Memorias de un oficinista. El móvil

Me dan un teléfono móvil. Nuevo. De última generación. Es como una gran gota de mercurio. Frío. Extremadamente denso. Un peso concentrado en un escueto pedazo de materia que busca con ahínco el fondo del bolsillo de la americana.

Ahí estará concentrada tu vida, me dicen.

Ante el tacto espeluznante me recomiendan una funda. Para evitar la sensación de estar tocando algo inerte. Desangelado. Temperatura de depósito de cadáveres. De reptil hibernante.

Hay fundas que además protegen de los golpes.

Esta tecnología que hoy me proporcionan, como si me hiciesen un favor, como si fuese alguien especial, va aparejada a una vida ajetreada. Con las prisas la compacta gota de mercurio suele caerse al suelo. Más de lo que merece ese trabajo de chinos en qué consiste empaquetar tantas cositas en un volumen tan pequeño.

Por eso conviene protegerlo.

Otras veces no se caerá. Si no que serás tú el que deliberadamente lo tire. Cuando llegue información inoportuna en momentos inadecuados. Un informe para el día siguiente cuando ves el partido del plus del domingo.

Para que no odies tanto el móvil, para que llegues a adorar a esa gota de mercurio, a ese milagro tecnológico –ya muy alejado del viejo molinillo mecánico con el que te empeñas en pulverizar los granos de café- me dicen que tiene muchos complementos, aplicaciones. Gadgets los llaman. Puedes ver cómo va tu equipo. Consultar el tiempo.

A mí, personalmente, me gusta jugar a los bolos mientras estoy sentado en la taza del váter, en el baño del trabajo, después de la hora de comer, que es la más tranquila.

Un café de mierda (Memorias de un oficinista)

Procuro desayunar todos los días. Me costó coger el hábito. Pero es mejor así. Al principio me parecía imposible tragarme los cereales de avena con pasas. El muesli. O el moyuelo como le dice Javi. Yo lo llamo pienso para caballos. Solo de pensarlo se me secaba más la boca. Se me atascaban las partículas en la garganta. Con yogur por encima no está mal. Regula el tránsito, como dicen en la tele. En un esfuerzo sosegado por armonizarme con la verdadera naturaleza de mis intestinos acompaño el pienso con una taza de té verde.

No se me ocurren más cosas zen para empezar bien el día, aquí en la ciudad. Acosado por cruasanes y la grasa de los churros. Acosado por el hábito de ir a un bar, el mismo bar, todos los días, y hacerme con la prensa y pedir un café con espuma y el cruasán.

Es un arrebato de misticismo. No sé si aquí, entre acero y asfalto, entre el lacerante tráfico rodado, esto del té verde va a durar mucho. Quizás en Pokara fuese más fácil. Lo bueno es que no voy al bar. Y Jiménez, el camarero, un merengón de tomo y lomo, ya no me puede dar la paliza con los goles del Ronaldo de los cojones.

Té verde y pienso para caballos. Para purasangres. Me autosugestiono con los músculos vibrantes de un purasangre. De pelo reluciente. Que masca avena y corre como un energúmeno en la pista del hipódromo. Eso imagino mientras hago por levantar pesas en el gimnasio, cuando salgo del curro, del maldito curro. Músculos de pacotilla. Barriga flácida que disimulan las camisetas anchas.

Mi naturaleza solitaria me ha llevado al aislamiento. Cuando los compañeros salen a desayunar yo no voy. Estoy que reviento. Se me salen las pasas por las orejas. Ellos, siguiendo los hábitos tan españoles de no comer nada por la mañana, están que se caen. Salen en tropel a desayunar. Una tostada. Cafés con leche. Mi filosofía zen me lleva a seguir tecleando en el ordenador cifras, sin desviar la mirada de la pantalla. Han dejado de intentar que vaya. Es una pena. Porque Laura tiene un polvo.

Hace tiempo que dejé de sacrificarme por amores platónicos. Por miradas que cada uno interpreta de una manera. Ah, es que yo pensaba que te interesaba el cine. Lo único que me interesa es tu culo. El cine es una excusa. Todo es una excusa.

Como estamos desacompasados aprovecho la vuelta de mis compañeros para  ir a tomar un café de mierda a la máquina. Así lo llamo. Un café de mierda. Aunque quizás sean pensamientos negativos. Y no sea bueno para el aura. Pero qué le vamos a hacer. La tinta que gotea de la máquina es un café de mierda. Aún y así me reconforta.

Llegó a la máquina. Huele a rayos. Los residuos que van goteando de leche, chocolate, té y café van haciendo una cicatriz que se descompone. Flota un olor a ambiente cerrado que va a más. Presiono los botones ‘Sin azúcar’ y ‘Café largo’. Meto el euro o el medio euro. Recojo el cambio. Espero a que terminen los ruidos que se van encadenando. El del vaso cayendo. El de la molienda del café. El del goteo del líquido espeso. Levanto la trampilla, pringosa de tantas salpicaduras. Cojo el vasito con el palito de plástico. Lo relleno con agua caliente para que el café sea aun más largo. Para diluir el alquitrán.

Me acomodo en un sofá en el que da el sol. Los días que no hay nubes. Huelo el brebaje. Y no me disgusta. Cojo espuma con el palito. La saboreo satisfecho. Yo ya cumplí con mi parte del trato. Me tomé el té verde. Y el moyuelo. Doy sorbitos.

En la soledad de los pasillos.

Un café de mierda. En un trabajo de mierda. En una ciudad de mierda.

Eso sí, el tránsito intestinal perfecto.

Vida de oficina (Memorias de un oficinista)

No hay luz. Pero tiene que haberla. Porque puedo ver lo que hay al otro lado de la calle. Es una luz sucia. Y menguante. Que dejó atrás, hace tiempo, su apogeo.

Sólo a estas horas, cuando el día está liquidado, es cuando puedo ver la luz. Los restos de pálida luz.

Creo recordar que en estos precisos instantes es posible admirar, en el negativo de esta vida de oficina, puestas de sol magníficas.

Me resulta imposible acceder a ellas. Los altos edificios que conforman lo que hemos convenido en llamar civilización y sofisticación, allí donde residen todos los documentos importantes que guardan memoria de cada cosa que se dijo e hizo, cortan cualquier perspectiva. Sin duda adoramos el pasado. Renegamos del presente. Nos cuesta imaginar algo diferente.

Podría intentar llegar donde terminan los edificios. Inútil esfuerzo. Para entonces ya no quedaría nada de luz. Son muchos los obstáculos que hay que salvar.

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La exquisita ligereza con la que se desplazan y actúan la mayor parte de los empleados da a entender que este ecosistema lúgubre, esplendoroso en su interior debido a los miles de kilómetros de cables y toneladas de bombillas, está en armonía. Ruedas de maletas silenciosas flotan en la tarima de madera de balsa. ¡Qué lejos del barro primegenio de la selva! Desterramos lo natural. Después lo rescatamos como un icono de salud y bienestar. Lo natural es a la vez primitivo y sofisticado.

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Los retos que he escogido, aunque engañosamente han sucumbido a la estrategia diseñada, sólo han supuesto triunfos mediocres. Me han alejado de las vivencias emocionales, cuyo fracaso es el verdadero motivo de la existencia.