Naturaleza emblemática y pisoteada

Las aeronaves lucen orgullosas la estampa de una gacela. La silueta adorna la cola del avión, el lomo del fuselaje. La flota de Qatar airlines descansa, orgullosa, imponente, en las pistas del aeropuerto de la capital, la base logística de la compañía. Cualquiera podría razonar que los habitantes de ese país sienten un verdadero amor y respeto por las gacelas. Que la representan para simbolizar todos aquellos valores de los que se quieren hacer guardines: la elegancia, la libertad, la armonía.

Blog_152

Apoderarse de un símbolo atractivo no es nuevo en la historia. Es algo atávico. El ser humano quiere creer que al adoptar una de estas especies emblemáticas como icono se apropia de las propiedades de ese animal. Se recubre de un aura mágica. Es como hacerse de un equipo ganador. Uno quiere creer que también ha ganado algo. Se identifica con el triunfo, ¡hemos ganado! (nótese como un aficionado a los deportes suele utilizar el plural mayestático cuando el equipo gana y la tercera persona del plural cuando pierde).

Así, en Brasil, imprimen billetes con la silueta de animales magníficos. En Andalucía presumen del lince todo lo que pueden. Es el animal más amenazado ¿más que el tigre o el jaguar? Siii, mucho más, el que más. Se escucha. Como una muestra de orgullo y resistencia. Y en la India el tigre es un poderoso imán de turistas. El tigre es nuestro. Somos como tigres.

Y qué decir de los leones, tan presentes en escudos y banderas. Una muestra de garra. De poderío.

Raro es el lugar en el que no se presuma de la Naturaleza. De tener el símbolo más puro. El más fiable. El mejor.

Vayamos a los hechos prácticos.

Las gacelas de las que tanto presumen estas compañías aéreas sobreviven en un corral junto a la Alcazaba de Almería. Los investigadores a su cargo tratan de rascar fondos de aquí y allá para llevarles pienso y que no muera el último ejemplar de la especie. Cualquier intento de devolver a la libertad estos ejemplares y tratar de que las poblaciones se rehagan ha fracasado. En cuanto se suelta una gacela en el norte de África algún Emir del Golfo se encarga de abatirla. O algún europeo medio adinerado. Es carne muy cotizada para los banquetes de boda. Claro es que, dicen, transmite felicidad conyugal cuando te la comes, y fertilidad, y armonía. Por otra parte sus cuernos quedan muy bien en el salón. La gacela es my emblemática. Pero lo que realmente satisface es descerrajarle dos tiros y ver cómo la armónica estructura cae fulminada. Ese instante en el que le revienta el pecho es magnífico. Dibujémosla. Es tan bella esa muerte súbita que vamos a decorar todos los aviones con gacelas. De puta madre.

En la India apenas quedan tigres. Hay que decir todo. Sobreviven en los antiguos cazaderos reales. Todo lo que pasó a manos del pueblo fue arrasado. Los huesos de los tigres valen mucho en los mercados asiáticos. Dicen que es un vigorizante sexual de primera mano. Así que vamos a poner cartelitos con tigres para que vean que los cuidamos mucho. Y luego si los turistas no ven ni un tigre decimos que es que son muy astutos y no se dejan ver. No quedan tigres porque, en general, la población prefiere verlos muertos.

Y que me dicen del lince. Muy emblemático. Muy interesante que se recupere la población de linces. Pero no en mi finca. No, aquí no hay lince. Dile a Ventura, el mayoral de la finca, que si ve un lince que lo mate, que ponga lazos. Que como los ecologistas se enteren de que hay lince nos intervienen la finca y tenemos a la Junta dando por saco. No, si a mí los linces me parecen muy bien. Pero en otro sitio.

Blog_151

¿Y Brasil? Los billetes son muy monos. Demuestran sensibilidad. El Gobierno apoya la defensa de estos animales. Son un patrimonio sin igual. Pero la soja da dinero. Da billetitos de esos de colorines que imprimimos. Y es necesario que se desarrolle el país. Luego, ya si eso, protegeremos la fauna.

¿Y los leones? En una reciente noticia se dice que se ha pasado de 200.000 ejemplares a 15.000.

Nos gustan mucho los simbolitos. Pero nada más. Se ha perdido cualquier residuo de conexión con la Naturaleza. Porque hay un símbolo que domina a todos los demás: $.

Por la sierra de Gádor: breve historia de la desertificación

La sierra de Gádor, como todas las sierras costeras del sureste peninsular, tenía en tiempos una cubierta vegetal homogénea que consistía principalmente en encinas, aunque también se podían encontrar robles. El bosque se fraguó aprovechando el pico de humedad ocurrido durante la pequeña Edad del Hielo ocurrida hacia el año mil seiscientos. Aunque progresivamente las condiciones de aridez se fueron imponiendo, el bosque se pudo mantener. La bóveda arbórea proveía sombra y frescor, permitiendo la germinación de las bellotas.

El aspecto desolado que presenta en la actualidad no se debe, sin embargo, a la llegada del clima semiárido. No ha sido una cuestión de mala suerte la desaparición de los Quercus. La mano del hombre ha tenido que ver en ello. Por eso se habla de desertificación. Y es que los desiertos pueden tener dos causas: las exclusivamente climáticas como ocurre en Atacama o el Sáhara, o aquellos lugares en los que, además del clima, interviene el ser humano [1].

 

Características lomas peladas de la sierra de Gádor

El caso de la sierra de Gádor es de libro y su historia encaja en el proceso genérico de desertificación descrito en la literatura científica [2]. Sucintamente puede referirse de la siguiente manera: un ecosistema que venía utilizándose dentro de unos límites sostenibles se enfrenta a una anomalía que, puntualmente, permite al ecosistema ofrecer más recursos de los que históricamente la población está acostumbrada a utilizar. Estas perturbaciones pueden ser de tipo climático o tecnológico, o puede ser la aparición de nuevos mercados. Es como si de repente la tierra diese más de lo que habitualmente daba. Ante la transitoria exuberancia la población aumenta su tasa de extracción de recursos, y el balance migratorio es positivo. Se vive un período de riqueza (material) y prosperidad. Pasado un tiempo la perturbación desaparece. Pueden suceder dos cosas: que la economía vuelva a redimensionarse a su estado original o que se tome por perenne el espejismo de abundancia. En este segundo caso llega un momento en que al verse superada la tasa de renovación de recursos por la de extracción se producen daños que son irreversibles a escala temporal humana. Daños estructurales que convierten en inhabitable un lugar que antes, mal que bien, daba, al menos, para sobrevivir.

Hasta principios del siglo XIX el bosque que cubría la sierra de Gádor se utilizaba para diversos fines. Existían caleras que permitían fabricar cal a partir de la abundante roca caliza mediante su combustión. La gente utilizaba la leña para calentarse y cocinar. La trashumancia atravesaba la sierra y se instalaba en ella durante los tórridos veranos, aprovechando sus pastos de altura (a más de dos mil metros). Prueba del uso ganadero es que el territorio está tachonado de aljibes que completaban el aporte de las fuentes naturales, aunque éstas eran abundantes debido a la peculiar estructura geológica de Gádor. La alternancia de materiales calizos del cretácico atrapa el agua de lluvia y las launas –una arcilla procedente de la alteración de las filitas- forma capas impermeables por las que el agua subterránea se canaliza hasta aflorar en superficie y dar lugar a manantiales [3].  

Además de los aljibes otras construcciones delatan la importancia de la trashumancia en la zona. La venta de la Mamona, situada al pie de la loma de la Puta, y no muy lejos de los Llanos de la Pedorra y la loma de Cagasebo, debía de ser un lugar de encuentro de los pastores de la zona. (Los topónimos deben retratar a personajes significativos de la época, digo yo).

 

Componentes de un aljibe tradicional. La altura de la trampa de sedimentos, a más de un metro de altura, indica un diseño preparado para funcionar solo en fuertes episodios de lluvia

Empezando el siglo XIX empezó a extraerse plomo de las entrañas de la sierra [4]. Probablemente la existencia del mineral era algo conocido por la población local. La novedad fue que irrumpió con fuerza un nuevo mercado. El plomo se pagaba bien. Las primeras explotaciones eran muy rudimentarias. Excavadas a pico y pala aun hoy se detectan en el paisaje pequeñas graveras que las delatan. Son el preludio de peligrosos agujeros, donde las piedras resuenan, al tirarlas, en su viaje hacia el centro de la Tierra. Estas explotaciones familiares requerían esparto y leña para fundir el metal. Comenzaron a abrirse notorios claros en el frondoso bosque.

 

Entrada a una mina familiar. Debían descolgar a los niños para que pudiesen acceder a las vetas de plomo

La pujanza del mercado desató la fiebre del plomo. Aquello no era Alaska, pero el sector fue muy importante para España. Tanto que sirvió para equilibrar la balanza de pagos del país. Las precarias minas se convirtieron en verdaderas factorías que daban trabajo a mucha gente. La comarca se convirtió en un polo de atracción. El combustible para fundir el plomo estaba muy a mano. El bosque fue talado sin piedad. Además había que calentar y dar de comer a una población que no dejaba de aumentar. Las laderas que rodeaban a los núcleos de población fueron desmontadas y abancaladas.

Se cuenta que un pastor pidió que le dejasen al menos una sombra para resguardarse del sol. Pero el capitalismo había llegado con fuerza. Se fijó un precio para el árbol. Dos reales. Que el pastor pagó [5]. Hoy la encina sobrevive como un coloso de los tiempos. Pese a su proeza, el haber aguantado la indiscriminada tala, aún tiene que soportar que la pintarrajeen y la maltraten.

 

La encina de los dos reales. Cuesta imaginar que hubo un tiempo en el que encinas de este porte no eran excepcionales.

Los ingleses llevaron sus inversiones a otra parte cuando el plomo ya no se derrumbó su cotización. Gádor salió muy malparada de aquella época de dinero fácil. El suelo quedó sin la protección que le daban los árboles. Las lluvias –que tienden a ser torrenciales en esta zona- lo arrastraron con facilidad. Ya no había sombra ni humedad para que prosperasen las bellotas. Por no haber no había ni bellotas. Se intentaron repoblaciones con pino carrasco (P. halepensis) y pino salgareño (P. nigra). Los ejemplares son pequeños, bastante hacen con el suelo que ha quedado. Prosperan las genistas, algunos lentiscos y retamas, aunque el matorral dominante es, sin duda, el esparto.

La pérdida de suelo puede deducirse también de otras pistas, más sutiles. Que pasan desapercibidas al inexperto, como yo.  El afloramiento de roca madre, karstificada , es delator. La karstificación es un proceso de erosión química de las rocas calizas. Es lo que hace que, como decíamos antes, se conviertan en esponjas que acumulan agua. Este proceso de disolución en superficie es imposible en las condiciones de aridez de la zona, puesto que no hay agua suficiente. Sin embargo, las rocas enterradas sí son susceptibles de ser disueltas, dado que la tierra que las rodea retiene la humedad y prolonga el proceso de disolución. La aparición de rocas karstificadas en superficie sólo puede significar una cosa: que la tierra que las cubría ha desaparecido.

 

Afloramiento de rocas karstificadas

Aún hoy quedan rebaños de ovejas que aprovechan los pastos. Joaquín y sus magníficos perros las encierran en el aprisco. Joaquín se turna con su hermano para pasar las noches en el pequeño cortijo. Es una vida dura, a la intemperie, lejos de las comodidades. Es una vida un poco más auténtica, escuchando el viento milenario, atento al cambio de tiempo. A si va a llover o hacer viento. Encendiendo lumbre y escuchando la respiración de uno mismo mientras se calienta la comida.

 

Rebaño en el Llano de los Juanes.

La sierra de Gádor perdió su patrimonio. Su bosque. Su suelo. Ahora es una tierra pobre que la gente evita. La agricultura de invernadero o el boom inmobiliario han sido los reclamos más recientes para salir huyendo de un lugar que parece no tener futuro. En la que es difícil ganar dinero rápido. La sierra de Gádor es una tierra de paso, que ya no se recuperará del zarpazo que le dimos en su momento.

Algunas cuestiones y reflexiones a modo de corolario:

– El bosque surgió tras una primera anomalía, la Pequeña Edad del Hielo.

– El precario modo de vida de los habitantes de la zona permitió que se conservase el bosque. Cuando surgió una manera de salir de la pobreza (la segunda anomalía) entonces empezaron a explotarlo por encima de su velocidad de renovación ¿Es incompatible superar el umbral de la supervivencia sin destruir los ecosistemas?

– ¿Es habitable un ecosistema prístino? Los aljibes, por ejemplo, requieren degradación para su funcionamiento. Necesitan que la ladera que recoge el agua esté libre de vegetación. No se puede vivir sin degradación. Pero tampoco se puede vivir con mucha.


[1] Desertificación es la degradación de las tierras de zonas áridas, semiáridas y subhúmedas secas resultante de diversos factores, tales como las variaciones climáticas y las actividades humanas.

[2] Puigdefábregas, J., 1995. Desertification: stress beyond resilience, exploring a unifying process structure. Ambio 24 (5), 311–313.

[3] Parece mentira que Enix, una de las localidades de la sierra, condense en cuatro letras tanta historia y geografía: la terminación en x es de origen púnico, y las tres primeras letras derivan de ain, palabra árabe que significa fuente.

[4] Un estudio detallado de la cuestión puede encontrarse en este magnífico trabajo: García-Latorre et al. 2001. Dealing with aridity: socio-economic structures and environmental changes in an arid Mediterranean region. Land Use Policy 18: 53-64

[5] Ejemplo que ratifica a aquellos que defienden poner un precio a los bienes ambientales, véase ¿Cuánto vale la Naturaleza?

¿Cuánto vale la Naturaleza?

Desde hace unos años los científicos sociales se están planteando esta cuestión. Con la premisa de que lo que no tiene precio no vale nada, en el mundo de las ciencias sociales, particularmente en el área de economía –algunos de los cuales sustentan la hipótesis anterior- hubo una explosión de creatividad para tratar de poner en cifras el valor de la Naturaleza. La intención era muy buena: se trataba de hacer consciente a la sociedad de que más allá del PIB hay cosas como el aire limpio, los bosques o la vida animal que son también riqueza. Es decir, que ampliar la batería de indicadores que sintetizan el estado de un país o una región puede dar una imagen más completa de la situación. Es importante el PIB, pero también que haya más o menos masa forestal. Ese era el mensaje que se pretendía trasladar.

Con ello se abanderaba la conservación de los recursos naturales y el respeto por la Naturaleza.

A finales de los 90 Costanza[1] y un enorme grupo de investigadores (englobado en ese et al. de las publicaciones científicas) detallaron en distintas partidas el valor total del Planeta. Más concretamente evaluaron los servicios medioambientales que la Naturaleza provee al ser humano. Aún hoy muchos trabajos de investigación citan este artículo en su introducción.

La pregunta se las trae. No es fácil de contestar. Además de ser compleja encierra una perversidad ajena al contexto en la que se fraguó. Vayamos por partes.

La complejidad es fácil de intuir. Como siempre se ha hecho en ciencia, siguiendo la máxima ‘divide y vencerás’, la forma de acometer una gran cuestión es dividirla en trocitos. Solventar cada trocito por separado y después rezar para que al volver a juntar los trocitos la solución suma de esas partes sea válida.

Y es ahí donde las cosas empiezan a fallar porque las piececitas no encajan.

Los servicios medioambientales, las piececitas, son cosas como la fijación de carbono, el  control de la erosión, el reciclaje de nutrientes, el control biológico de plagas o la regulación de riesgos naturales, que pueden ser más o menos obvios. Pero hay otros más subjetivos e indefinidos, como el servicio paisaje o el valor de opción de un territorio.

El primer problema es que estos servicios no son ‘limpios’, en el sentido de que hay una interdependencia entre ellos. La Naturaleza no es un ensamblaje de unidades independientes. Por ejemplo, el servicio almacenamiento de agua no es exclusivo para el ser humano. Parte se ‘pierde’ al ser consumida por la Naturaleza para su propio ‘funcionamiento’. Así, parte del servicio almacenamiento de agua revierte en el servicio ‘biodiversidad’ o el de provisión de oxígeno.

A veces la distinción entre servicios plantea cuestiones filosóficas. ¿Cuál es el valor de las especies animales y vegetales, el de la biodiversidad? ¿Es un valor per se? ¿O es un valor porque producen servicios como el control de plagas y el de polinización? En ese caso, ¿los estamos contando dos veces?

Es difícil, pues, separar la Naturaleza en compartimentos estancos y estáticos.

Sin embargo, mediante una serie de hipótesis, se pueden llegar a establecer una lista de servicios. Aparece entonces una batería de nuevos problemas y soluciones de lo más variado, demostrando que los investigadores tienen ingenio e imaginación.

Al final han conseguido colocar una cifra al lado de cada servicio.

Algunas de las metodologías no son conceptualmente complicadas. Sólo requieren una buena base de datos. Así, el servicio fijación de CO2 consiste en calcular cuánto carbono fija la masa forestal de un determinado lugar (ello requiere conocer tasas de crecimiento según especie, compasión de esa masa forestal…) y multiplicar por el precio de la tonelada de carbono que se establece en un mercado.

Otros servicios, como el de control de la erosión, requieren métodos más sofisticados. Cuando se quita cubierta vegetal, cuando se le arranca la piel a la Tierra –la tala de un bosque- se disparan las tasas de erosión debido a que la lluvia no encuentra obstáculo en su golpeteo y la escorrentía formada arrastra el suelo, previamente retenido por el entramado radicular. Una manera de calcular el valor de este servicio es a través del coste de reposición de una tonelada de suelo fértil. Así, multiplicando las unidades de fertilizante necesarias para restituir el contenido medio de nitrógeno, fósforo y potasio de un suelo, por el precio de un fertilizante tipo nos da el coste de reposición de los nutrientes básicos. Lo mismo se puede hacer con el agua que acumularía el suelo perdido, o con la materia orgánica.

Pero además hay que sumar los costes derivados de los daños que produce el suelo fuera de su lugar. Normalmente el suelo erosionado acaba en el fondo de los embalses, disminuyendo considerablemente la vida útil para la que fueron diseñados. Y además hay que computar el deterioro de las conducciones e instalaciones relacionadas con el transporte de agua como consecuencia del aumento de sedimentos.

Y luego hay otros servicios que requieren verdaderas piruetas para ser estimar su valor, como el paisaje. Aquí se recurre a crear mercados artificiales a través de encuestas, utilizando métodos como la valoración contingente. Métodos que se forjan sobre numerosas hipótesis y que tienen muchísimas notas a pie de página. Métodos discutibles y fácilmente manipulables, en los que el investigador puede estar más o menos atento a las interpretaciones que se hagan de su trabajo.

El caso es que finalmente se obtiene un numerito. La Naturaleza está en el mercado, medida en euros. Comparable a otros bienes y mercancías. Y es entonces donde nos topamos con las perversidades.

. A medida que se dejan de observar las anotaciones a pie de página de los investigadores y a medida que se pierde de vista el objetivo inicial de este tipo de ejercicio, las interpretaciones y usos de estos números pueden ser espeluznantes.

¿Qué sucede si en el mercado de CO2 baja el precio de la tonelada?

Que el bosque se deprecia. El bosque sigue haciendo exactamente las mismas funciones. Pero se ve afectado por las fluctuaciones de un mercado que le es completamente ajeno.

Con el argumento de que si no tiene precio no vale nada nos vamos acercando a este tipo de cosas. La Naturaleza empieza a convertirse en una mercancía.

Una aseguradora puede conocer cuánto vale el bosque que se quemó. Paga y punto. El que tenía un bosque ‘tiene’ euros o dólares. Que se deprecian. Un bosque no se deprecia. La especie águila imperial no se deprecia. El aire puro no se deprecia.

Las precisiones de los que hacen este tipo de investigaciones van quedando en forma de letra pequeña, ilegible.

Otros ‘investigadores’, o lo que sean, justifican abiertamente cuantas aves de presa pueden eliminarse de un coto de caza para que las cuentas del negocio sean más boyantes. No puede ser que las águilas coman su ración diaria de caza menor. Así que hay que liquidar unas cuantas águilas. Todo se justifica con unos cálculos que impresionan: sumatorios por todos lados, líneas de ecuaciones, tablas de datos. Todo muy aparente, con su marchamo ‘científico’.

Hay cosas que no se venden. Que no tienen precio. Su valor es infinito.

¿Qué pensarían los que defienden el mercado como solución de todos los males y utilizan los más sofisticados indicadores económicos hasta para saber cuando tienen que orinar si les propusieran que expresasen en milímetros de suelo fértil el PIB de un país?

Qué es absurdo. Pues eso pienso yo de la pregunta que da título al post.


[1] Costanza et al., 1997. The value of the world’s ecosystem services and natural capital. Nature 387, 253 – 260

Mohammed y sus sandías

Mohammed sonríe ufano. Está acuclillado. En su campo de cultivo. Los terrones de arena oscuros por la humedad todavía conservaban su estructura compacta. Y eso que hacía varios meses que habían arado. No se han disgregado. Y es que aquí llueve poco. Mohammed sigue sonriendo cuando se le pregunta por su cosecha. La sonrisa, bajo un bigotazo espeso de aspecto mucho más recio y saludable que la desdentada dentadura, se convierte en una explosión de entusiasmo.

No sé lo que dice. No le entiendo. Un improperio de sonidos guturales acompañados de exagerados ademanes y una mirada de tío loco que, empiezo a pensar, puede desembocar en una escena violenta como le dé por arrancarse con el azadón. Pero por lo que traduce el intérprete no parece estar enfadado. Sino muy contento. Lo que pasa es que es un tipo muy vehemente este Mohammed.

Que lo mismo ni se llama Mohammed. Le he puesto ese nombre porque el protagonista de la historia algún nombre tiene que tener. Y estando en territorio marroquí es fácil acertar si se le llama Mohammed.

El motivo de satisfacción del tal Mohammed es su cosecha de sandías y patatas. Las va a vender y se va a forrar. Y luego pondrá más. Intentará hacerse con algo más de tierra y así conseguir una cosecha aun mayor. Su ambición parece no tener límites.

Mohammed muestra orgulloso su campo de cultivo fertirrigado con la última tecnología. A la derecha una sandía en detalle.

Pero sí. Hay un pequeño problemilla. Y tiene que ver con la localización geográfica de la plantación de sandías. Está al borde del Sahara. Llueve muy poco. Poquísimo. Unos 50 milímetros al año[1]. Y las sandías necesitan entre 200 y 350. Y bien dosificados. Como tres milímetros al día. No vale que le caiga el agua en dos o tres chaparrones. O que se tire cuatro años sin llover, como ocurre aquí.

¿Cómo ha solucionado esto Mohammed? Haciéndose un pozo y montando una red de riego por goteo. Es eso lo que le hace tan feliz. Tener agua a espuertas. Después de años y generaciones arrastrándose por el polvoriento desierto. Yendo con los dromedarios y las cabras de arbusto en arbusto. Persiguiendo cualquier mínimo atisbo de materia vegetal que pudieran ramonear las bestias. Repartiendo el agua que subían del pozo artesiano entre rebaño y familiares.

Y ahora, aprovechando algún proyecto de desarrollo del Gobierno tiene la posibilidad de sacar toda el agua que quiera. Esboza la sonrisa de la victoria. Siglos de privación le sacan una actitud arrogante para explicar –a través del intérprete- que tiene el riego funcionando veinticuatro horas al día. Es decir, siempre.

Pozo artesiano situado en un cruce de caminos y que sirve a los nómadas como punto estratégico. A la derecha: día de lluvia en los límites del Sáhara.

Estamos en la cuenca de Oued-Mird, un ‘afluente’ del Draa. La ciudad más cercana es Zagora, que es donde nos alojamos. Hasta aquí nos ha traído un proyecto de investigación, denominado DeSurvey, cuyo propósito es estudiar casos de desertificación por el mundo -para ver si sacamos un hilo argumental común- y evaluar la degradación que ha tenido lugar.

Nos ha tocado lluvia, lo cual desvirtúa un poco la situación habitual de la zona. Sin embargo no hay mal que por bien no venga porque estas condiciones nos permiten observar cómo se comporta el sistema en su máximo.

Y lo que vemos son algunos charcos. Un reguero que recorre el Draa. Y nada en Oued Mird. El agua que ha caído ha sido absorbida por el arenoso suelo. Parte de ella queda atrapada en lo que se conoce como acuífero aluvial. Esto no es sino un material poroso constituido por rocas y material fino que atrapa entre sus intersticios al agua superficial que se ha filtrado. El acuífero[2] ocupa el fondo del valle y ahí también va a parar la lluvia que cae en las montañas que delimitan la cuenca.

Tradicionalmente este lugar ha dado un escaso rendimiento económico al ser humano. La única manera que durante siglos se encontró de sacarle algún partido era el nomadismo. Ir con animales que rumian cualquier cosa y que son resistentes a la sed y el calor. Y el propósito de los nómadas es aprovechar estos recursos gratuitos y transformarlos en animales vivo, su reservorio de riqueza[3]. En otras sociedades, en otros tiempos, los seres humanos nos hemos preocupado por acumular capital o pisos. Los nómadas acumulaban el máximo número de animales posible. Y daba igual su estado. El caso es que se mantuvieran vivos. Un nómada es más o menos rico en función de los animales que tiene.

Un pastor en su recorrido por el secarral de Oued Mird. Normalmente conducen rebaños mixtos de dromedarios y cabras. En su búsqueda de comida estos animales –y el pastor- pueden hacer sesenta kilómetros diarios. A la derecha unos dromedarios ramoneando la dura acacia, una de las pocas especies arbóreas que sobreviven a las duras condiciones imperantes.

Y así fue durante muchos años. Siguiendo las erráticas lluvias. Buscando las manchas de pasto que eran efímeras. Volviendo a los inverosímiles bosquetes de acacias que sobrevivían al perpetuo calor y la sequedad. Coordenadas secretas que memorizaban y traspasaban a la siguiente generación. Así aguantaron.

En nuestro recorrido por Oued Mird vemos que algunos de los nómadas se han establecido en granjas. Siguen teniendo rebaños que llevan a pastar por la zona. Por eso su vida no es aun completamente sedentaria. Esta agricultura de oasis –que empezó en los años setenta del pasado siglo- es muy completa y se estructura en torno a tres capas de cultivos: el primero a ras de suelo, formado por diversas hortalizas, algún cereal y alfalfa; después están los frutales y como techo las palmeras. Todo esto, sumado a los animales, les permite ser autosuficientes. Además cuentan con la henna y los dátiles como cash crop (de nuevo el inglés nos proporciona una palabra bastante intuitiva) que intercambian en la ciudad por dírhams y así poder comprar cosas como utensilios para poder cultivar la tierra y enseres que no pueden producir por sí mismos.

La existencia de esta vida más terrenal, más ligada a un terreno, pivota sobre el suministro de agua, que sale de un pozo artesiano excavado con mucho esfuerzo. Se hizo a pico y pala, hasta pinchar el nivel freático, a unos quince metros de profundidad. El agua se saca tirando de una polea. Con fuerza humana o animal. Si el nivel del acuífero baja mucho el agua entonces deja de ser accesible y todo el sistema se cae.

Granja autosuficiente en Oued Mir y hojas de henna secándose al sol para su posterior comercialización

Para que eso no suceda, algunos de los nómadas que se habían hecho granjeros han dado un salto definitivo hacia la sedentarización y la seguridad alimentaria. Esto nos permite esbozar el tercer tipo de gente que vive aquí: gente tipo Mohammed.

Uno de los inventos del siglo pasado que han tenido un gran impacto en el bienestar del ser humano han sido los equipos de bombeo y de perforación. Permiten extraer agua de una manera más cómoda y fiable. A medida que pasaron los años se empezaron a hacer asequibles a muchos bolsillos. Y así se fue extendiendo su uso por todo el planeta.

El Gobierno marroquí ha financiado la adquisición de estos equipos. Una vez asegurado el caudal de agua los nuevos granjeros empezaron a apostar por determinados productos, aquellos que se pagaban mejor en los mercados. Dejaron de lado a sus animales y a la panoplia de cultivos que les permitían ser autosuficientes. Se decantaron por la pasta. Como todos nosotros. Al fin y al cabo una manera de acumular riqueza más cómoda. Cabe en un calcetín. O en un colchón. En cambio meter un rebaño de dromedarios en un colchón o intercambiarlo por otros bienes resulta poco práctico. Tiene sus ventajas acumular riqueza en papel. Aunque también tiene desventajas. Por ejemplo que el papel no se come.

Como nuestro trabajo consiste en tratar de averiguar por qué pasan las cosas y cuáles son las consecuencias de utilizar el territorio de una manera u otra empezamos a hacer(nos) algunas preguntas. Algunas son contestadas. Para otras no hay respuesta. Y no es que Mohammed no la sepa. Quizás es que no exista respuesta para algunas cosas.

La primera cuestión es muy obvia. Y consiste en saber si Mohammed anda preocupado por si se le acaba el agua. Que aquí no llueve mucho. La verdad es que el tipo está muy seguro de sí mismo. Ha hecho un pozo que se mete en la roca madre. Un metro. Para que cualquier gota de agua que piense en escapar a la succión de la bomba caiga en ese cilindro tallado en la roca. En cualquier caso si el agua se acaba se dedicará a otra cosa. Lo que le importa es sacarle el mayor partido posible cuanto antes, y después ya veremos. No. Eso de las generaciones futuras no le importa mucho. Él y su familia han sufrido durante muchos años así que ahora es su turno. Por eso se le ve frenético. Con prisa por que crezca esta cosecha para poner otra y después otra. No sea que el agua se acabe. Claro. No es estúpido. Sabe que más gente está poniendo este tipo de equipos de bombeo. Así que cuanto antes se enriquezca mejor.

Desde el punto de vista científico a este proceso de agotamiento de los recursos lo llamamos desertificación. Es paradójico que lo llamemos así. A veces nos sorprende a nosotros mismos. Si esto ya es un desierto ¿cómo es que se desertifica? La razón es que este territorio cuenta con una reserva de agua y el uso intensivo que se le está dando va a acabar con ella. Dentro de unos años no tendrá agua. Ni nada más. La desertificación es un proceso de degradación en la que un territorio pierde opciones respecto a la situación de partida.

Continuamos viaje, recorriendo la cuenca de Oued Mird hacia el sur. Encontramos la otra cara de la moneda del esplendor y prosperidad de la que se enorgullece Mohammed. El agua que ha tardado décadas, sino siglos, en acumularse, se está sacando a un ritmo altísimo. Ya hemos visto que las bombas de agua pueden estar operativas día y noche. Por eso el nivel freático va bajando. Y los pozos menos profundos se secan. El lugar es abandonado y pronto los elementos empiezan a desmoronar las construcciones de adobe, devolviendo los minerales a su disgregación original.

Esa es la consecuencia inmediata. Pero hay otras. Igual que los pozos se secan las raíces de las acacias no alcanzan a un agua cada vez más profunda. Estos árboles tan duros, que aguantan en el límite del desierto, también se secan. Ahora ya no queda nada que ramonear. Ahora empieza a ser un desierto intransitable, sin islas de vegetación en las que se pueda parar a la sombra. Sin un pozo en el que los viajeros o los nómadas puedan calmar su sed.

Granja abandonada tras la caída del nivel freático. Tocón de acacia y acumulación de arena.

En nuestra ruta ‘aguas abajo’ nos encontramos con signos evidentes de degradación. Al establecerse de forma más o menos permanente los rebaños pisotean y pastorean con mucha más frecuencia que antes determinados lugares. Además la recolección de leña para cocinar o calentarse ha acabado con la escasa masa forestal y arbustiva de la zona. Aunque hay una ley que prohíbe arrancar árboles vivos no hay ninguna que impida utilizar la madera de árboles muertos. Así que el personal procede de la siguiente manera: golpeando al árbol, haciéndole cortes, partiéndole las ramas, hasta que está oficialmente muerto y ya se puede talar. La desaparición de la vegetación hace que el suelo se movilice y aparezcan campos de dunas. Nuestros compañeros marroquís están consternados ante semejante espectáculo. Los bosquetes de acacias han desaparecido y las dunas van invadiendo el paisaje. Todo está conectado con el uso desenfrenado de las aguas subterráneas. Sí. Hay degradación. Y es más importante de lo que parece. Porque son los márgenes del desierto los que se rompen. Esas zonas de contención aparentemente improductivas y con pinta de desierto.

¿Dónde está el origen del problema? ¿Es el irresponsable Mohammed, que no le da la gana de cerrar el grifo? ¿O el Gobierno, que es el que le ha dado el grifo? Alguien cuyo pasado es ser nómada no va a tener problemas de adaptación al agotamiento del acuífero. Cuando se acabe desmonta el chiringuito y se va a otra parte. Y al Gobierno esto del medioambiente le da un poco igual. En general a todos los gobiernos. Es una cosa que ‘está bien’, maquilla y vende electoralmente –cuando no hay crisis-, pero que no puede competir con materias como la seguridad o la economía de un país. Es algo menor. Al Gobierno le interesa subvencionar a gente como Mohammed y tenerlos de su parte. Esta zona es fronteriza con Argelia y es mejor, en caso de conflicto, que los nómadas que van de aquí para allá y pueden dar problemas –al fin y al cabo no estaban bajo el control de nadie- estén de parte del Gobierno que los está enriqueciendo.

Otra pregunta relevante es si el deterioro producido es reversible o no. Y si afecta a temas ‘más importantes’, como la economía. Obviamente no parece muy acertado y sostenible cultivar sandías en el Sahara. En pocos años, cuando se vacíe el acuífero, allí no se va a poder vivir ni de las sandías, ni de la henna. Ni siquiera del pastoreo errático. Habrá quedado inutilizado y despoblado. Es probable que el acuífero, al cabo de un par de siglos, se rellene. Más difícil será que las acacias recolonicen el territorio, ya que éstas eran los remanentes de una sabana que hubo aquí en tiempos climáticos más húmedos.

La cuestión de fondo es que el interés por preservar los ecosistemas no tiene como objetivo satisfacer ciertas inquietudes estéticas o morales, sino salvaguardar el sustento de generaciones futuras y actuales. En un lugar como Oued Mird, que parece un desierto pero que está en proceso de desertificación, dilapidar la reserva de agua para regar sandías es una sandez mayúscula. Podría utilizarse de una manera más inteligente. De una manera que no acabase con las relictas acacias y permitiese, de manera indefinida, al menos una forma de vida humilde. Al menos sobrevivir.

Uno de los nuestros prospectando el terreno. No podemos olvidar qué es Oued-Mird: un secarral que afortunadamente tiene una reserva de agua en el subsuelo. Y para terminar el dueño del rebaño de dromedarios, echando un cigarrito.

El uso de los recursos, desde un punto de vista individual, va a ser el que hace Mohammed. Aquí y en cualquier lugar. Cada uno va a lo suyo. Es por ello que la gestión debe de hacerse desde esferas que tengan más perspectiva y objetividad. Por ello la Ordenación del Territorio es un apartado que debería tomarse más en serio, superponiéndolo a decisiones estratégicas como la seguridad, la economía y el autoabastecimiento.

NOTAS

[1] Para que el lector tenga una idea de lo que representa esta cifra en Madrid caen unos 450 mm, en Almería 200 y en Londres 600.

[2] En un cálculo posterior al viaje determinamos que el espesor medio del acuífero es de unos 40 m.

[3] La palabra inglesa para ganado es clara al respecto: livestock. En efecto, se trata de un stock, en este caso en forma de ser vivo

Fotografías de Marieta Sanjuán y Gabriel del Barrio, investigadores de la Estación Experimental de Zonas Áridas (CSIC)

El lector interesado puede encontrar el trabajo científico asociado al acuífero de Oued Mird en: Journal of Hydrology 402 (2011) 80–91