Día 5. De vuelta a casa

Quedan restos de humedad en la funda de vivac. En el saco y el paraguas. En todo aquello que se expuso a la intemperie. Parece una provocación infantil al secador que es el viento de levante. Utilizo la mañana del sábado para ir reubicando las cosas que me llevé. Y constato que me volví a llevar ropa de más. En efecto, cuatro calzoncillos de repuesto era un exceso. Me sobraron los cuatro. Tiene razón Gerardo cuando dice que con tres hay de sobra. Se refiere a los viajes largos, de un mes para arriba. Uno para el avión de ida. Otro para el de vuelta. Y otro para la estancia. En el caso de una pequeña expedición como esta con uno bastaba. Como se ha demostrado.

El sol y el viento secan todo rápidamente. De todas formas es conveniente dejarlo unas horas. Orearlo y resecarlo. No vaya a ser que críe hongos.

Hemos dejado atrás las inclemencias. Ayer, cuando amanecía, había unos cinco grados. Esa era la temperatura al pie del puerto de la Ventana. Arriba quizás sólo había dos o tres grados. La carretera mojada. Allí era invierno.

Después de cruzar el túnel de Guadarrama y entrar en Madrid regresamos al verano. En La Mancha se hizo agosto. A medida que avanzamos kilómetros fuimos cambiando de indumentaria. El forro polar, el jersey, el gorro dieron paso a las sandalias y el pantalón corto.

Después de unas 14 horas de coche y con apenas una hora de sueño llegué a casa. El redbull y los cafeses han ayudado a combatir la modorra.

Esparcí el equipaje por la casa. Me lavo. Me afeito. Me civilizo.

Me cambio de calzoncillos.

El sonido de los cencerros distantes de las vacas pastando. Diversos cencerros cada uno con su tono. Unos más tenues y lejanos. Otros más próximos. Un murmullo que decora la alta montaña. Amplificado por el eco de las paredes de roca. Desalentado por las partículas de niebla que sobrepasan los collados.

Esa es la melodía que me acompaña en el viaje de vuelta. Nos vamos turnando en la conducción. El copiloto se suele quedar frito y durante los homogéneos y largos tramos que ofrece la autovía el conductor medita y masculla pensamientos.

Hay uno que me ha poseído. Tiene que ver con los miedos. Con la forma de acabar con ellos. Al menos con alguna parte de ellos. Porque el miedo es como el colesterol, hay unos que son necesarios para sobrevivir.

Tengo presente el valle oscuro del primer día. Se veía amenazante, inexpugnable. Daba miedo meterse de noche allí. Pero nos metimos. Pese a los ladridos de los perros. Pese a las miradas acusadoras tras las persianas. Pese al letrero de prohibido el paso y la posible reprimenda de los habitantes de la casa que estaba junto al camino. Pese a la negrura de la noche y los sonidos quebradizos rasgando azarosamente y sin previo aviso la noche silenciosa.

Y tengo presente la sensación posterior al paseo nocturno. De triunfo. De sacudirse el polvo. De desatascarse. Al día siguiente -cuando se hace la luz y gran parte de los miedos se evaporan- vi el valle desde la lejanía. Me parecía un lugar que conocía bien. Sabía que albergaba un camino que terminaba en un collado. Que había salamandras que de día estaban bajo las piedras. Que las vacas pasaban la noche encerradas en unas brañas rodeadas de estiércol.

Sabía. Conocía.

Y lo mismo pasó con las fuentes del Narcea. No era un lugar ignoto frecuentado por lobos –qué más hubiéramos querido. Había mucho silencio. Y murmullo de riachuelos. Y caminos que se utilizaban con frecuencia.

Conocer el territorio a base de empeñarse a profanar senderos invadidos por las zarzas. De saltar vallas. De obviar carteles. De subir montañas y cruzar ríos. Así me había sacudido el miedo. Todo eso que me habían inoculado, que nos meten en los poros todos los días cuando escuchamos las noticias, había desaparecido.

Nadie va a venir a degollarte mientras duermes en el campo tranquilamente. Ningún muerto te va a dar la lata. Nadie está al acecho en los caminos esperando a que pases por ahí para asaltarte. Los lobos no pretenden comerte. Ni los osos desmembrarte.

El valle del Narcea era un lugar silencioso y duro. Pero no era peligroso. Ya lo conocemos.

Comemos en marcha. Picoteamos lo que queda en las bolsas de comida. Unas zanahorias. El mordisqueado fuet. Trozos de pan. Frutos secos. Cuando se vacía el depósito paramos a echar gasolina. Tomo otro café.

Me doy cuenta que podría estar días y días recorriendo esos valles, aprendiendo a escuchar, desarrollado la intuición y la pausa. Buscando al oso y al lobo. Podría hacer del tedio una virtud, un mecanismo que me fuese vaciando de la mierda que se acumula en el cerebro y en la sangre al vivir envuelto en la novedad diaria. Podría soportar una vida más simple, libre de estímulos impactantes, coloridos y novedosos que terminan por superponerse y camuflar lo real. La sucesión de momentos vacíos, que en el fondo, quizás no estén tan vacíos. Podría comer moras, arándanos. Y después castañas y nueces. Y calentarme junto a unos leños que crepiten en medio de una ventisca de nieve.

De todas formas hay cosas aprovechables en la vida ‘normal’. Probablemente lo que tenga que hacer es cambiar de posición, mirarlas de otra forma. Desde otro ángulo. Ese aire de renovación, de frescor, es otro de los aportes del viaje.

En Andújar nos separamos. Gerardo sigue para Córdoba. Yo para Almería. Esbozamos el siguiente viaje. Sabemos que vienen días de lucha cotidiana. De gestiones. De curro.

Llegué a casa tarde. Y el sábado, de mañana, me puse con las primeras tareas.

Día/Noche 4. Puertos de montaña

Al poco de amanecer estamos en pie. Desmontando el campamento no sea que se acerque un pastor y nos vea abusando de la propiedad privada. Despertarse es incómodo. El sueño no me abandona, los ojos no quieren despegarse. Hace frío. Algunos dolores articulares me impiden moverme con soltura. En breve todo está dentro de las mochilas otra vez.

El paisaje sigue vacío de paisanaje. De Monasterio de Hermo -es con h, lo escribí mal en otro post- para arriba no hemos visto a nadie estos días. Volvemos hacia el coche, allí está la despensa, o lo que queda de ella. Por el camino vamos atentos. Esta sigue siendo buena hora. Encontramos otra morera cargada. Una buena dosis de antioxidantes y fibra para empezar el día. A Gerardo le gusta ir recolectando y acumular las moras en una mano. Luego se las mete todas de golpe y por las comisuras de los labios se le escapan unos goterones negruzcos. Yo voy de una en una. A veces el sabor cambia. Un mal sabor. Un bicho que se estaba comiendo la baya antes que yo. Son chinches, dice Gerardo. La verdad es que sí. Al menos saben a eso que huelen las chinches. Un olor dulzón que resulta amargo.

Trazamos el plan del día. Explorar algunas pistas que aun nos faltan. Apalancarnos en algún prado que esté en altura y repasar con el telescopio una ladera de montaña muy propicia para ver osos. Al menos en Semana Santa es fácil verlos, cuando salen a pastar. En verano es más complicado. Están en el bosque. Y estos animales son de ideas fijas. Qué en verano hay que estar en el bosque y comer arándanos. Pues nada, ahí están. Aunque no haya arándanos. Coño salir a pastar, a que os de un poco el sol. Dejaros ver.

Llegamos al cementerio. El coche sigue ahí. Nos zampamos una lata de melocotón en almíbar y unos frutos secos.

Seguimos río abajo en el coche. Localizamos una de las entradas al monte que nos interesa. Ya estamos en danza. Así va transcurriendo la mañana. Entre nubes y claros. Entre avistamientos de fauna menor y ratos de paisaje vacío. Subsiste poca fauna. La hemos esquilmado. Y la que queda, obviamente, se esconde.

Sin embargo es sorprendente la cantidad de anfibios y reptiles que hemos visto en este viaje: sapos parteros, ranas bermejas, varias especies de lagartijas, salamandras y hoy un eslizón.

Un precario puente de tablas permite cruzar el Narcea. Consiste en un azaroso amontonamiento de tablones que hacen ruido al pasar sobre ellas. El puente está concebido para que los paisanos lo crucen con un carro y carguen el pasto segado a guadaña. No creo que soporte el peso de un tractor. La mayor parte de los caminos y puentes que quedan se utilizan para acceder a prados de este tipo. Después las veredas se cierran, al no ser transitadas. Por encima de los pastos poca gente camina. Los cazadores. Alguno como nosotros que ande dando bandazos para ver osos. Entes los caminos llevaban a las minas. Se utilizaban para sacar madera. Pero ahora esto está medio abandonado. Eso ha permitido que el bosque se regenere.

Sin embargo, al caminar dentro del bosque, al abrigo de los enormes troncos de haya, la sensación de vacío es grande. Es cierto que a veces se oyen los mirlos. Se ve algún petirrojo. También ardillas. Pero es este un monte triste. Puede que sea la falta de costumbre a la ausencia de ruidos, tan habituales en nuestras vidas cotidianas.

Comemos en el restaurante de Gedrez. Nos merecemos unas fabes, unas chuletillas de cordero y un arroz con leche. El menú del día también es tentador. Nos lo recita el camarero. Que debe de ser el dueño. Es un negocio familiar. Los obreros que vienen de faenar, con las camisetas sucias y ablandadas por el sudor, dan fe de que la comida es buena. Salen bandejas de escalopines. De calamares. Montañas de espaguetis. Ensalada no pide ni el tato. Excepto nosotros, que estamos obsesionados con la longevidad y se nos está poniendo cara de vivérrido. Los obreros vacían frascas de vino –con antioxidantes- y botellas de casera –con burbujas. No faltan los cafeses ni los carajillos. Alé, con eso en el cuerpo a ver quién es el listo que se sube a un andamio.

La falta de sueño acumulada más el sopor de la comida nos obliga a sestear. Llueve. Otra vez. Dentro del coche se está bien. Incluso con el olor a moho, calcetines y sudor rancio que se ha ido acumulando. Me da por leer. Tengo un libro por acabar y parece un buen momento para dedicarle un rato. Los pies en el salpicadero. El asiento reclinado. Se está de vicio. Viendo llover. Me da no se qué encender la pipa. Mejor no. Que me va a entrar sueño.

A eso de las siete nos apalancamos en un mirador. Gerardo se emociona súbitamente. ¡Un oso tío, un oso! Pero no. Es un jabalí con dos rayones. Visto en detalle con el telescopio queda claro, pero la apariencia y la obsesión. Están pastando. Ajenos a nuestra mirada y a la tenue lluvia que cae. Vemos hasta cuarenta rebecos. También inflándose de hierba. Muchos están en las pedreras, en los canchales, apurando el poco pasto que allí hay. Nos preguntamos si situarse en esas zonas tan escarpadas y frágiles, con tan poca comida en comparación con los alrededores, no es sino una estrategia preventiva contra el lobo. Si este se aproximase las piedras entrechocarían al caer y los pondrían en alerta.

Es el afán de hacer teorías.

Definitivamente se pone a llover sin contemplaciones. Y entonces concebimos un plan absurdo, loco, seductor. Una de esas gilipolleces que lanzo al aire pero que sé que con Gerardo de contraparte puede tener éxito. No le va a buscar inconvenientes. Se va a fijar sólo en los puntos brillantes. Es que somos muy románticos.

La idea es pasar la noche dando bandazos. Pero la noche entera. Hasta que amanezca. Vamos a ir enlazando puertos de montaña, a treinta por hora, con el fin de alumbrar bichos. Vamos a barrer buena parte del occidente asturiano a ver si aumentamos el bagaje faunístico de una vez por todas. Primero iremos a un puerto que está en Muniellos y que tiene el sugerente nombre de Puerto del Connio. Aprovecharemos para meternos por unas cuantas carreterillas perdidas. Después volveremos a nuestro querido cementerio, para repasar el valle de Hermo, de momento el tramo más productivo del viaje. Bajaremos a Cangas de Narcea y subiremos a Leitariegos. Bajaremos a Villablino. Subiremos a Somiedo y bajaremos hacia Aguasmestas. Antes de llegar subiremos a San Lorenzo y caeremos en Teverga. Y finalmente subiremos La Ventana y bajaremos a la Babia. De ahí vuelta a Villablino.

Espoleados por la osadía de la locura los primeros kilómetros están cuajados de risas y comentarios obscenos y autocomplacientes. Pero no vemos nada. Cae agua. Sigue cayendo sin parar. Asturias. Agosto.

Los faros iluminan los quitamiedos, las varas que señalan el trazado de la carretera cuando la nieve la tapa. Pero no iluminan ojillos. Así, poco a poco, el entusiasmo se amortigua. El sueño se abre paso. Las dudas aparecen. Quizás el plan sea una cagada. Es como empezar a ver que las marionetas son trapos sin vida propia. No, no. Las marionetas existen. Los ojos se cierran.

Entonces empiezan a desfilar las sustancias que nos van a ayudar a mantenernos despiertos. Chicles de menta. Chocolate negro y redbull. Así avanza la noche. Algún zorrillo se deja ver. Una garduña. Poca cosa para tantos kilómetros. Más quitamiedos. Más palitroques para la nieve. Bajamos del coche. Pegamos un linternazo a los prados. Silencio. Frío. Lluvia fina. La noche se abre. Y enseguida llegan nubes del Cantábrico que no se lo piensan y desaguan. Son nubes meonas, incontinentes.

Y por fin cae algo digo. Un gato montés que vemos a huevo. Se deja ver. Nos mira fijamente. Cegado. Y luego otro zorro. Y otro. La cosa se anima. Nos empezamos a despejar. Cruzamos Leitariegos. Estamos en un punto crucial. Pordemos aparcar y echar los sacos en cualquier lado, o tirar para Somiedo. En ese caso ya no hay vuelta atrás.

Yo estoy un poco grogui. Pero no quiero perder la locura. No quiero hacer lo que habría que hacer. Gerardo, como decía, es alguien propicio con quien hacer este tipo de planes. Pa’ lante.

Y cae otro zorro. Gerardo va haciendo sus conteos como letanías. Llevo 27 zorros. 5 garduñas. 3 gatos monteses… Y en este viaje hemos visto: 4 jabalíes, 2 garduñas, 5 zorros… yo asiento. Si, si. Como si llevase la cuenta. Luchando por no cerrar los ojos. Redbull te da alas. Me como otra onza de chocolate. Y de fondo: 46 rebecos, un erizo, 3 garduñas.

Llega un punto en la noche en la que los sesos, exprimidos por el sueño, se licúan. Y entonces empezamos a desbarrar. A cantar. Tres garduñas para mí, con ello quiero decir, conduzco, por puertos, deeee nocheeeeee. Laralara lara lá.

Estamos desvencijados. Estamos que vamos a por todas. Y es ahí, entre Pola de Somiedo y la Ventana, cuando nos hinchamos. Ahí, a eso de las cuatro de la mañana, cuando no queda nadie. Cuando los borrachos se han acostado y los más tempraneros aun duermen a pierna suelta. Es ahí donde cae el tejón, la marta, otra garduña y varios zorros. La marta. Que para Gerardo es especie inédita. El viaje ya puede considerarse un éxito. Para mí ya lo era. Con dar bandazos es suficiente.

Día/Noche 3. Las Fuentes del Narcea

Como si fuésemos garduñas nos dedicamos a vaciar de moras los racimos que, combados por el peso de la cosecha, se apoyan en el firme de la carretera. Gerardo anda obsesionado con la lista top ten de los alimentos anticancerígenos, que incluyen las bayas. Cerca de la cargada morera se ven los excrementos de los animales que previamente se inflaron de antioxidantes. ‘Este es un buen sitio para esta noche. Aquí vienen los vivérridos a comer. Y puede que también el oso’. Es cierto, aunque los osos van ahora a por los arándanos, y según nos ha contado un guarda y nosotros hemos observado, no hay muchos este año.

Nuestros planes han variado ya demasiadas veces. La meteorología obliga a ello. Como hoy parece que el día está abierto decidimos subir al nacimiento del Narcea, uno de los lugares que queríamos visitar. Quiero ver cómo es el río antes de llenarse de barro. Antes de cruzar ciudades. Antes de ser maltratado. Quiero conocer cómo se forja el torrente antes de hacerse mayor.

El plan es seguir el cauce y superar el nacimiento, para establecerse en torno a los collados que marcan el cambio de cuenca hidrográfica. Por allí seguro que pasan los lobos. Con idea de trepar a alguna peña que controle los pasos de montaña partimos con mochilas que llevan lo necesario para no pasar hambre y dormir a la intemperie. En poco tiempo abandonamos la amplia pista en la que hace un rato se convirtió la carretera. Tomamos el estrecho sendero, que lleva a una cascada y una pequeña cabaña. Ese es el Narcea, haciendo piruetas.

La vegetación ha cerrado el camino, que ya no es camino. Sin embargo a ras de suelo las hierbas no han crecido. Los animales que andan a cuatro patas deben transitarlo con frecuencia. Pero por encima del metro de altura la cosa se pone complicada. Bregamos con las ramas que se cruzan, los tiernos tallos de zarzas que buscan luz, los escobones de retama que tienden a incrustarse en los ojos.

La lluvia ha dejado las plantas llenas de agua. Así que cada vez que sacudimos la vegetación para abrirnos paso nos cae un jarro de agua fría. La cosa es desagradable. Sobre todo cuando el agua se cuela por el cuello y recorre la espalda. En poco tiempo estamos empapados.

La marcha es incómoda. La pendiente que hay que superar lo hace más complicado. A veces resbalamos por la humedad. Otras las zarzas, las ramas, se enganchan a las correas de las mochilas, a las ropas que sobresalen colgadas. Al principio me entretengo en desenredar los pinchos, a remeter el jersey y el chaquetón. Pero a medida que me entra agua, que recibo bofetones vegetales en la jeta me voy calentando. ‘¡Me cago en la hostia!’ grito, como si fuese a resolver algo. Y me encabrono de manera irrefutable, irracional.

Es entonces cuando uno avanza en plan jabalí. Tirando para adelante sin pensar en las consecuencias, tumbando vegetación, calándose ya sin remedio. Sin considerar el efecto devastador de los enganchones en la ropa, la mochila y las cosas que van colgando de las correas.

A veces el camino, que ya no es camino, da una tregua. Llegamos a algún claro que ha sobrevivido a la invasión del matorral. La alegría dura poco. Para salir de allí hay que hacer el bestia un poco más.

Los calcetines húmedos chapotean dentro de las botas de goretex que aun lucen su publicidad: waterproof. Los cojones waterproof.

Al cabo de una hora el terreno se abre, la pendiente disminuye y topamos con una vereda amplia. Ese era el camino. La cagamos. Para la vuelta lo tendremos en cuenta.

Las Fuentes del Narcea son este terreno esponjoso en el que pasta el ganado. Unos perrazos advierten nuestra llegada. Con sus feroces ladridos nos dan a entender que mejor nos alejemos. Las Fuentes del Narcea son algo decepcionantes. No es un lugar virgen. El agua no escurre cristalina para formar un cauce cristalino y definido. Por el contrario las fuentes del Narcea son este conjunto de arroyos, torrentes, charcos y tierra empapada que solo más abajo se concreta en una corriente nítida. Pero así nacen los ríos, del acopio de agua en una cuenca. Es difícil elegir cuál de las precarias corrientes se corresponde con el Narcea. Es como decidir a partir de qué momento un grupo de granos de arena se convierte en un montón de arena. Es algo subjetivo. Y además una parida. Que solo sirve para romper con el romanticismo de la situación. La ciencia, que trata de medir y explicar todo lo que ocurre, no es compatible con la magia.

Caminamos por terreno llano. Por eso el agua se estanca y las botas se hunden en turba. Poco importa. Total, ya estamos empapados. Nuestra esperanza es que salga el sol durante un tiempo suficiente como para que se sequen las botas y los calcetines. Nuestra esperanza también es que esos perrazos que se han decidido a bajar por la ladera ladrando a todo meter, no nos coman.

Gerardo no apresura el paso. Y yo estoy cansado de tener que huir de los perros que dejan los pastores. Y además sigo cabreado por la pelea que ha supuesto llegar hasta aquí arriba. Yo también puedo ladrar y meter ruido. Venga, venir para acá. Somos dos contra dos.

Pero se detienen. Solo están advirtiendo. Que esas vacas son suyas. Que no nos las comamos. Que si no nos comen ellos.

La niebla se obstina en cubrir las campas. En empapar las hierbas que dan de comer al Narcea. Va a ser complicado secarse.

Seguimos hasta el collado y de allí divisamos unas peñas que pueden ser un buen otero. Con gran penuria subimos por el escarpado terreno. Poniendo los pies entre las peñas que asoman. Para evitar las plantas leñosas, colmadas de pinchos. No estamos muy altos pero la vegetación blanda ha desaparecido. Aquí debe de hacer un frío del carajo.

Por fin encontramos un lugar más o menos plano en el que echar el resto de la mañana y quizás pasar la noche. De repente las cosas mejoran. La niebla se disipa. Encontramos arándanos y un reguero en el que llenar la botella. Tendría guasa que después de tanta calamidad húmeda pasásemos sed. Pero este terreno final es bastante permeable y en el anterior, el de las campas, el agua no corría mucho y las boñigas de vaca abundaban.

La vida es un continuo de momentos vacíos. Como la materia, que analizada en profundidad por los científicos ha resultado no ser nada. Así que es mejor no prestar mucha atención al vacío de todos los momentos de la vida. Solo desde lejos parece un continuo con algo de sentido. Pienso esto mientras pasamos horas escrutando el tapiz verde que tenemos ante nosotros. Esperando ver un oso. O un águila. O un rebeco. Me empiezo a conformar con las hormigas que se pasean por las esterillas, buscando restos de comida. Después del atracón de arándanos, en plan oso, comemos fritos, fuet, pan duro y los mohosos restos de una morcilla.

Afrontamos la tarde con un chicle de menta. Que además nos sirve para lavarnos los dientes. Las cosas se han ido secando. Me duermo una siesta. Después otra. Miro con los prismáticos. Las lentillas se me quedan pegadas a los ojos. El sol, que al final brilló de lo lindo, me quema la cara y las manos. Siguen pasando momentos vacíos. De los que quiero distanciarme para que esto, ésta mañana, ésta tarde, ésta vida, parezca algo.

La niebla sigue retenida al fondo. Los jirones se van recortando contra el cielo azul. Pasan el collado y el sol los deshace. Cuando pierdan fuerza los rayos la niebla volverá a establecerse. De algo tiene que vivir el Narcea.

Esto de buscar osos es una afición tediosa. Un ratonero nos pasa cerca. Se posa. Lo observamos. Con el telescopio le vemos en detalle. Las hormigas siguen haciendo acopio de migas. Para cuando llegue el invierno. Es decir, en tres o cuatro horas.

Empieza a refrescar. Las nubes tapan el sol. Nos abrigamos. Afortunadamente la ropa está casi seca. Me pongo los calcetines aun húmedos en sus puntas. Me calzo las botas waterproof que también están algo mojadas. En breve el calor humano calienta los tejidos. Decidimos regresar. Pasaremos la noche en unas casas de piedra que vimos esta mañana, justo antes de enredarnos en la selva. Tienen un buen tejado. Son casas de pastores, cerradas, pero el porche que tienen es amplio, y si le da por llover ahí estaremos bien.

Esperamos a que se haga de noche. Se trata de caminar a oscuras y tratar de sorprender a los carnívoros, que empiezan a activarse a estas horas. Bajamos del roquedo. Llenamos agua en una corriente de agua bastante propicia. Volvemos a las turberas esponjosas. Ahora sería grave volverse a mojar. Así que ilumino con el frontal el terreno por donde piso. Gerardo a lo suyo. Buscando con sus linternas ojillos en la oscuridad. Los primeros que refulgen son los de las vacas. Luego los de los mastines. Que ya ladran. Cada vez más cerca. Viene uno bastante animado pero en cuanto recibe un focazo del superlinternón de Gerardo sale despavorido. Menos mal.

Pasamos la noche dando bandazos. De una pista a otra. Otra vez las condiciones son idóneas para encontrarse con un ‘pack of wolves’, una manada de lobos. Que apareciese entre la niebla, tratando de acorralar a un ternero. A falta de realidad buena es la imaginación. Pero no aparece. Casi que me alegro. No sé yo si serían tan precavidos como los mastines. Aunque la verdad, ir dos da bastante seguridad.

Gerardo si anda por estos sitios solo. Está hecho a ello. A mí, francamente, me impone. En otras palabras: me acojona.

En las casas cenamos de pie. Hablamos en susurros. No sea que se espanten los vivérridos. O los osos. No sea que algún cazador furtivo nos pegue un tiro. Llevamos viendo luces sospechosas en medio del bosque. Quien andará por ahí. Claro que los de las luces –al menos hay dos linternas- pensarán de nosotros: quién andará por ahí, lo mismo son furtivos. Saco un paquete de jamón, un currusco de pan y esa es la cena. Seguimos caminando otras tres horas. Pista va, pista viene. Una vaca se nos encara. A ver cómo la quitamos del camino. Por fin decide irse. A la vuelta la volvemos a topar. Y esta vez no se va. Pasamos a su lado. Nos mira con una cara poco afable. Al pasar a su lado tengo la misma sensación de vértigo, la misma descarga de adrenalina que cuando nos colamos en la pista hace dos noches. Son cosas que ayudan a espantar el sueño. Lo mantienen a uno vivo. No hay tiempo para fijarse en la vacuidad de los momentos.

A eso de las dos llegamos de nuevo a la casa. Hemos ido hasta el cementerio y comprobado que el coche sigue allí aparcado. Poca cosa hemos visto. Un par de corzos a última hora, además de los consabidos sapos con los que casi vamos tropezando.

Me duermo con la cara pegada al suelo. Me da todo lo mismo.

Día/Noche 2. Valles mineros en decadencia

Una lluvia fina se va apoderando de la mañana. Desayunamos apresuradamente unos frutos secos y un litro de horchata. Gerardo viene de dar un paseo cuando termino de despegar los ojos y juntar fuerzas para salir del calor del saco. Ha sorprendido a una garduña que merodeaba entorno al improvisado campamento. La he tenido a tres metros y ni me he enterado.

Bajamos hasta Cangas de Narcea para volver a subir a la montaña. Nos interesa explorar los valles del río Tablizas –que atraviesa la reserva de Muniellos- y del Narcea. Este pretendemos seguirlo hasta su nacimiento, dejando atrás la última población del valle -el Monasterio de Ermo- y subiendo hasta el collado donde, según el mapa, están las fuentes del Narcea. Buscamos pistas por las que caminar de noche. De vez en cuando paramos, nos bajamos y echamos un vistazo. A la búsqueda de excrementos y huellas que delaten a los carnívoros que por aquí habitan. Las pistas muchas veces están invadidas de vegetación. Zarzas, ortigas. Territorio abandonado.

También vamos atentos a los figones donde poder zamparse unas buenas fabes. En algún momento habrá que comer caliente. Y no se nos olvida buscar refugio para la noche. Ya tenemos fichados dos lugares techados y otro más retirado y adecuado para pasar desapercibidos.

Robles, hayas. Fragor vegetal. Con un riego continuo. Nubes que vienen del Cantábrico y descargan en estos antiguos valles mineros.

A simple vista no se aprecian las cicatrices de tanta extracción. Con el agua que cae bastan pocos años para camuflar los destrozos que conlleva la minería del carbón. Un vistazo más detallado al paisaje permite descubrir antiguas pistas, pozos sellados, cabañas corroídas por el tiempo. Más aparentes son las grandes infraestructuras. De aspecto desvencijado la mayoría. Otras con un infructuoso intento de renovación y modernización: cubiertas de plástico sobre las estructuras negras.

El sector da las últimas boqueadas. Accesos restringidos. Sonido de máquinas. Algunos camiones que van de aquí para allá. Tierras desventradas que llenan de negrura las factorías, máquinas y hombres que se afanan por sacarle partido a los restos del Carbonífero.

¿Podrá el turismo entorno al oso paliar esta decadencia? No parece. Aunque han prosperado algunos alojamientos rurales y el lugar es exuberante y atractivo el tiempo lluvioso y los escasos incentivos –más bien la existencia de obstáculos- para adentrarse en la zona no invitan a esa transición.

El Monasterio de Ermo es un lugar con mucho menos encanto de lo que sugiere su nombre. Un grupo de casas desaliñadas tras las que cuesta ver el monasterio de piedra. Sin embargo el valle es idóneo para nuestros propósitos. La carretera acaba en unas minas aun abiertas. Más allá de Ermo está prohibido circular.

La verdad es que el sitio resulta desalentador para el turista. Está prohibido caminar por el valle. Por todos lados hay carteles más o menos artesanales en los que se prohíbe el paso. Todo está cerrado. Por eso no hay casi nadie.

Pero para ir a las fuentes del Narcea no hay más remedio que ir saltándose todas las prohibiciones. Las cuales tienen pinta de ilegales.

Muy cerca de las minas encontramos un lugar idóneo para pasar la noche. Un cementerio solitario que tiene un porche a la entrada. Ahí vamos a descansar.

Para hacer tiempo cenamos en Gedrez. Comida casera magnífica. Un filetazo con patatas fritas caseras. La gente, escasa, toma botellines y ve el futbol. Buenas noches, buenas noches. Sí, nos vamos a dormir. Si supiera esta gente donde tenemos reservado para dormir. Si supiera esta gente que es ahora cuando nos activamos. Que la cosa empieza ahora. Si supieran todo eso quizás no fuesen tan amables. Así es que nos callamos y como buenos chicos damos las buenas noches.

El olor que se va acumulando en el coche empieza a ser, no insoportable, pero sí característico. Genuino. Se mezcla el vinagre de los calcetines con las peladuras de fruta a medio fermentar. La calefacción acelera los procesos de degradación de la materia orgánica. Estoy por encenderme una pipa. Pero no. Entonces y pese al café con el que he rematado el cenorrio, me duermo.

La niebla persiste. Los faros del coche van alumbrando los jirones que flotan sobre la carretera. Debería salir algún lobo. Lo está pidiendo la situación. Vemos el consabido zorro. Otra garduña. Saltamos de una carretera local a otra. Volvemos a Muniellos. Intentamos caminar pero la lluvia nos echa para atrás. Es incómodo caminar con el paraguas en la mano, porque no queda sitio para manejar las linternas y los prismáticos.

De vuelta al cementerio vemos un par de gatos monteses. Eso sí que ha estado bien. Animal esquivo donde los haya. Lo sorprendemos a la una de la mañana, al borde de la carretera, tratando de cazar ratones o topillos.

Gerardo sigue con sus recuentos de carnívoros. Distingue varias categorías. Los que ha visto en Aguilar. Los que ha visto hoy. Los que ha visto en total. Con ello se entretiene. Yo lucho por no dormirme. A ver si aparece otro vivérrido y me espabilo.

Llegamos al cementerio. Pese al tejadillo el agua se cuela. Abrimos los paraguas. Extendemos el doble techo de la tienda. Aun y así es inevitable dormir con la cara mojada. No es desagradable. Si la cosa empeora tenemos la opción de saltar la valla y resguardarnos aun más.

Los muertos del cementerio están de fiesta mayor, como dice la canción de Sabina. Hoy duermen con compañía.

Día/Noche 1. Vivérridos

En Andújar me encuentro con Gerardo. Dejamos uno de los coches y continuamos hacia Madrid. Allí tomamos la M50, que nos sirve para conectar la A4 con la A6. Cuando cruzo la periferia del noroeste se me van agolpando recuerdos. Los caminos que corrí con ‘Eljose’, el campo que cribé con Matías, las rutas en bici con Pasape –casi todas ellas sepultadas por cemento y asfalto- los partidos de fútbol. Allí, en ese pedacito de mundo, vive gente que quiero.

La nostalgia da paso a Castilla. Campos se cereal recién segados. Villorrios centenarios y desgastados. Territorio áspero que empieza a ondularse. En León aparecen las montañas. Manchas verdes. Nubes. Por fin en Bembibre dejamos la autovía y seguimos el curso del río Sil. Discurre entre monte cerrado. Bosques húmedos y sombreados.

Aun quedan un par de horas de luz. Nos decidimos por aprovecharlas paseando por el puerto de Leitariegos. La niebla se ha apoderado de las partes más altas y el plan nocturno de andar corre peligro.

Para buscar carnívoros -hablamos de mamíferos- lo mejor es utilizar el tiempo que va entre el atardecer y el amanecer. Es ahí cuando son más activos. Ello condiciona el diseño del viaje. Se trata de sestear durante el día y estar situado en el lugar oportuno en las horas nocturnas. De día también puede haber opciones. Se pueden ver osos, por ejemplo.

Pero de noche la colección completa está presente. Entre otros el lobo. El tejón, el zorro. Los vivérridos –que palabra tan literaria- como la marta, la gineta y la garduña. También podemos ver el gato montés y la nutria.

Encontramos un apartadero de la carretera que nos va a servir para pasar la noche. Junto al coche extendemos los sacos metidos en sus fundas de vivac. El vehículo nos viene bien si se pone a diluviar; además es una barrera que ofrece cierta protección. La noche parece que quiere abrir. Divisamos un valle que lo recorre un camino. Se hunde en una masa boscosa de aspecto desconcertante. Parece un buen sitio, alejado de los pueblos, donde a lo mejor se dejan ver los animales.

Los últimos rayos de luz los utilizamos para ir del puerto al pueblo del que parte la pista detectada. Por fin de noche foqueamos. A ver qué se cruza. Llegamos a la aldea. Junto a una ermita aparcamos y sacamos las bolsas de comida. Bocatas de morcilla, paté. Calorías para caminar de noche. Algunos vecinos nos miran con recelo. Dos tipos vestidos de negro. Mallas ceñidas. Frontales en la cabeza. Tragando en silencio. De vez en cuando bebiendo de una botella de agua. Botas. Prismáticos. ¿Quiénes serán estos? Nos ladran los perros cuando atravesamos las calles que conducen a la pista forestal.

Prohibido el paso.

Como no. Las cosas cuestan. No hay más remedio que colarse. Más perros ladran. Nos  han detectado. Apagamos las linternas y nos pegamos al borde del bosque. Hay una casa que vigila el paso. Andamos de puntillas. Caminando rápido. Dejando atrás las últimas ventanas iluminadas. Si nos pillan que no nos hemos dado cuenta. Susurra Gerardo. Es emocionante. Colarse. Caminamos rápido. Los ladridos se apagan. Estamos en la pista. Cuando salgamos habrá que volver a pasar el mal trago.

Me cuenta Gerardo la tensión que pasó una vez al colarse en un Parque en Senegal. Guardado por soldados armados que tenían la orden de tirar a dar. No había piedad contra los furtivos. Cruzó como hoy. Sigilosamente. Sin quitar ojo a las ventanas iluminadas. Dentro veía uniformes y fusiles. Soldadesca jugando a las cartas. Y se coló. Dentro había leones.

Hace frío pero al paso que vamos no se siente. Estamos dentro del oscuro bosque que veíamos desde arriba. No es tan misterioso. Vemos varias brañas –casas de piedra sencillas- en las que se guarda el ganado. Alguna valla que hay que cruzar.

En cualquier momento podría aparecer un oso. O un lobo. A medida que dejamos atrás el pueblo y nos acercamos al collado –no sabemos si el camino llegará hasta arriba- aumentan las probabilidades. Escuchamos cárabos.

Por fin unos ojillos en la oscuridad. Los detecta Gerardo, que no para de mover la cabeza de un lado a otro para escrudiñar toda la negrura con su frontal. Yo, por mi parte, no dejo de apuntar al frente, no sea que salga algo grande.

Es un zorro. El carnívoro más habitual. Se queda mirando un rato. Tienen curiosidad estos animales. Por fin huye y vemos su esponjosa cola desaparecer entre unos matorrales.

La noche no es más productiva. Caminamos unos veinte kilómetros. Al acercarnos a la casa que guarda el camino ladran los perros. Son más de las dos de la mañana. Como se despierten y nos vean va a ser difícil justificar qué coño hacemos caminando por ahí a las tantas.

Quizás nos tomen por GEOS. O soldados de un grupo de élite. O asaltantes.

Más perracos de ladrido rasgado se despiertan. Y estos despiertan a otros. El valle entero nos ladra.

Nos metemos en el coche y tiramos para nuestro improvisado campamento.

La jornada ha sido larga. Dormiremos una hora. En breve amanecerá y Gerardo volverá a estar alerta. Yo veré lo que puedo hacer.

A la búsqueda de carnívoros

La expedición, viaje o excursión fue concebida hace tiempo. Formaba parte de una triada de viajes que nos serviría para partir el verano en pedazos más digestibles. Uno de ellos no pudo ser. El otro, sí, a Sierra Nevada. Tres días y tres noches de caminar entre lascas de pizarra, biomasa fresca y estropajosa. Acompañados por el sol y las nubes de evolución diurna que no quisieron aportar agua. Tan solo se dignaron a soltar un par de truenos, que quedaron amortiguados por la lejanía.

Ahora se trata de ir a buscar carnívoros. A Asturias. Y reponerse del levante que reseca cualquier intento de sacar unas horas de trabajo más o menos digno.

Hace ya muchos veranos que Gerardo no se lo pasa, enterito, en la península. Esta vez la paternidad le ha obligado a ello.

Para paliar los deberes conyugales y familiares se entretiene dando bandazos por la laguna de Aguilar, que es el paraje ‘salvaje’ más a mano. La laguna es un intento por tratar de poner en valor los ecosistemas mancillados por la voracidad del ser humano. Es un charco de agua que da cobijo a unas cuantas especies de aves y a algún que otro mamífero. En realidad bastantes más de lo que en apariencia se puede esperar. Es impresionante lo que aguantan los bichos.

Porque esos intentos de preservar el medioambiente son un poco ridículos. Muestran la nuestra escala de valores. El orden de prioridad. Primero la pasta. Después ya veremos. El paraje natural ocupa la laguna y un par de metros más alrededor del perímetro. Justo después, sin solución de continuidad, empiezan los olivares repelados. Amenazantes, con ansia por homogeneizar el paisaje.

Gerardo, pese a sus paseos nocturnos en busca de especies de carnívoros –ya ha visto tejón, garduña, zorro y alguna cosa más- está inquieto. Lo noto. Como un perro al que le han amarrado a un poste y le dejasen tan solo el recorrido que da la cadena. Un perro que va y viene. Que ha despellejado el terreno en el círculo que cubre el recorrido entorno al poste al que le han amarrado.

Trata de sacar punta a sus avistamientos. Conoce ya la zona mejor que muchos viejos del pueblo. Sabe donde quedan las higueras más sabrosas. Es uno más de esa familia de cinco zorros que ya ha sorprendido varias veces jugueteando. Lleva la cuenta de todos los carnívoros que ha visto. Pero no es suficiente. El día es muy largo. Y más en plena campiña cordobesa. Donde el calor te apalanca. Te obliga a buscar una sombra y un ventilador la mayor parte del día.

Yo por mi parte, he podido ir dando esquinazo a los calores. Con visitas al norte. Pero no viene mal una nueva incursión a zonas con un tiempo más civilizado.

Todo estaba a punto para hacer el viaje. Y casi se va al carajo. ¿A cuanto de qué deja de funcionar el coche ayer?

Tuve que interrumpir la gloriosa mañana del sábado –que consiste en mezclar el desayuno con la lectura del babelia- porque A. subió precipitadamente del garaje anunciando que el coche había cascado. Tan rápido como abrió la puerta cogió las llaves del otro coche, cerró la puerta y desapareció. Cuando quise reaccionar ya se estaba cerrando la verja que da acceso al garaje. Se alejaba en lontananza. Algo había quedado retenido en mis neuronas. No se qué de un bloqueo automático. No se qué de un taller. No se qué del concesionario.

Volví a mi desayuno. Y algunas cosas comenzaron a hilvanarse en mi cabeza. Pero decidí poner la tele. Lo único que estaba claro es que no podría ponerme a escribir esa mañana. Porque tenía unas pocas horas para arreglar ‘lo del coche’. Y sino no habría viaje.

No soy un manitas. Lo sé. Lo confieso. He hecho varios intentos por mejorar ese aspecto. Que parece un atributo inexcusable si uno quiere ser ‘el hombre de la casa’. Por eso había comprado varios juegos de herramientas muy molonguis. Incuso un taladro que parecía un arma de la Guerra de las Galaxias. Pero no. Por mucho que acumulaba llaves acodadas de oferta y brocas del siete no acaba de utilizarlas.

La oportunidad que me brindaba el coche era magnífica. Lo primero era hacer una evaluación. Ver qué coño le pasaba al coche.

Recogí el desayuno. Fui cerrando las persianas de la casa. Hasta la noche no había nada qué hacer en la solanera.

En el garaje se estaba muy bien. Llevé unas cuantas herramientas. Consulté el manual del coche. Lo arranqué. Bueno no. Traté de arrancarlo. Se ahogaba. Esto va a ser de batería, me dije. Yo que no sé un carajo de mecánica.

Abrí el capó. Descubrí los bornes de la batería y vi unas acumulaciones de una costra blanquecina bastante sospechosa.

Decidido: establecemos como hipótesis nula que la batería está mal.

El siguiente paso era quitarla. Y el siguiente conseguir otra. Aun  quedaban unas horas para que cerrasen los sitios donde comprar baterías. Que no sabía cuales eran.

Saqué cuatro tuercas. No perdí ninguna. Me sentía muy orgulloso. Aquellos estuches de herramientas tan completos parecían tener su utilidad.

Quite un borne. Pero con el otro no pude. Estaba pegado al cable que salía del coche. Raspé un poco con un destornillador. Comencé a quitar la cáscara blanca que lo recubría.

¿Y si esto me da un chispazo? La cosa se complicaba. Di un golpecito con la llave inglesa. Nada. Seguía atascado. Lo mismo ha salido líquido de la batería y se ha hecho un todo. Me decía.

Los golpecitos fueron convirtiéndose en hostias. Iba por mal camino. Cuando el golpe no aterrizaba donde me había propuesto se empezaban a deformar piezas adyacentes. De repente me vi sudando, pegando golpes al motor como un cafre. Pam, pam. Que resonaban en el garaje.

Decidí tomarme un descanso. Dejé las tuercas que había sacado en un lugar seguro. Voy a ver qué dice la Internet.

Para empezar aquello blanco era sulfato de algo. Y para quitarlo había muchas variadas y contrapuestas recomendaciones: zumo de limón, bicarbonato sódico, tinta que sale de meter periódicos en agua. Vinagre. Y un poco de gazpacho ¡no te jode! Sin tenerlo muy claro baje de nuevo. Esta vez armado con una llave de fontanero. Si esto va a ser como abrir un bote de mermelada.

Y salió, por fin tenía la batería fuera.

Lo demás fue una carrera contra reloj por conseguir otra nueva, de las mismas medidas.

Sudando, con las manos grasientas recorrí estantes de centros comerciales. Traje una. Pero no llegaba el cable. Por un pelo. ¿y si ato un alambre? Mejor no. Volví al centro comercial. A rebuscar por los estantes. De tamaño andaba bien. Lo malo era que los bornes estaban en una posición que no me convenía. Por fin encontré un taller abierto. De esos que te clavan hasta por decirte la hora.

Pero tenían una batería igualita a la mía.

Saqué la cartera y pagué. Es lo que tiene tener coche. Que hay que mantenerlos.

El viaje estaba a una hora de cancelarse. Todo estaba apostado a la batería que llevaba en el maletero.

La mochila estaba por hacer. Confiaba en que Gerardo se habría hecho cargo de la logística. Llevaría la tienda y los víveres. Habíamos acordado vernos en Andújar.

Descargué la nueva batería. La metí en el hueco que había dejado la anterior. Volví a poner las tuercas en su sitio. Conecté los bornes. A. giró la llave. ¡Y arrancó!

Coño, lo he arreglado. Me empezó a salir vello en los antebrazos. Estaba deseando conducir el coche. Apoyar el brazo en la ventanilla y decir eso de: me gusta conducir. Sí. El hombre de la casa.

Devolví las herramientas a su caja. Saqué unas cuantas camisetas, las linternas, la navaja, los mapas. El saco de dormir –importante- y las botas –más importante. Metí todo en la mochila.

Estaba dispuesto para ir a Asturias. Para cruzar la península de un tirón. Del sureste al noreste. ¡Ras! En busca de carnívoros.

Apenas quedan cinco horas para ponerse en marcha. Voy a ver si duermo algo. Mañana será una jornada larga. Gerardo pretende que echemos a andar en cuanto aparquemos el coche en el puerto de Leitariegos.

Está deseando dar bandazos con las linternas y ampliar la lista de carnívoros del verano.

Para allá vamos.