acoso de los bancos. Las esperas en los ambulatorios. Las hipotecas a cuarenta años. Han cedido terreno pero después lo han recuperado a base de dentelladas. Han mordido a quien hiciese falta. Han traicionado, se han colado, han velado por los intereses de sus hijos. Porque eso es lo que te dan los niños: una coartada, aceptada universalmente, para morder al que ose interponerse en tu camino. Sus amigos tienen una mirada fiera que desconocía.

Han sido, y seguirán siendo durante unos años, duras batallas. Tienen canas, varices, callos. El rostro cansado. Se les han aflojado las carnes. Tras pasar doce horas en el trabajo, ir siempre con prisa de un lado a otro y dormir tres horas a ver quien coño va al gimnasio a hacer abdominales. Total no sirven para nada en esa clase de peleas callejeras. En la guerra de guerrillas.

Ese tipo de cuestiones, el deporte, la siesta, la tranquilidad, la lectura, les queda muy lejos. Es un paraíso perdido que esperan recuperar cuando los críos crezcan. Dentro de veinte años. Cuando ya solo queden diez de hipoteca.

Ahora hay que coger cualquier trabajo extra. Esa traducción, dos horas más en el supermercado, una cosita con el Departamento de Tártaro de la Universidad Bostoniana. Todo suma. Todo contribuye para poder dar una buena educación, que es siempre la mejor inversión. Pagar ortodoncias. Clases de inglés. Las zapatillas de Ronaldo. Es tiempo de dejar a un lado los ideales y mantener bien afiladas las armas, los dientes. Favores los justos. Solo los que sean rentables. Juntar las líneas. Hacer piña. La acorazada unidad familiar.

 *  *  *

Han terminado la sopa. Y luego han calentado una lata de albóndigas. Tienen un tenedor para los dos. Y también una botella de vino para los dos. ‘¿En qué momento se había jodido el Perú?’ Inquiere Mórtimer, parafraseando el principio de Conversación en La Catedral . A lo que sigue una nueva cuestión, una adaptación de la frase de marras. ‘¿En qué momento me fui a la mierda?’

Liebich empieza a acostumbrarse a los mortecinos monólogos. Decide intervenir. ‘Sigues enredado en el Limbo por lo que veo’. ‘¿No habías llegado a un manglar?’

‘Sí, pero me he enredado. Solo sé, creo, que la vida es dura’. Exhala un humo que huye rápido hacia la noche. No deja de mirar al embaucador fuego. ‘Y es mejor si estás acompañado’.

Entre libros y borrascas

Quiso regalarle un libro. A la chica desconocida que, como él, daba vueltas entre los puestos de viejo. Una hilera de casetas a la espalda del parque más grande de la ciudad. La empalizada de árboles, paralela a la fila de barracas, proyectaba su sombra en las épocas calurosas. Y surtía de hojas secas cuando llegaba el frío. Revolotean crujientes entre la gente que buscaba libros; un poco por distraerse.

Se habían cruzado varias veces. De manera casual al principio: alrededor de la misma mesa de novelas. O en ese ir y venir al que lleva la disposición lineal de los puestos. Después los encuentros son más forzados. Se hace el distraído leyendo la contraportada de un ensayo sobre la expansión de los imperios. Mientras, estudia sus movimientos. Sus preferencias.

Debió ser el ambiente bucólico y decadente de aquella zona de la ciudad lo que le ayudó a decidirse. Una atmósfera que atraía a melancólicos, románticos, desahuciados, perdedores, desheredados, vagabundos, observadores.

Gente tan desesperada que se dejaba llevar por la corriente. Gente tan en paz que no temía nada.

Era un lugar de una decadencia irreparable. Aunque el ayuntamiento, en un arrebato de buenos propósitos, diese una mano de pintura a las casetas, o hubiese renovado el mobiliario urbano y hasta colocase un cartel enorme anunciando la existencia del tradicional mercado de libros, el aire de abandono no se iba. Olía a viejo. A anacrónico.

Pero igual que le atraen los desconchones de Nápoles, La Habana y Oporto, le gusta pasear por un sitio que, con la llegada del ipad, las compras por internet y el auge de los grandes centros comerciales, tenía que haber desaparecido.

Auspiciado por el sol de otoño se resuelve a actuar. Hace como si se la tropezase al azar. Se miran. Se sonríen levemente. ‘Perdón, perdón’. Dice educadamente. Porque resulta que han puesto la mano sobre el mismo libro. Fíjate tú qué casualidad. Debe de haber unos veinte millones de libros en esos puestos y les gusta el mismo.

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Y entonces va y le dice algo. Es el escalón que ha aprendido a superar tras varios años en el Limbo. Maniobras de supervivencia. Ahora sabe que hay que cerrar la boca cuando bucea. Cuando por ejemplo se tira de la balsa de náufrago con un arpón para pescar jibias. Y también sabe que en la superficie hay que abrir la boca para tomar aire y no ahogarse. Ha aprendido que no le sienta nada bien que las emociones le exploten dentro. Así que respira. A veces aprovecha ese aire que viene cargado de partículas emotivas para que vibren sus cuerdas vocales. Y habla.

Ella, ante las torpes maniobras de abordaje, muestra benevolencia. Y curiosidad. Afortunadamente no la de un entomólogo que quiera estudiar los moscones surgidos de los setos del jardín contiguo.

Después de unas frases bien medidas, alguna ironía y sonrisas sutiles le sorprendieron sus propias palabras: ‘¿Te apetece un café?’

Y todavía más la respuesta. Porque aceptó.

‘Joder Mórtimer. Eres la leche’. Decía entre carcajadas Liebich. Se inclinaba hacia delante, sujetando el volante con las dos manos. Era una espléndida mañana invernal. El anticiclón de las Azores había dejado un panorama limpio. El aire seco y frío dejaba ver los perfiles de todas las montañas unas cien leguas a la redonda. Las cumbres blancas. Nada de viento.

El único movimiento en el paisaje escarchado era el de su coche. Y la vida que levantaba a su paso. Pequeñas bandadas de aves pardas que volaban al unísono y terminaban por posarse en los cables de la luz. Tras unas acrobacias y ejercicios sincrónicos ciertamente admirables.

Liebich sentía debilidad por las pajarillas de las nieves. Así llamaba Anselmo, el pastor, a las lavanderas blancas. Eran como artilugios mecánicos que cruzaban la carretera como si se desplazasen por pequeños raíles. Dando pasos cortos y muy rápidos. Que no alteraban su verticalidad. Parecían de mentira. Pequeños charlots en una película en blanco y negro, antigua, de esas en las que la escasez de fotogramas propicia el efecto ilusorio de que nuestros antepasados hacían las cosas a toda hostia.

No echaban a volar hasta que el coche se les venía encima. Antes de tirarse a la cuneta espadañaban y movían la cabeza hacia adelante y atrás. Rompiendo el embrujo.

Conduce con guantes. La calefacción a todo trapo. Tenían un viaje largo hasta llegar a la base de un cogollo de sierras abruptas, donde nacen varios ríos. Unos se iban hacia las secas tierras levantinas, donde eran esquilmados antes de llegar al mar. Otros tenían un recorrido continental hasta sus desembocaduras en el océano.

Dejarían el coche al lado de una cortijada abandonada en el último éxodo rural. Después recorrerían una lóbrega garganta. Los mapas geológicos indicaban la existencia de estratos propicios a sus intereses.

‘Bueno, pero sigue. ¿Y entonces qué pasó?’

Caminaron con los paraguas plegados. Dando él patadas distraídas a las hojas acumuladas. Por disipar la tensión. Y hablando de sus gustos literarios. Ambos citaron libros que el otro no conocía. Ni siquiera a sus autores. Quedó claro que ella optaba por el lirismo, la poesía y la literatura centroeuropea. Él derivaba últimamente hacia los ensayos; sin olvidar la ficción. Le gustaban especialmente los retratos sociales decadentes. Autores norteamericanos que hurgan en las miserias de una vida aparentemente perfecta.

Con el café delante ninguno se atrevió a plantear otras cuestiones más allá de la literatura. ‘¿Por qué no te gusta la poesía?’ se atrevió a preguntar ella. ‘No es que no me guste’. Miró la taza de café. Dio un sorbo. ‘Es que no sé leerla. Me gusta mucho escuchar poesía. Oír a los autores recitar su obra. Ángel González es adictivo cuando lee su Canción de invierno y de verano’. Hizo una pausa. ‘Pero cuando yo lo leo no me sabe igual. Ni se parece. No me gusta’.

‘Yo necesito leer poesía para sobrevivir’, dijo ella, abriendo un abismo que él quiso suturar de inmediato: ‘Pues a ver si me la lees’.

Se rió. Como venía haciendo toda la tarde. Una sonrisa irresistible que le tenía perturbado. Siguieron caminando hasta que ella dijo que se tenía que ir. Lo normal.

Pero él estaba desatado. Y se atrevió a darle un libro.  Argos el ciego, una prueba de que la poesía no es patrimonio exclusivo del verso, le dijo. No lo aceptó. Fue tajante. Dijo que ella elegía sus libros. Después, cuando sus caminos se separaban, le dio un beso. No se lo pudo aguantar. ‘El resto ya lo sabes. Desapareció. No la he vuelto a ver’. Mórtimer, incómodo, cortó por lo sano. ‘Venga, vamos a por esas calizas que tanto te gustan’.

Sonaron tres portazos. El último el del maletero. Caminaron aprisa. Pese al sol hacía mucho frío.

En la ciudad

Por mucho que se esfuerce no consigue sacarse de encima el aire de palurdo que ha adquirido en los últimos tiempos. Es lo que dicen sus amigos. Un poco por joderle. Y otro poco por espabilarle. Lo peor no es que haya dejado de actualizar su vestuario. Sino que renuncie a sus señas de identidad cuando va a la ciudad. Es un tipo de campo y de repente quiere competir con los pura sangre adaptados al asfalto. Los que saben llevar un traje y caminan como flotando por el entramado urbano. Transitando con soltura de un despacho de abogados a un restaurante. Manteniendo la compostura y la raya del pantalón en su sitio.

De aquel naufragio tan inesperado –fue el primero- sobreviven algunas camisas. Un cinturón de esos elegantes, que restringe para bodas y los funerales. Incluso una americana a la que solo le falta un botón del puño. Todo está pasado de moda. Va tirando de las sobras que quedaron tras un matrimonio escueto y doloroso.

Se enamoró de una chica sofisticada. Alegre. Y muy pija. Quiso creer que de su mano saldría del Limbo. Craso error. Era un archipiélago de costas afiladas. No era tierra firme, de esa que se extiende y forma un continente.

Desde que ella saliera de su vida el ‘estilo’ desapareció. Lo que ella llamaba estilo, algo que él nunca llegó a hacer propio. Ni siquiera a comprender. ‘Es que eso se tiene o no se tiene’ le decía ella para zanjar discusiones, cada vez más desagradables.

Se fue a vivir a las afueras. Ya no tenía que ir al Club los fines de semana. Ni a cenas. Ni a cócteles. Trabajaba desde casa. Cuando había trabajo. Y si no se iba al monte. O a dar vueltas por las carreteras. Había perdido la estela de sus amigos. Tanto solteros como casados. Gente comprometida con causas ajenas. Gente que se mantenía a tono con las nuevas colecciones que renovaban los escaparates de la ciudad. Gente que de repente cambiaba de gafas. Más modernas. ‘Es lo que se lleva esta temporada’ le hubiese presentado como único e irrebatible argumento su mujer.

Ahora compra pantalones reforzados. Con bolsillos laterales. De colores apagados. Camisas de felpa. Forros polares. Botas. En grandes almacenes, en la periferia. En los mercadillos de los pueblos. Seis calcetines por dos euros.  ‘¡Qué horror, qué poca clase!’ exclamaría ella con un desprecio lacerante.

Los días que va a la ciudad intenta ponerse guapo. Es un reto en el que reconoce los hábitos de otra época: utilizar el calzador, peinarse, recortarse las barbas y ponerse un reloj de pulsera. Acciones que le van condenando a un punto de artificialidad que es precisamente lo que le ralentiza. Lo que le hace sentir que va disfrazado. No se halla.

En su armario queda lo que pudo salvar del barco encallado en el arrecife, azotado por el oleaje. Camisas de listas. Y de cuadros. Con los cuellos algo sucios. Un amarillo resignado que no sale con nada. Y tres pantalones de diverso grosor. Bien planchados.

Aunque el gris marengo no combina con los dockers beis –‘¡se escribe beige!, por Dios, pero qué vería yo en ti’- él cree, al echar una visual al espejo del vestíbulo, antes de salir de casa, que va hecho un dandi.

Comienza su recorrido en el estanco. Después se llega hasta una tienda de ultramarinos que conserva el mismo aspecto que hace un siglo. Los que antes echaban en cara al dueño su abandono ahora presumen de tener un comercio tan auténtico en el barrio. Las mercancías están bien dispuestas en tarros y latas. Rebosan las legumbres en sacos remangados. Huele a especias. Hay ristras de ñoras. Y café en grano que se vende a granel.

Para combatir las largas tardes de invierno compra jengibre escarchado y pasas moscatel de Cómpeta. Sale con los cucuruchos de papel de estraza metidos en una bolsa. Y se toma su segundo café. Mirando el trasiego de la calle. Oficinistas que salen a desayunar. Repartidores. Gente de compras y gente haciendo gestiones. Le da el sol en la cara. Las palmeras, emborrachadas de viento, permanecen exangües.

Blog_262Su primer error es querer abarcar la ciudad entera. Resolver espinosas cuestiones administrativas y recorrer sus librerías predilectas. Ir a una tienda de montaña y luego a otra para comparar precios. Tomarse una tapa de bacalao. Mirar sombreros.

Su segundo error es no haber comprendido aún las reglas de la ciudad: no está hecha para andar y además hay gente. Con la que conviene interaccionar.

Hay que ser un espabilado. No ceder el paso. Conocer las calles en las que se aparca mejor. Jurarle al del parquímetro que acabas de llegar. Dejar el coche en doble fila y quedarte tan tranquilo. Pagar taxis. Tener el arte necesario para abordar con solvencia a las dependientas y encima caerles simpático. Evitar que los resabiados se te cuelen en el mercado.

Se desorienta con facilidad por el exceso de referencias y la falta de perspectiva. Pese a ello nunca pregunta. Le da apuro. Es tan discreto que a veces ha tenido la ilusión de ser invisible. Una vez estuvo dos horas sentado en una cafetería esperando a que le atendieran. Hacía cómo que levantaba la mano. Y como que llamaba al camarero. Sin determinación. A los de las mesas de al lado les resultaba cómico. Y entonces recurría al viejo truco de hacer como que leía y no tenía prisa. Pero no dejaba de mirar de reojo. Alguien entraba, se sentaba y alzaba levemente la mano. Al poco tenía allí su café.

No tomó nada y se marchó. Enfurecido. Consigo mismo.

Con ese procedimiento tan suyo, tan obsoleto, acaba por sucumbir. Tras subir y bajar largos tramos de escaleras que parece que comunican la superficie con el núcleo de la Tierra. Tras quitarse y ponerse capas de ropa. Se va resquebrajando la imagen de dandi que quiso ver en el espejo. Al final de la mañana parece una cama desecha.

Le duelen los pies, las lumbares. Suda como un bogavante al vapor. En la bolsa de la tienda de ultramarinos ha ido metiendo los papeles de Hacienda, los libros que ha comprado, la camisa que se ha sacado en el baño de la cafetería, harto de su incomodidad. Y la bolsa se va deshaciendo. Se rompen las asas.

Se toma una cerveza. Con la lengua se repasa la espuma que le queda prendida en el bigote. Parece un cepillo de alambre. No comprende cómo la gente puede sobrevivir e incluso disfrutar en un territorio tan hostil.

En Hacienda le han dicho que las normativas están para cumplirlas. Tiene que rellenar el trescientos seis y presentar un escrito. Y luego ya veremos. Un papel llamará a otro. Así hasta el certificado de defunción. Mórtimer sabe que es presa de las leyes humanas. Y que está condenado a vivir en un bucle infinito de trámites. Después de un reparador trago de cerveza, de bajar la nata de la cerveza hasta la mitad de la jarra, piensa que él es más partidario de las leyes naturales. Y que no estaría nada mal prender fuego al edificio de Hacienda para que ardiese con todos sus papeles dentro. Una ley redentora y purificadora.

Camina resignado hasta las calles donde solo a él se le ocurre aparcar. Muy lejos del centro. Arranca y se marcha. En el camino de vuelta sostiene que saboreará cada cristal de jengibre lentamente. No quiere volver a la ciudad.

Ya se le pasará.

La Teoría del Limbo

La besó como si ella tuviese todo el oxígeno del planeta. Al principio no lo rechazó y se dejó hacer. Sorprendida, atenta. Pero de repente le entró un no sé qué. Le saltaron las alarmas. No eran remordimientos. Ni que él no le gustase. Pero aquella desesperación la incomodó y la puso en guardia.

Bastó que ella le empujase levemente para que se separase. Con aquiescencia.

Su expresión era de arrepentimiento. De incomprensión. Como la de un perro al que le han dado permiso para comerse las sobras y de repente le reprenden. Y se queda mirando con una cara de pena terrible. De no entender nada. Renunciando a lanzarse a dentelladas a por lo que cree que le corresponde.

Pero no se va. Ni se indigna. Se le queda una mirada líquida. Sostenida.

Sin decir nada ella se fue. La siguió hasta donde le dio la vista. Hasta que perdió su figura ceñida por una gabardina. No se giró para mirarle. A él empezó a comerle un vacío que casi le hacía doblar las rodillas. Ella necesitaba tiempo para aclarar sus sentimientos. Sí, seguro que era eso, se dijo. Un clásico.

Se lo han dicho todo. No ha habido una palabra de por medio pero se lo han dicho todo. Sin whatsapps, ni sms, ni chat, ni e-mail, ni ningún otro anglicismo. No ha habido llamadas telefónicas ni por supuesto una carta escrita a mano.

Han utilizado la herramienta de comunicación más potente que existe: la mirada.

Se han estado mirando con una intensidad tal que cualquier palabra que se hubiesen dicho, no hubiera añadido nada. Lo hubiese enturbiado.

Poco a poco reacciona y consigue que las piernas le respondan. Camina aturdido. El frío lo espabila. Las luces y el tráfico a un lado y otro del bulevar conforman una de las principales arterias de la ciudad. Va dejando atrás las casetas donde venden libros de segunda mano. Es como el vaquero que se arranca la flecha clavada en el músculo. Tapando la sangría como puede. Trastabillado busca un lugar en el que reposar y pensar, con algo de claridad, su siguiente movimiento.

Porque esto que ha ocurrido no ha sido sino un flechazo. De esos que duelen.

Seguía dándole vueltas a aquella noche. A aquella chica casi desconocida. Andar campo a través, entre la escarcha que se iba licuando, le iba levantando la tira de cinta americana. Con la que se había envuelto la bota, intentando tapar el agujero. En medio de aquella reparación precaria, sentado en el asiento del coche, suspira y dice ‘menudo error de novato’.

‘¿A cuál de ellos te refieres?’ Le pregunta con cierta malicia. Mortimer gira la cabeza como para entender mejor la pregunta, con la cinta americana entre los dientes, a punto de partirla.

‘Sí’, dice el otro, Liebich, ‘¿Hablas de haber dejado la bota demasiado cerca del fuego o de haberla dejado escapar?’

No contestó. Se encogió de hombros. Qué más daba.

A lo más tardar se verían en el coche cuando cayese el sol. Llevaban varios días malcomiendo. Rosigando curruscos de pan. Necesitaban una ducha. Las barbas, al no ser tupidas, realzaban su dejadez. El pelo les olía a humo de tanta fogata. ‘A pino’ les había dicho una mujer del mercado. Una de esas mujeres deslenguadas, al mando de un puesto de variantes, que irradian una alegría y una energía tan contagiosa como sospechosa. ‘Qué bien huelen ustedes’ les dijo mientras alzaba un cazo perforado, cargado de aceitunas, y el agua salobre caía como una cascada de vuelta a los barreños. ‘A pino y campo.’

Se fueron alejando. Caminando hacia puntos cardinales opuestos. Cada uno con sus archiperres y su morral. Un trozo de fuet y un puñado de almendras.

Las muestras las metían en sobres en los que garabateaban las coordenadas y la fecha. Una localización temporal y espacial es lo mínimo que requiere la ciencia para empezar a funcionar. Datos para hacer gráficos y sacar de quicio la realidad.

Tenían esa visión arcaica y algo romántica que hizo de los hombres de acción, de los intrépidos exploradores, un rudimento de los primeros científicos. Buscaban preguntas. Y también respuestas a cuestiones absurdas y poco rentables. Eran representantes, en terminología de Bertrand Russell, de una ciencia teórica, que trataba de entender el mundo, más que de una ciencia práctica, que es un intento –cada vez más consolidado- de cambiar el mundo.

En estas divagaciones se cae cuando se caminan horas por el campo y la mente necesita alimento. A Mortimer se le ocurrió un aforismo de azucarillo de cafetería. ‘Dos no follan si uno no quiere’. Luego le dio una vuelta de tuerca. ‘Dos no follan incluso aunque los dos quieran’. Lo cual es una pena, se dijo. Y se encarama por una ladera tupida de zarzales. Buscando un paso hasta un talud francamente prometedor.

Liebich, por su parte, trata de desmenuzar la Teoría del Limbo que anoche le leyó, con apatía y entre caladas, su colega.

‘El Limbo es un lugar inabarcable. Hay dos orillas. En una está la juventud, la vida irresponsable sometida a la escasez económica y las normas. Es un lugar cómodo, demasiado cómodo, del que se parte deslumbrado por las promesas que ofrece la vida adulta. En la otra orilla espera una existencia estable, algo aburrida y, supuestamente, feliz. Pero ante todo segura. Un lugar desde el que esperar, al calor de un brasero, la llegada de otro Limbo.

La ruta para ir de un lugar a otro es bien conocida. No hay más que seguir un protocolo que te lleva, por poner un ejemplo, desde un bachillerato aprobado como sea hasta unas prácticas mal remuneradas en una empresa de tiburones, y de ahí a una plaza fortificada en el Ministerio, de la que no te arranca ni dios. Pero hay gente que se empeña en aventurarse sin astrolabio o tiene la ocurrencia de ir a nado.

Dos estereotipos sirven para ilustrar las costas que separa el Limbo. La vida de soltero, desordenada y precaria es uno de los puntos. La vida en pareja, con hijos, perro y caseta para el perro es el otro. Ciertamente hay otros modelos que sirven para ilustrar estas costas habitadas.

Entra dentro de lo esperable perderse en el Limbo. Es más, casi es parte del protocolo. Cada poco hay señales que te permiten volver a la ruta, trillada por un tráfico incesante.

El Limbo, el verdadero Limbo, se da cuando se duda si ir hacia la orilla prometida o volver al muelle de partida. Queriendo mezclar el poder que otorga el ser adulto con el bourbon de la juventud. Sin tener en cuenta las obligaciones de los primeros ni la decadencia que a marchas forzadas nos aleja de los veinte años. Responsabilidad frente a desenfreno. Acaba siendo como mezclar pastillas con alcohol. Acaba uno por desorientarse. Y es ahí cuando desaparecen todas las certezas y se cae en el Limbo, en el verdadero Limbo.

Hay sargazos. No hay horizonte. Hay profundidad. No hay gaviotas. Ni señales esperanzadoras.

Si te cruzas con otro náufrago te alejas de él. Puede ser peligroso. No te arriesgas a que te quite el único anzuelo que te queda.

Y entonces se cae en la desesperación. Se conocen casos de gente que ha remado hasta la extenuación. Que se animaba así mismo diciéndose que a alguna orilla llegaría. Valía cualquiera. Y que cuando apenas estaba a unas millas de su meta ha decidido, repentinamente, empezar a remar con la misma saña en dirección contraria. No sabía dónde estaba.

Vagar por el Limbo es consecuencia de una pléyade de causas que se refuerzan entre sí. Es fácil perder pie en cubierta ante los reemplazos de carne fresca, cada vez más inaccesible e inapropiados. La falta de motivación hunde muchos barcos. El habitante del Limbo puede dar vueltas eternamente viciándose con los principios (de una relación, de un trabajo), titubeando ante los primeros embates serios de la mar.

NOTA: Esto puede servir como piedra fundacional de la Teoría del Limbo.’

Blog_259Tiene los pies cansados. Ha caminado por terreno desigual muchas horas. Atento a los detalles y a la textura de rocas y plantas. Agradece la uniformidad de la pista. La pana de los pantalones suena al rozarse entre sí. Como pequeños latigazos partiendo el aire.

 Por fin aparece el coche. Al fondo de la vaguada. Refleja el sol. Un ladrido lo saca de su recogimiento. Después ve las ovejas y entonces comprende que el que acompaña a su amigo es un pastor.

Mortimer ha sacado una caja de latón cuadrada, un poco maltrecha. Allí va guardando los cigarrillos que va liando. Anselmo, con pausa y delicadeza toma uno de ellos y agradece asintiendo con la cabeza. Repasa la costura pasando un dedo. Asienta el tabaco golpeando el filtro contra la palma de la otra mano. Después lo enciende con el chisquero.

Los tres perretes tienen prisa por apriscar las ovejas. El pastor se da cuenta. Aunque tiene ganas de hablar sabe que las ovejas son muy cuadriculadas. Necesitan ir en rebaño y cumplir estrictamente toda su rutina. Son animales más bien estúpidos. Apaga la colilla contra la suela de la bota. ‘En el primer restaurante que hay nada más entrar al pueblo, a mano derecha, uno con unos arcos, dan un cordero que parte el alma. Digan que van de parte del Anselmo. Ale, con Dios.’

Arrancan. Y Leibich dice ‘Vaya tela lo del Limbo ¿no?’ Mortimer le mira de soslayo. Y tú, ¿tienes claro hacia donde navegas o vas a la deriva?’

Leibich se sonríe. Maneja con cuidado. Hay baches. ‘Pues no sé’ responde, ‘de momento el derrotero de esta nave conduce al vino y el cordero’.

‘Vale. Me parece bien.’

Vagabundos

Encontraron refugio en la parte más alta, donde el viento soplaba con más fuerza. Se esperaban unas ruinas tras las que resguardarse pero había una casa abandonada con varias dependencias. La estructura aparentaba solidez. Se había hundido el techo de una de las habitaciones pero en el resto no hay una sola gotera. Se conservan casi todas las tejas.

El yeso parece reciente y no hay restos de suciedad, salvo el polvo normal de un lugar deshabitado y las pintadas de unos pobres diablos que quisieron dejar registro de su existencia. Eso sí, puertas y ventanas han sido arrancadas. Probablemente hayan ardido en la hermosa chimenea, la joya de la casa. Van a poder calentarse en esa noche helada, de vientos explosivos.

Buscan en el pinar leños medianos que puedan llevarse hasta la casa con facilidad. Que puedan apilarse. De estos hay pocos. Bucean en la noche ayudados por la luz de los frontales. Cuando uno, tras un rato de bregar con las ramas o de alejarse demasiado de la casa, busca al otro, se da cuenta de que a cualquiera que pueda venir por la misma carretera que ellos han seguido, le provocarían curiosidad. Y luego temor. Dos hombres desesperados luchando por sacar partido del bosque, eso es lo que parecen.

La lluvia resbala por el impermeable y empapa la pana de los pantalones. Acarrean ramas enteras hasta la entrada de la casa. Emerge su instinto primitivo. Tienen que calentarse. Mientras están en movimiento mantienen la temperatura corporal. La excitación que les provoca esta novedad de creerse robinsones les distrae del frío y del hambre.

Donde empieza a notarse de manera insoportable es en las manos. Llevan unos guantes poco apropiados para casi todo. Para el frío y para manejar troncos. No están reforzados y en breve las débiles costuras empiezan a ceder. Además la madera está sucia y mojada. La corteza de pino se deshace en una pasta que echa a perderlos. Ya no sirven ni para pasear por la ciudad, que es para lo que estaban diseñados.

Los palos crujen con un chasquido ensordecedor al quebrarlos. El viento camufla el ruido. La mejor manera que han encontrado para reducir las ramas a algo manejable consiste en trabarlas en la bifurcación de algún árbol ahorquillado. Empujan. Las botas ancladas firmemente en el suelo húmedo, tapizado de pinaza. Dejan caer su peso contra la rama. Esta se comba.

Puede que al final se parta. La inclinación del cuerpo, cada vez más horizontal, para trasladar el empuje, la fuerza, contra la resistencia de la rama, hará que pierdan pie y caigan al suelo. Esto, unido al crujido seco, provocará que la escena recuerde a un tiroteo.

Esta es, sin embargo, la mejor manera que han encontrado. No tienen hachas, ni serruchos. La navaja multiusos no es suficiente y partir la madera a base de golpes con una piedra no parece un modo muy efectivo de resolver el problema.

En el maletero no hay herramientas para cortar madera pero sí otras muchas cosas. Hay una caja de cartón que contiene lámparas de repuesto, cinta americana, líquido anticongelante, bridas, cosas así. También hay un periódico, de hace varios años. Con manchas de grasa y páginas salmón, cuando la economía solo interesaba a economistas y gente con gafas.

Ha servido para encender el fuego. Haciendo bolas con las hojas. Que colocaron entre piñas, palitos y pinaza seca. Ahora miran relajados la furia de la hoguera, que se va comiendo todo lo que echan.

Descansan echados en sus esterillas. Las bolsas con la comida tiradas de cualquier manera. Cortan queso con la navaja. Pellizcan pan. Se untan fuagrás. Todo para tener que beber vino. No tienen vasos.

El vino, por una parte, sacraliza la cena. La dignifica. Por otra hace que parezcan aún más vagabundos.

Han conseguido tapar los agujeros más grandes pero el viento sigue colándose por los recovecos. Cuando hay arreones fuertes se levantan pavesas y el humo revoca. Les lloran los ojos.

Tienen que tener cuidado con los sacos. Están cansados. Por el viaje. Por el frío. Por el vino que van trasegando. Pero no quieren dormirse. No sea que salte una chispa y la fibra arda y los encuentren calcinados. Esperan a que la leña se reduzca a un montón de escombros incandescentes pero apaciguados.

Blog_257_2‘¿Te importa que fume?’ Pregunta uno de ellos. ‘Total’ dice el otro encogiéndose de hombros, mostrando resignación y cierta jocosidad. Con la cara roja del resplandor. Envuelto en humo.

‘Pero deja ya de echar leña que no vamos a dormir nunca’ Dice rebuscándose entre la ropa húmeda el mechero. Con el cigarrillo bailándole entre la comisura de los labios mientras habla. ‘Es que hacen falta unas buenas brasas para pasar la noche’ se justifica el otro, que no deja de avivar la lumbre, echando ramitas, recolocando leños, levantando pavesas.

‘Oye Mortimer’ dice, y espera un segundo para continuar ‘¿No te importa que te llame Mortimer verdad?’ sigue diciendo sin mirarle, sin dejar de incordiar al fuego. ‘¿Sabes la cantidad de madera que hemos quemado en un rato? Cada vez hay que ir más lejos para encontrar leña’, continúa reflexionando. ‘Imagínate tener que pasar aquí el invierno. No quedaría bosque’, concluye.

El silencio deja oír los silbidos del viento por los resquicios. Y cuando amaina, el crepitar de los leños agrietándose bajo el fuego. ‘Por cierto, esa bota que echa humo, ¿es tuya?’

‘¡Joder!’ exclama el denominado Mortimer desde las profundidades.

Amanece un día ventoso, pero ya no lllueve. Hace frío. El día gris y las cenizas más grises. El extremo calcinado de una rama enorme, desmochada a medias, en realidad solo despojada de las ramitas más pequeñas y quebradizas, tira un hilo de humo. Mortimer no se explica cómo ha podido llegar hasta allí sin él despertarse.

Pliegan las mantas. Van metiendo las cosas en el coche. Resulta que había más periódicos. Y un martillo de geólogo. Y una caja con muestras de suelos extraídos de taludes de mil carreteras comarcales. También una parte sustancial de la colección cartográfica uno cincuenta mil del Instituto Geográfico junto a un par de mapas provinciales. Asoman debajo de los asientos.

Mientras uno sigue recogiendo los enseres desperdigados por la habitación, el otro despliega uno de los mapas para evaluar su situación. Y tomar una decisión sobre su destino. Trata de meterle mano al día. Y para tamaño esfuerzo se siente impelido a encender el primer cigarrito del día. Se contiene. En el pueblo encontrarán café. Prefiere esperarse y retrasar la substracción del stock propuesto por el neumólogo.

Bajan del nido de águilas en el que se habían instalado. El sitio es precioso. La incipiente luz del sol va dorando los farallones de la caliza que conforman la muela. Bajan entre pinos. Sin querer se van fijando en la madera disponible.

Abajo, al pie del pueblo, hay un embalse. Unas pocas embarcaciones amarradas junto al pequeño pantalán. Se adivina una vida muy diferente en verano. Y resulta muy lejana. Cuesta imaginarla.

Llegan a un bar en el que hay algarabía. Hombres que madrugan, de la hidroeléctrica. Y mujeres barrenderas. Cada uno con su mono de faena. Para ellos es la hora del almuerzo. Se ven copas de coñac. Carajillos. Bocadillos enromes. Lo de pedir tostadas y café suena demasiado simple, casi ridículo, al que atiende el negocio. Que aprovecha para repasar con la balleta la barra de madera barnizada.

Si de lejos resultan parecidos, en sociedad responden a dos tipos de persona muy diferentes. Uno es inquisitivo y enseguida se mezcla con las cuadrillas para conocer detalles sobre el funcionamiento de la comarca. Antiguos usos y costumbres. Repercusión de las novedades tecnológicas y de la política agraria vigente. Averigua el estado de las carreteras. Si hay mercado en algún pueblo cercano.

El otro tiene un aire de percherón abandonado. Pasea su mirada triste en busca de alguna distracción. El periódico de la provincia. Las tetas de la mesonera. No es que sea tímido. Ni misántropo. Es que tiene poco interés, en general, por las cosas. Saca su cuaderno y mientras revuelve el café ordena sus ideas. De la última noche le queda el recuerdo de una imagen. Y cuando eso ocurre necesita verbalizarla.

Ambos están acostumbrados a estos súbitos arrebatos de independencia donde cada uno hace su vida. Mientras uno habla con los operarios, que tragan unos bocadillos de panceta memorables, el otro, despacio, escribe así:

‘Son manglares. Las raíces aéreas. El mar entre los recovecos. Me acerco con la balsa todo lo que puedo. No quiero sumergirme en estas aguas. Me dan miedo. Sí, me dan miedo, lo reconozco. Hay muchas cosas que me dan miedo. Estamos programados para ello. Me vienen a la cabeza las palabras de Marco Aurelio, tan primorosamente narradas en Videodrome: Decía Epicuro que la muerte no debería asustarnos con su inminente llegada. Es cierto que nos hurta nuestra única pertenencia, pero no es menos cierto que mientras existimos no está presente. Y cuando está presente ya no existimos.

Condenados a no coincidir. Pero ¿y el tránsito? ¿Y ese momento de lucidez previo a la inexistencia? ¿Y el dolor? ¿Y si me come vivo un cocodrilo de los manglares y noto cómo me quiebra las piernas, las arterias, la pelvis?

Llevo años vagando por el Limbo, subido en esta balsa. Tengo que salir de aquí, tengo que tocar tierra. Por eso me he acercado hasta esta costa de manglares. Al principio creía que era un espejismo, como tantas veces. Muchas veces dudo. ¿Qué es real? ¿Qué irreal? ¿Cuál es el camino correcto? ¿Existe ‘lo correcto’? Y así me pierdo en divagaciones.

Amarro la embarcación. Estoy dispuesto a meterme en este incierto territorio. Tras las raíces nudosas, resbaladizas, de los mosquitos y de las fieras acuáticas, del fango, puede que por fin haya algo nuevo y estable. Tierra firme.

Estoy tiritando. Un brote de paludismo. Tengo golpes y heridas. Una brecha en la cabeza. Me he caído varias veces. Avanzo a trompicones. A sobresaltos. Espoleado por el miedo. Torpemente. El barro contrasta con mi maltrecho y pálido cuerpo. Años de navegación han dado lugar a antebrazos cobrizos. Pero el resto del cuerpo es blanco.

Ya no sabría volver hasta la balsa. Si este laberinto es el delta de un río sin cartografiar entonces esto no es más que la prolongación del Limbo. También puede ser el borde de una isla, o de una península. Y que luego haya palmeras y hasta un paseo marítimo.’

La cuadrilla sale animosamente. Dispuesta a tirarse contra el frío. A manejar maquinaria pesada y despellejarse los dedos apretando tuercas. Vuelven a reunirse los dos amigos. ‘me han dicho que la carretera que sigue el fondo del cañón está despejada. Se puede pasar.’

Cierra su cuaderno y saca ese cigarrito que lleva esperando desde el amanecer. Empieza a notar el sabor ligeramente acre a través del filtro. ‘Se te ve contento’.

‘Claro, voy a fumar. Y además creo que me acerco al final’, dice mostrando el cuaderno.

‘No jodas, ¿vas a salir del Limbo?’ inquiere sorprendido, con las llaves del coche en una mano y la cartera para pagar en la otra.

‘Puede ser. Luego te lo leo’

La sal de Akkad

Tenía claro que el espray marino iba a dejar un recuerdo de sal a modo de costra en todos los cristales del coche. También tenía claro que cada día iría renovando la promesa de lavar el coche con esas mangueras a presión que funcionan a base de fichas metálicas que se compran en la gasolinera.

La promesa iba cediendo, día tras día, ante la esperanza de que llegase una borrasca y empapase de agua dulce los campos y su coche. Miraba el pronóstico del tiempo en diversas páginas web para tener argumentos en contra de aquella obligación autoimpuesta. ‘Parece que en tres días va a entrar un temporal por el estrecho. A ver si hay suerte y llega hasta aquí’. Se decía mientras giraba el sintonizador de la radio buscando una emisora potable. Intentando entrever por la sal que picoteaba el espejo retrovisor.

Excepto la luna delantera, que podía limpiar con el agua de los inyectores y el limpiaparabrisas, la sal tapizaba el resto de ventanas y comprometía mucho la visibilidad. La cosa se complicaba al atardecer. Conduciendo hacia poniente el sol entraba de frente y cada cristal salino fabricaba chispas. Un efecto semejante al que provocaban las luces navideñas enroscadas en árboles, estanterías y barandillas.

Había llegado con el coche impoluto después de viajar por el interior durante la última semana. Chubascos intensos le habían acompañado por las autovías. Y las carreteras nacionales y comarcales. Agua que llegaba a todos los recovecos del coche. Con vientos racheados que ayudaban a aclarar los retrovisores.

Le encantaba conducir en aquellas condiciones. Los limpiaparabrisas a toda pastilla desalojando la cortina de agua. El juego completo de luces encendidas. El rumor del aire caliente luchando contra el vaho.

Acostumbrado a la sequedad del territorio que habitaba disfruta con cada borrasca. Le gusta pasear entre los charcos que quedan como recuerdo tras el paso de las lluvias.

Aquellos viajes peninsulares resultaban cada vez más sustanciosos. Ya no se trataba de salvar la distancia entre dos puntos alejados entre sí una barbaridad en el menor tiempo posible. No consistía el viaje en parar para repostar a toda prisa y tomar un café, de pie, sin pausa, después de haber removido el azúcar. En alguna de esas estaciones de servicio que, aunque pertenecientes a distintas compañías petrolíferas, parecían todas iguales. Solo cambiaba el color corporativo y lo que te regalaban si les eras fiel.

Aunque seguía deteniéndose en alguna estación de servicio, al pie de las autovías, ahora solía optar por desvíos que llevaban a pueblos que antes vertebraban el territorio. Eran los ‘Conjuntos Históricos’ que él siempre consideró con reticencia.

Los rodeos consumían tiempo y aportaban novedades. Se detenía en las silenciosas poblaciones. Casas con las persianas echadas. Algún bar poco opulento, sin otra cosa que café y anís del mono. Alguna panadería desvaída. Otras veces murallas melladas. Trozos de castillo en peñones inaccesibles. Portadas platerescas de catedrales que serían el primer monumento en países anglosajones sin historia.

Se detenía en los pueblos que muchos miraban con espanto para dar un paseo. Sin ninguna pretensión. Sin idea de visitar museos, mausoleos o monumentos. Solamente quería dejarse llevar por las calles empedradas y contemplar, quizás, cómo las gotas de lluvia hacían burbujas en los charcos. Bajas presiones, se decía.

Superada la necesidad de jugar a las carreras para ir de A hasta B no encontraba reparo en gastar parte de su vida en los bares de carretera. Le gustaba pedirse un café –a veces tenía que explicar lo que era un café americano; en realidad un sucedáneo de café americano, pero eso es otro cantar- y algún dulce típico de la zona. Acomodado junto a una ventana observaba el trasiego de la gasolinera acoplada simbióticamente al establecimiento, así como el metabolismo del propio bar-cafetería.

Los coches familiares que descargaban familias ruidosas y entraban alterando el equilibrio. Tomaban posiciones con un despliegue que le recuerda al de una unidad del ejército bien entrenada. Veía camioneros. Veía repartidores que se quedaban charlando de la crisis con el camarero. Y a la gente que salía a fumarse un cigarrillo y se cagaba de frío.

Tomaba algunas notas, de todo eso, en su cuaderno. Con la ilusión –parecida a la de que llegase un temporal que le quitase la sal al coche- de que algún día esas notas se enhebrasen en una novela ganadora de algún premio literario. Pretendía que el azar le ayudase. Algo así esperaba de esos párrafos. Que se juntasen solos y le contasen una historia insospechada.

También copiaba ideas, frases sueltas, incluso páginas enteras de libros que le conmovían. Eran tan buenas que intentaba hacerlas propias al escribirlas.

El cuaderno se iba llenando de garabatos. Su sentido era pleno en el momento de apuntarlos, en aquel lugar, con aquel estado de ánimo. Después perdían fuerza a medida que el contexto se difuminaba. Las cosas tienen sentido en su momento. Es entonces cuando hay que decirlas o hacerlas. Se reprochaba. Él mismo contraatacaba esgrimiendo una de las frasecitas del cuaderno: ‘No hay que tener nostalgia de lo que no ha ocurrido’. La había escuchado en la radio y el locutor se la atribuía a Joaquín Sabina. En su opinión bien podía estar escrita en el reverso del azucarillo que venía con el café. Corrían tiempos en la que la filosofía del azucarillo cobraba fuerza. Este y otros signos le llevaban a concluir que, definitivamente, su época no iba a marcar época.

Blog_256Su ‘Teoría del Limbo’ había nacido precisamente de la nostalgia de lo no ocurrido. Pensó y descartó al mismo tiempo que más que llevar apuntada la frase debería tatuársela. Como hacían los futbolistas y adolescentes. Un sector de la población a medio hacer.

En todo caso el tatuaje debería ser en acadio. Sí. Las lenguas muertas encierran un misticismo convincente. El mismo que les falta a los lenguajes funcionales de hoy en día. Sorbía café. Miraba esperanzado las nubes grises que tan acertadamente había pronosticado toda aquella patulea de meteorólogos encorbatados y engominados.

El acadio. Una lengua semítica extinta. Le asaltó el recuerdo de aquel tipo con el que se topó en una ciudad del medio oeste. Una de esas pequeñas ciudades provincianas que uno aborda con júbilo tras salir de las montañas. Una ciudad donde la vida transcurre plácida, acunada por el calor asentado en el fondo del valle. Una ciudad de centro tortuoso en donde era mejor dejar el coche aparcado en un bulevar de las afueras y echar a andar erráticamente. Sin rumbo. Recordemos que el tiempo había dejado de gobernarle.

El tipo pidió permiso para sentarse en la misma mesa. Era uno de esos locales con un aire alternativo en el que las mesas corridas invitaban a la interacción. También había rincones más cómodos en los que estar con tu chica. Pero ni el viejo ni él tenían chica. A los dos les pareció bien entablar algo así como una conversación. En realidad fue un monólogo. El tipo respondía al perfil de lobo estepario, como él. Pronto le demostró que había errado al etiquetarlo. Lejos de ser huraño más bien parecía una persona de mundo, empática. Él siempre había sabido escuchar. Era la media naranja perfecta. El viejo no tardó ni un minuto en romper el hielo.

Le contó muchas historias. Casi todas sonaron reconfortantes al abrigo de la desapacible tarde. Goteando agua por los cristales. Tibia música de fondo. Observando a las lindas mujeres que entraban y salían y se desabotonaban los abrigos de lana y dejaban ver medias y botines. El viejo resultó un narrador excelso. Le dijo que era de Easo. Y que Easo era el nombre que los vascos daban a San Sebastián. Eso poca gente lo sabía. La boina que gastaba parecía corroborar sus palabras.

Le habló de la vida rural en Euskadi, en su infancia. Le habló de la vida nocturna en París. Tenía una voz profunda pero afable. Hablaba con pausa. Sin atropellarse. Da gusto escuchar a alguien que ordena las palabras y después las va soltando a la velocidad adecuada. La disposición total del escuchante ayudaba al abuelo de Heidi – además de la boina, la barba espesa, blanca, y el rostro contundente contribuían al parecido- a escenificar mejor su monólogo.

El poso más persistente de aquel encuentro inesperado fue lo del acadio. El abuelo estudiaba acadio. Existe gente en el mundo que estudia acadio. Y existen lugares donde lo enseñan. No tenía ninguna pretensión. ‘Me quedan pocos años de vida y estudio una lengua muerta, ¿qué te parece?’ la pregunta era retórica. Es decir, que afortunadamente no había que responderla.

Fue la lengua franca durante cuatro mil años. Los egipcios lo utilizaban. Al viejo se le iluminaban los ojos. Tenía la fascinación de los matemáticos que creen a pie juntillas que los teoremas, el número pi o  la infinita longitud del número e – no puede ser expresado con un número finito de cifras decimales-  son las verdades universales. No es que el ser humano los haya inventado, sino que los ha descubierto como el que encuentra un cofre en el fondo del mar. Ya estaban allí, son consustanciales a la existencia. Tienen aura de destino, de propósito divino.

Tenía claro que el espray marino iba a cubrir con una costra de sal su coche recién salido del gran túnel de lavado que había sido el viaje durante aquella semana de temporales. Pero no podía evitar poner el coche frente al mar y mirar embelesado las olas que se deshacían en los arenales de la playa. Era un día falsamente soleado. Soplaba un poniente de mil diablos.

Encendió un cigarrillo –cuatro por día le había recetado el neumólogo- y miró el libro que era su copiloto. En algún momento pretendía leer. Pero la vista se le perdía en el horizonte. ‘Hay miles de obras escritas en acadio que nunca nadie ha leído. Imagínate qué historias puede haber allí relatadas. Memoria de tiempos remotos’. El viejo sabía seducir. Dejaba caer frases así. De esas que despiertan curiosidad. Interés. Encapsulaba bien lo que tenía que decir.

Quería creer que algunas de las historias serían acerca de la destrucción del mundo de aquella época. Historias apocalípticas sobre el avance imparable de las costras de sal que iban apareciendo en los que fueron fértiles campos de trigo. El temor de la gente a verse asaltados por las hordas de bárbaros que vivían refugiados en las montañas, a la espera de un momento de debilidad de las bien organizadas ciudades-fortaleza.

El exceso de riego, la codicia, había terminado con la prosperidad. La sal, tan pretendida en otras regiones (imperiales caravanas de yaks cruzando las montañas nevadas, negros apostados en la orilla del Níger reemplazando con montones de oro la sal que les dejaban) era una maldición  para los habitantes de Akkad, para los sumerios y para los bajos de su coche.

No tenía respuestas para ninguna de las preguntas retóricas del viejo. Las certezas se habían desvanecido. Eso le daba libertad. Pero también le generaba ansiedad. Sin recetas que seguir. Sin normas a las que agarrarse. ‘¿Y cómo se pronunciaría el acadio? Nos quedan los símbolos. Tenemos frases y obras enteras. Pero obviamente no se han conservado los fonemas. En realidad el acadio que yo pueda aprender probablemente no se parezca al acadio real; al que fue’.

El mar reventaba contra las escolleras. Recorría despacio la línea de costa. Pasaba junto a la fábrica de sal. Montones como de polvo de tiza aguardaban la llegada de los camiones que la esparcirían por las carreteras heladas del interior peninsular. El paisaje del cabo distaba mucho de las mesetas escarchadas, polvorientas que había atravesado recientemente. El embate eterno del mar hacía retroceder la costa. Por más obstáculos que diseñasen los ingenieros lo único que podían esperar era retrasar un colapso inevitable.

Ni siquiera 4000 años de supremacía garantizaban nada. Mira el acadio, se decía. Tablillas de arcilla con muescas cuneiformes sepultadas bajo toneladas de sal.

Otoño

Días que se acortan miserablemente.

Tardes de domingo empañadas por las perspectiva de una semana de cole. De oficina. De madrugar y toparse con el suelo frío y el cielo ceniciento.

Y las paradas de autobús atestadas. Y el tráfico. Y el infinito ciclo de días que conducen hacia la lúgubre noche. Hacia el invierno.

Aletargadas tardes de domingo después de comer cocido en familia y prolongarla con tertulia y cafeses. Y las hojas que empiezan a abandonar las ramas de los árboles para formar una alfombra a veces crujiente en la orilla de las carreteras.

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La particular visión de Alfonso Girón del otoño

Y la piscina cerrada. Las aguas cloradas y artificialmente azules empiezan a verdear.

Y está prohibido saltar la valla para palpar esas aguas enigmáticas en las que proliferan bichos desconocidos. Y está prohibido jugar al balón en los soportales porque molesta a los vecinos. A esos señores mayores con cara de acelga que leen el periódico. Señores que apenas corretean cuando intentan ir tras el autobús que van a perder. Y hacen cosas raras como tomar el aperitivo o prestar atención a la tele cuando otros señores de aspecto grave dicen cosas ‘muy importantes’.

Seres anquilosados. Adultos. Otoñales.

Y está prohibido jugar hasta hartarse. Porque otoño es la estación de las obligaciones y los buenos propósitos. Hay que empezar con buen pie el curso. Y hay que hacer los deberes. Ir a las clases de inglés. Hay que estar a las siete en la estación de tren para subirse a y media en el metro y llegar a menos cinco a clase. Y así tener opciones de tener un buen sitio. Toda una serie de concatenaciones que uno quiere creer llevan algo. Conducen a la felicidad.

Pero la felicidad, como espacio vitalicio, no existe.

Eso lo descubrirás más tarde. Pero es en otoño, entre esas luces vetustas que encienden la hojarasca, cuando lo vislumbras por primera vez. Y es en otro otoño cuando deja de darte miedo que no sea posible la felicidad eterna.

De momento se trata de sobrevivir hasta el viernes. Los viernes hay siempre una promesa de algo. Es el día de la paga. Es el día de comprar chucherías. De ir al cine. De alimentar amores platónicos. De salir por ahí. De tomar una copa.

 Las duras semanas de otoño no dan tregua. Y a veces ni siquiera esas promesas sirven para mantenerse a flote. Ni siquiera saber que tu equipo tiene un partido cómodo.

Sí. Al final, aunque te hayas propuesto que este año oirías radio 3 y verías documentales de La 2, que serías un tipo culto, interesante, vuelves a escuchar la mierda del fútbol, que lo ponen a todas horas en todos los sitios.

Los domingos por la tarde, con una mezcla de congoja y satisfacción vuelves a los lugares comunes. Vuelves a hacerte una taza de té mientras fuera el viento y la tentativa lluvia devoran lo que quedaba del verano.

Escrutas la quiniela. Por ver si la aciertas y te largas al trópico.

De repente quieres un verano infinito. Pero hace tan solo un mes y medio, cuando el calor te envolvía y no te dejaba dormir, ni soñar, ansiabas las melancólicas tardes septembrinas. Descubres que la luz dorada entre las hojas viene acompañada de miasmas y atascos. De cabreos.

En agosto, en la torridez, hubieses jurado que podías sentirte dichoso solo con poder atisbar, desde la ventana, cómo se bajan los niños del autobús, de la ruta, con sus uniformes descolocados tras el fragor del día de clase. Y su gesto de fastidio. Y su explosividad innata, inocente, por encima de protocolos y urbanidades. Por encima de las obligaciones que les tienen preparadas.

Niños que madrugan y que ya no llevan pantalones cortos. Y aspiran ese rato de libertad suprema entorno a la hora de la merienda.

Las temperaturas más civilizadas te crean esa sensación de poder estar en paz. Así surgen los planes y las promesas. Este año sí. Te dices. Este año voy a ir al gimnasio. Voy a correr una maratón. Voy a aprender italiano. Este año voy a ser mejor. Te dices.

Hasta que noviembre te ponga a prueba. Hasta que los días sean tan cortos, te opriman tanto, que claudiques.

Entonces empezarás a pensar que queda poco para Navidad. Para juntarse en familia. Para negociar si tocaba Nochebuena  en casa de tus padres o de los suyos. Para discutir cómo se plantea el tema de los regalos este año. Y dónde vamos a comer. Y dónde vamos a cenar.

Y te deprimirás definitivamente.

Es normal. Es otoño.

(Excepto en el Corte Inglés, que ya es primavera del año que viene)

NOTA: Echa un vistazo al Verano

La balsa del Sapo (V)

Bajamos hasta el Campo de Dalías. La llanura, hasta hace pocas décadas, no era más que un sucio secarral aprovechado por el ramoneo casual de diezmados rebaños de cabras.

Era obvio que el desarrollo tenía costes ambientales muy altos. Pero también quedaba claro que se vivía mejor ahora que entonces.

Se vivía más años. Con menos dolor. A uno se le caían los dientes y le podían poner otros.

Recorrimos los claustrofóbicos pasillos entre los invernaderos. El espacio que separa cada propiedad se reduce al mínimo. En esas fronteras podrían cultivarse más tomates. Y ganar más dinero. Los dueños admiten con fastidio la existencia de estos pequeños vericuetos.

Buscábamos alguien con quien hablar.

Algún que otro negro se dejaba ver. Pero huía esquivo cuando nos acercábamos con los apechusques de grabar. Queríamos saber su punto de vista.

¿Qué le parece a usted vivir como un perro? Queríamos saber la opinión de un esclavo que pasa horas en una atmósfera calenturienta y envenenada.

Los inmigrantes ilegales eran la verdadera explicación del milagro almeriense.

Aunque desde nuestro punto de vista su flagrante falta de derechos era lastimosa, seguían viniendo en oleadas jugándose el pellejo. Los invernaderos eran una fuente de ingresos que les permitía mantener a flote a sus familias. En sus tierras de origen la devastación permanente de las guerras y los dictadores que se sucedían hacían imposible vivir.

Era mejor arrastrase por los invernaderos que sufrir los desmanes violentos e impredecibles del hambre y las balas. De las sistemáticas violaciones.

Quedaba poca luz y ante la imposibilidad de rodar algo suculento decidimos ir a la última localización que les había propuesto: la balsa del Sapo.

Felisón me traducía las preguntas de Güntz. Quería saber si el agua de la laguna se utilizaba para regar. Hice de tripas corazón para intentar repetir la historia que Parrita me había contado.

En todo el litoral eran habituales pequeñas lagunas endorreicas de carácter estacional que se secaban a medida que progresaban los calores estivales. Una de estas, junto a la localidad de Las Norias, era la denominada balsa del Sapo. La expansión de las motobombas y de la tecnología que permitía perforar hasta profundidades sorprendentes dislocó el sistema natural, en equilibrio desde tiempos inmemoriales.

‘Podemos decir’, expuse en plan experto, con el plural mayestático por delante, ‘que el acuífero tiene dos partes. Una superficial que recoge aguas de lluvia de la temporada y otra más profunda donde se acumula agua que lleva años recorriendo el material poroso. Son aguas centenarias.’

Para que entendiesen mejor mis palabras empecé a dibujar un croquis del asunto sobre el capó del coche.

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‘Hay una capa de rocas que separa las dos masas de agua subterráneas. El problema de la balsa del Sapo comienza con la perforación de esta capa. Para asegurarse un suministro de agua continuo, que durase todo el año, era perentorio acceder al acuífero profundo. Eso llevó a la superficie agua que fundamentalmente servía para contrarrestar la infiltración marina. Por un lado, al quitar parte de esas aguas, la cuña salina empezó a establecerse tierra adentro. Por otro el agua que sobraba de los riegos, lo que se conoce en el argot como retornos de riego, alimentó el acuífero superficial. Así que las lagunas pasaron a ser perennes. Actualmente esto que tenemos aquí –dije señalando las pestilentes aguas verdes ricas en fitosanitarios- es producto de una llegada de agua continua proveniente de los invernaderos. Día y noche unas bombas evacuan el agua hacia el mar pero aún así cada año el nivel del agua sube y se mete en esas casas que veis.’

El lugar era bastante deplorable. Las aguas estancadas de la balsa del Sapo mezclaban sus efluvios con los olores de basuras esparcidas entre la vegetación. Pese a ello diferentes anátidas progresaban por la lámina de agua. Unos ucranianos en camiseta de tirantes y chanclas pugnaban por sacar peces de las profundidades. Era un lugar apropiado para encontrar especies rocambolescas como por ejemplo lubinas de tres ojos o dos colas.

Un vecino, al olor de las cámaras, se acercó para plantear sus reivindicaciones. Que a ver si de una maldita vez hacía algo la Junta. Que les habían prometido antes de las anteriores elecciones que iban a desecar aquel criadero de mosquitos.

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Cuando le expliqué al buen hombre aquel que estábamos rodando un documental para una cadena alemana quiso asegurarse de que pondríamos sus reclamaciones en primer plano. Güntz parecía contento. Tenía un montón de maldades que relatar en base a la producción de tomates.

Yo estaba cansado y Felisón, viendo cómo me desmoronaba por momentos, se puso a negociar con el alemán una compensación económica por mis esfuerzos. Aquello me sonó muy mal. Me veía en el papel de los guías locales de países tercermundistas que reciben unas monedas a cambio de hacer pasar un rato entretenido a los potentados viajeros. Rechacé con indignación el billete de cincuenta euros. Había visto como Güntz se rascaba el bolsillo amargamente, como constatando que, efectivamente, todo tenía un precio. También pude ver como los alemanes se tomaban nuestra discusión como asuntos internos de los aborígenes, que no se ponían de acuerdo en cómo repartirse la presa. ‘Tomá, luego te vas con tu chica de cena. Pásalo bien’ decía Félix tratando de convencerme.

‘Que no, que no acepto dinero. Faltaría más’ ‘Bueno, tú verás’, dijo Felisón mientras plegaba los billetes y se los metía en el bolsillo de la camisa.

Por fin regresamos al punto de partida. Era ya de noche cuando recogí mi coche. Me despedí lo más amablemente que pude. Bajé las ventanillas y puse la radio a todo volumen. No había nadie cuando llegué. Saqué sobras de la nevera y me las comí viendo un partido de ‘jurgol’. Pensaba, entonces, que había hecho bien en divulgar los problemas ambientales que destruían nuestro patrimonio natural. Pensaba, rebañando el bol de ensaladilla, que fue un gesto noble por mi parte no aceptar la compensación económica. Con algo había que consolarse.

NOTA: Pese a mis reiterados intentos de comunicarme con la productora jamás recibí notificación alguna de mi participación. En todo caso la experiencia me ha servido para hacer un relato más o menos cómico del asunto.

La balsa del Sapo (IV)

La obsesión por publicar y acrecentar los méritos curriculares de cara a obtener una supuesta plaza de investigador científico me había poseído.

La última moda era una cosa que se llamaba ‘H’. Empezaba a ser más importante que el propio pH de la sangre. Me llevó un tiempo entender qué diantres era H. Una cosa tan aséptica y muda. Tan poco conmovedora.

Era un índice que mejoraba al anterior, que simplemente era el número de artículos que uno tenía publicados en revistas ISI. Es decir, revistas reconocidas internacionalmente como garantes de que el artículo era aceptado por la comunidad científica.

H daba una vuelta de tuerca a eso: tenía en cuenta el número de veces que cada uno de esos artículos había sido citado en otros artículos que tuviesen ese mismo reconocimiento. No dejaba de ser algo endogámico, poco conectado con la realidad.

H es el mínimo de: a) número de artículos; y b) número de citas por artículo.

Por ejemplo, si tienes tres artículos, con 8, 5 y 2 citas, el H es 2. Otro ejemplo: para tener un H de nueve hay que tener nueve artículos en el que al menos tengas nueve citas en cada uno de ellos. Vamos, que un buen H implica hacer amiguetes en los congresos científicos. Que para eso sirven.

Dado que el centro nos animaba continuamente a estar presente en los medios y mi H era bastante lamentable (aunque el nivel de colesterol lo tenía bastante bien) trataba de redimir mis carencias articulistas haciendo el indio en el documental que me habían propuesto.

Eso explica mi silueta recortada a las cuatro de la tarde en lo alto de una cantera. Allí estaba yo (haciendo el gilipollas madre) con una tórrida brisa que lamía el polvoriento paisaje de escombros y espartos.

Me acuclillaba en plan naturalista de la BBC y deshacía entre mis dedos un terrón reseco a la par que soltaba un discurso sobre la desertificación. Cada poco miraba a Felisón y Güntz, buscando su aprobación, como hacen los niños cuando colorean un dibujo y se lo muestran a ‘la profe’.

Ellos me conminaban a seguir y me señalaban la cámara, para que no dejase de mirarla.

La idea era que después de deshacer el terrón y sacudirme los restos de las manos fuese andando hacia el borde del acantilado. El cámara iría siguiendo mis pasos para, de repente, ver de fondo el mar de plásticos del Campo de Dalías. Entonces yo, apocalípticamente y con el pertinente barniz científico, debería asegurar que el origen de todos los males estaba a mis espaldas.

Todos los tomates y pepinos que se comían los alemanes llevaban miles de pecados en su interior. Eran los causantes de tal devastación. Güntz sonreía de placer ante su propia genialidad. A Frodo se le caía la baba. Pero por que era así.

Tuvimos que repetir la escena siete veces. Cada vez el cámara hacia el recorrido pertinente, filmando en posiciones inverosímiles. Frodo sujetaba el micro como podía, acercando la bola de pelo lo más posible a mi boca mediante una pértiga, sin que saliese en pantalla.

Cada vez que la escena se iba a pique Güntz se ponía fuera de sí: ‘jusenflujenchen jaaa!!’ Sin saber alemán aquello debía querer decir ‘¡Me cago en tu puta madre!’. Si es que al final los idiomas son todos iguales, me permití concluir.

Mi discurso se debilitaba con cada versión. Sobre todo al decirme Félix, para que me relajase un poco, que lo que yo dijese iría en alemán con una voz en off. Tan solo se trataba de que se viese que yo halaba, que movía la boca.

Pasé de decir cosas como: “el proceso de degradación asociado a la extracción de aguas subterráneas en el campo de Dalías se traduce en el despoblamiento del territorio interior, que nutre de mano de obra y materias primas a lo que denominamos hot-spot, esto es, el núcleo de generador de renta.” A estas otras: “La peña está deseando tener un mercedes y un televisor de plasma. Aquí la gente ha pasado muchas penalidades y necesidad. Así que deja su pueblo y se pone a sacar agua a lo bestia para plantar lo que sea. Venderían a su abuela con tal de ganar dinero. Y cuando se acabe el agua pues ya verán lo que hacen. Traerla de los Pirineos por ejemplo.”

Por fin Güntz dio por buena la escenita. Quería que nos paseáramos entre los callejones que dejan los invernaderos. Y que echásemos un vistazo a aquello en lo que tanto había insistido Parrita, la balsa del Sapo.

Yo estaba harto. Había echado a perder el día. Y sobre todo la tarde. Mi partido de squash estaba condenado. Estaba cabreado conmigo mismo. Una vez más me había dejado embaucar e intimidar. Me sentía como una marioneta en brazos de Felisón. Dando bandazos por los invernaderos mientras ponía cara de experto.

Cargamos los archiperres y, refunfuñando, les indiqué el camino hacia El Ejido, aquel emporio del tomate que lucía con orgullo la torre más alta de Andalucía.

Blog_225_SapoIV

La balsa del Sapo (III)

‘¡Mirá que horas son! A algún sitio habrá que ir a comer. Güntz tiene prisa por rodar’.

Dijo Felisón gritando, que era su manera habitual de hablar.

Y en efecto Güntz (que digo yo que para definir un personaje alemán no viene mal ponerle al nombre una diéresis y una zeta) estaba con cara de perro, harto de escribir en su cuaderno paridas para el rodaje, mascullando alemanadas a Frodo. Este hacía por calmarle mientras a mí me sonreía beatíficamente, con esa sonrisa bobalicona de hobbit feliz. Mientras, el cámara había aprovechado el impasse para liarse otro cigarrito.

Llegó un momento en el que sus cuatro miradas convergieron sobre mi persona. Me perforaban.

Era necesario hacer algo.

‘Yo es que casi nunca como por aquí, no conozco el sitio’

Dije un poco avergonzado. Porque tiene delito que no supiese qué había más allá del edificio en el que trabajaba. Haciendo todo lo contrario de lo que se espera de un anfitrión. Por eso prefería que no viniesen visitas. Sabía que en algún momento se daría una situación como esta. Incómoda.

 ‘A ver, a ver…’, musité mientras desplegaba todos mis recursos logísticos.

‘Un bocadillo, cualquier cosa’ apremiaba Felisón, el de las uñas como garras.

‘Vale, pues vamos al Romera’, resolví.

El Romera es un bar adosado a la universidad que siempre está abierto. Su aspecto roñoso y desordenado, la suciedad y el ruido, son sus principales señas de identidad. Aunque, la verdad sea dicha, no se han registrado tantos casos de salmonelosis como pueda parecer al primer golpe de vista.

Blog_224_SapoIIICon todo, es posible conseguir buenas raciones, tapas y bocadillos medio decentes. Eso sí, la competencia en la barra, a las dos de la tarde, es feroz. Tras hacerte con el condumio, después de unos cuantos codazos, gritos y grandes dosis de paciencia, hay que darse prisa en tragar: las moscas no dan tregua.

Frodo se hubiese comido cualquier cosa a la plancha. Después de zamparse una hamburguesa cuya materia prima era de peliaguda trazabilidad, se fue corriendo a por algo más. Y es que ser el portador del anillo es un oficio que desgasta mucho.

Por su parte el cámara apenas probó bocado del grasiento emparedado que se había agenciado. Este era más de café y cigarrillos.

Era esta otra de las virtudes del Romera. Se podía fumar. Cualquier cosa. No era raro que el aroma de los porros que fumaban los avezados estudiantes se entremezclase con el olor de la fritanga.

El Romera, al fin y al cabo, era un reducto de perversión que daba cobijo a los mandriles más rebeldes y denostados de la universidad. Ello explicaba que el Rector y todos sus antecesores hubiesen tratado de cerrarlo de manera recurrente.

Exhausto tras haberme ventilado un par de cervezas que había apoquinado Gúntz (o más bien la televisión esa para la que trabajaba) y con los dedos manchados de grasa un ladrido me sacó de mi ensimismamiento. ‘Vámonos, que se nos va el día’ ordenó Felisón. Dado que yo no renunciaba a llevar la iniciativa el traductor decidió tomar las riendas del asunto.

‘Claro, claro’ respondí tragándome de golpe un café que sabía a alquitrán.

Raudos y veloces ocupamos nuestro lugar en el monovolumen. Me tocó de copiloto. Era yo el que tenía que consagrar la ruta. El encargado de descubrir a aquellos teutones los lugares secretos en el que se fraguaba la producción hortícola más importante de ‘Uropa’.

Entre vapores etílicos pusimos rumbo al poniente almeriense.

A esas horas, por la A7 dirección El Ejido, el sol te ciega. No me extrañaron las gafas de sol de Güntz. Eran tipo accesorio francotirador que se prende a la montura de las gafas originales con una pinza. Le quedaban bien. Un tipo aparentemente inofensivo que se puede convertir en un depredador.

Conocí algo de la vida de Felisón, que aprovechó el mutismo de los alemanes para exponerme su recorrido vital. Me contó que era argentino. Había emigrado a Alemania y allí se había casado. Un año vino de vacaciones a Almería y aquí se quedó. Le encandiló la luz, el cielo escandalosamente azul. Él era pintor. Aunque había hecho de todo en la vida lo suyo era pintar decía. Era un artista. Dejó a su mujer, se estableció en un cortijo y se levanta tarde. Cuando llega el ocaso empieza a pintar. Para vivir vende algún cuadro, o hace de guía turístico. O de traductor como en esta ocasión.

Fuimos dejando atrás localidades tan polvorientas como Vicar y La Mojonera . Güntz soltó un improperio que en realidad era una frase en alemán. Félix me lo tradujo. Quería saber si La Mojonera era un topónimo de algo. Nada más hacerme la pregunto el propio Felisón se contestó así mismo buscando mi complacencia: ‘Explícale al voludo este que es donde se fabrican los mojones, ¡jua, jua, jua!’, explotó en una carcajada.

Asumí la broma con cara de póquer, la misma que tenía Güntz, que no entendía nada. Le dije que aquello era un nombre propio, sin ningún significado especial.

Empezaba a estar harto de Felisón, su verborrea y trato familiar. Yo quería mostrarle que había un abismo entre nosotros. Pero no se desanimaba. No se creía mi papel de científico gruñón. Me trataba como a un chavalito con aires de intelectual y un poco pretencioso.

Frodo seguía con su sonrisa Colgate. Era sospechosa tanta beatitud. Probablemente se hubiese fumado, muy de mañana, todo lo que el cámara se administraba en pequeñas dosis. Un gran porro mañanero de medio kilo de maría podía explicar esa cara como de medio susto, a punto de descojonarse.

Con tan agradable compañía fuimos devorando millas hasta llegar al cruce que Parrita me había señalado en el mapa.

No lo tenía muy claro. En medio de la confusión, tras el seminario, Paco Parra había garabateado unos cuantos puntos clave en el mapa provincial que le presenté. A la par me había explicado qué caminos secundarios y atajos tomar, y yo había asentido a cada instrucción sin prestar atención, noqueado tras su negativa de acompañarnos.

Estaba solo ante el peligro. Y ahora rezaba para que la salida elegida llevase a alguna parte.

Seguimos por la vía de servicio pero no vi la nave azul que el ínclito Parrita había dado como referencia.

Buscaba una cantera excavada en los contrafuertes de la cara sur de la sierra de Gádor. De allí salían los áridos con los que se levantaban los invernaderos, cada vez más sofisticados. Las endebles cañas y plásticos empezaban a ser sustituidos por sólidas bases de hormigón y muros de roca en los que se apoyaban naves de fibra de video con aspecto de factorías marcianas.

Cuando detecté las cicatrices sobre el territorio indiqué resuelto a Güntz que tomase el primer camino de ripio que subía en aquella dirección.

En poco tiempo nos colocamos sobre los taludes cimeros. Vimos el estropicio practicado en toda su extensión. Al fondo unas lagunas fétidas llamaban la atención en un paraje tan escaso de humedad.

De tanto excavar se había llegado al nivel freático y algunas colonias de aves se habían establecido en aquel oasis artificial. Expertos de otros campos de investigación definían aquello como ‘una externalidad positiva de los invernaderos que además de producir comida engendran vida.’ Y además te lo podían demostrar con ecuaciones. Obviamente sujetas a supuestos de dudosa procedencia.

Por no aguarle la fiesta a Güntz, el cual seguía apuntalando en su grueso cuaderno de anillas un argumento de cataclismos, no dije nada.

Por fin había elegido donde rodar la primera escena y el equipo tomaba posiciones.