Los cedrales de Azrou

Desde la ventanilla del coche de alquiler se ven improvisados partidos de fútbol. Se ve cómo la agricultura se adueña de los bosques. Se ven controles de velocidad y aves esteparias ajenas a los desmanes del ser humano.

Blog_176La autovía llega hasta Rabat y sigue hasta el sur. Hasta Agadir. Es el camino para aquellas incursiones que tienen como objetivo encontrar especies raras. Hay otra autovía que va hasta Meknes. Aunque esta es de menor rango. La gente cruza aquí y allá. De vez en cuando hay una rotonda. Hasta Azrou, al sur de Meknes, no se tarda mucho más, aunque esta es ya una carretera de doble sentido.

Al viajero le tiene que llamar por fuerza la súbita aparición de bosques de coníferas. Cuadran más en otras latitudes. Son los cedrales del Atlas Medio. La perplejidad aumenta cuando se ven barreras preparadas para cortar la carretera en caso de nevada. Y aún más cuando te dicen que hay monos por allí.

Blog_179Decidimos pasar la noche en el hotel Diamond de Azrou. La villa de Ifrane, a base de apartamentos con tejados a dos aguas al estilo alpino, no nos seduce mucho. Aunque las habitaciones no cuenten con baño privado y el dueño lamente que no tengan televisión, nos parece muy adecuado que abajo haya un café abarrotado de nativos.

Nos aseguran, además, que a partir de las seis de la mañana está abierto y se pueden tomar unos msemmen (un tipo de crepes marroquís a base de varias capas) recién hechos. Aunque no nos lo creemos nos gusta mucho que nos lo cuenten.

La vida en el café es adictiva. Antes de buscar un lugar donde cenar nos mezclamos con la población local. La gente departe, lee periódicos arrugados y bebe café o té. Los camareros vienen con sus amplias bandejas y acompañan las bebidas calientes con una botella de agua fresca y unos vasos. Llama la atención la abundancia de portátiles y móviles. Hay wifi.

La gente pasa las horas muertas alternando café y tabaco. La brisa convierte los cigarrillos en quebradizos cilindros de ceniza.

Comemos cordero asado. Son pedazos de un costillar. Hay que andar con cuidado para no tragarse las esquirlas de los huesos. Parece que corten la carne a martillazos. Como no hay jabón, ni toallas, ni agua caliente, ni servilletas en condiciones (el papel de estraza resulta poco versátil), ni vino o cerveza es imposible disolver la grasa del cordero. Que  termina en el pelo y la ropa. Entre las barbas que me crecen descuidadamente.

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Madrugamos con la idea de salir pronto a hacer nuestro recorrido por el cedral. No ha nadie en recepción. Pedimos un café. Y luego un té. Ni rastro de aquellos msemmen recién hechos. Van saliendo más inquilinos del hotel. Pedimos otro té. Por fin un tipo de la mesa de al lado nos dice que él nos puede conseguir unos crepes. Cuando llegan el té se ha enfriado.

Empieza a hacerse tarde. No hay nadie en recepción. Varios clientes entran y salen. Querrán pagar, como nosotros. Llevamos una hora de retraso. Tocamos el timbre. Golpeamos el mostrador. Viene el tipo que nos ayudó antes. Pega unas voces. Y de entre un amasijo de mantas emerge un tipo. Somnoliento. Yo creo que no soba ni dónde está. Le pagamos. No lo cuenta y mete todo en un cajón. Tengo que pedirle una factura para justificar los gastos.

Me voy sin la factura. Obviamente.

El muro verde de cedros y encinas tapiza la cara norte del Atlas Medio. Esa ladera termina en un altiplano que está a dos mil metros. Allí el panorama es distinto. Hay bosquetes aislados de árboles. Y también en pequeños barrancos. Nos preguntamos cómo era esto antes. Siempre tendemos a hacernos preguntas de este tipo. ¿Había cedros? ¿O aquí el clima es tan duro que la vegetación potencial son pastos y sabinas?

Blog_170Los cedros debían de cubrir todo esto. Hay minas de cobre cerca. Siempre que hay minas hay pocos bosques. Sin embargo los numerosos rebaños de ovejas también nos hacen pensar en el sobrepastoreo como causa del deterioro del paisaje. ¿Se taló el bosque para crear pastos? ¿Es eso sobrepastoreo? En realidad el exceso de carga ganadera lo que puede provocar es la desaparición del pasto, de la piel protectora del suelo, y desencadenar procesos de erosión.

Blog_178Por otra parte es difícil mantener una presión ganadera continuada sobre un territorio. Los animales dependen del pasto y del agua. Si acaban con el pasto tienen que irse. Algo parecido a lo que sucede con las poblaciones de herbívoros salvajes. Tratándose de animales domésticos pueden resistir un poco más, puesto que se les puede suministrar agua y pienso. Aún así, resistir todo el verano y año tras año, significa un modelo de subvenciones dedicadas a dar de comer a los animales. Me inclino a pensar que estos animales van y vienen, trashumando el territorio. De todas formas no dejan de ser improvisadas conclusiones desde la ventanilla del coche. Habrá que buscar literatura y volver. Por ejemplo después del verano, a ver qué pinta tiene entonces el altiplano.

De vuelta a Ifrane, cerrando el circuito para retornar a Tánger, vemos un camión cargado de gruesos troncos. Puede que el pastoreo contribuya a la degradación, pero la verdadera descapitalización de la región se explica por la tala de esos gigantes.

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El coche en el que vamos es alquilado. La verdad es que el local en el que lo arrendamos no daba muchas garantías. El mobiliario era una mesa. Había un tipo con los pies encima, jugueteando con el móvil. Un montoncillo de chatarra variada, algo así como repuestos, yacía exhausto bajo una densa capa de polvo.

Un par de días antes habíamos acordado el precio y el tipo de coche. Cuando fuimos a recogerlo el coche no aparecía. Después de un rato de dudas y renegociaciones aparece un Dacia Logan. Arrancamos y el depósito está en reserva. Pero ya no nos queda tiempo para seguir negociando y nos vamos. Es muy difícil devolver un coche en reserva y ahí el tipo se saca un extra.

Pero no sabía con quien jugaba.

En el camino de vuelta empezamos a hacer cálculos y decidimos devolver el coche seco. Van cayendo los kilómetros. Entramos en reserva a 300 kilómetros de Tánger. Echamos unos 15 euros. Siguen cayendo los kilómetros y las rayas del depósito. Y otra vez en reserva.

Nos miramos los unos a los otros. Como uno de nosotros ceda echamos gasolina. Pero no. Nadie se raja. Bueno, dice alguien, si queremos devolver el coche como nos lo dieron ya sabíamos que íbamos a pasar por este ratillo de angustia.

Se masca la tensión. Es divertido. El tráfico empieza a ser denso. Parar en los semáforos, arrancar, consume mucho. El conductor hace malabarismos para adaptarse al caótico tráfico y nuestro capricho de ver hasta dónde llega la reserva. Jugando con marchas largas. Bajando en punto muerto las cuestas. Dejamos atrás varias gasolineras. Alguien recuerda: “Somos conscientes de que acabamos de dejar atrás otra gasolinera, ¿no?”.

Debe quedar muy poco combustible. Un litro y algo. Según el GPS en línea recta hay dos kilómetros. Pero en Tánger no hay líneas rectas. Tenemos clara nuestra disposición en cuanto el coche de ahogue. Nos bajamos rápidamente: Uno dirigie el tráfico. Dos para empujar.

Seguimos. Callejeamos intuitivamente. Necesitamos arriesgar en un par de cruces complicados. Nos deben de quedar tres acelerones. Llegamos al hotel. Bajamos el equipaje. Llegamos al parking. devolvemos las llaves. Con suerte puede que tenga para llenar el mechero.

Estaba claro que no sabía con quien estaba jugando.

 

Una vuelta por el Rif

La carretera que da acceso al Mausoleo de Moulay Abdessalam se va empinando y estrechando. Hay una serie de puestecillos y pequeños sitios donde comer. Se venden frutos secos presentados de forma esmerada. Hay nueces y almendras. Y lo que parecen ser turrones. El Santuario tiene su interés. La panorámica que se tiene desde arriba es muy buena. Para llegar hasta allí hay que descalzarse. Pero lejos de resultar algo incómodo la experiencia es agradable. Paseamos entre las letanías que tíos con barbas dedican a Alá. El suelo está tapizado con planchas de corcho, sacadas de los alcornocales que atravesamos hace un rato.

Al aroma de las brasas decidimos comer en lo que promete ser un restaurante interesante. La carnicería, en simbiosis con el local, y también al aire libre, parece buena. No hay muchas moscas. El tipo al mando viste un inmaculado delantal blanco. Cada vez que atiende a un cliente me recuerda a un farmacéutico. Las manos sobre el mostrador, asiente varias veces y en silencio saca un cuchillo enorme y con pericia obtiene la pieza que le han pedido. Lo pesa escrupulosamente. Si es carne picada añade o quita hasta que peso exacto. Lo envuelve y listo. Sin sangre, ni manchas, ni ruido. Un profesional.

Blog_173Liberado de la posibilidad del pescado frito me relajo. El pan, de entrada, es bastante mejor que los anteriores. Se nota que estamos en terreno rural. Y las aceitunas impresionantes. Después traen un brebaje verde hirviendo. Resulta ser harina de habas –muy abundantes en la zona, como hemos visto- con un aceite de oliva excelente. La emulsión resultante, denominada bissara, se rebaña con el pan. Nada de cubiertos, que es de mala educación. Y nada de servilletas. Y nada de vino.

Enredado en esta tarea, mientras picoteo aceitunas, llegan las primeras remesas de carne a la brasa. Son costillitas de cordero y filetes de carne picada, llamados kefta.

La nariz me gotea. Las manazas llenas de grasa. Busco un pañuelo. Mancho el bolsillo en la incómoda maniobra. Me sueno. Sigo mojando pan. Hay que adaptarse.

Hoy hemos tenido una instantánea de cómo era el mundo. Uno de los propósitos del proyecto y de esta excursión es conocer la vegetación potencial del lugar y así poder clasificar el territorio en unidades de vegetación. Para esta empresa los morabitos son excelentes herramientas. Los morabitos son pedacitos de tierra sagrada donde se enterró a personajes relevantes. Santones y cosas así. Alrededor de sus tumbas, a veces, se iban acumulando lápidas de los seguidores de ese santo. El carácter sagrado que adquiría el lugar conllevaba el respeto por todo lo que lo rodease. Por eso la vegetación se dejaba intacta. Estos lugares son testigos de lo que pudo ser el ecosistema si no se hubiese explotado. Normalmente son pequeñas parcelas alrededor de la tumba –que está muy bien lo de la fe, pero el personal, además de creyente, tiene hambre- pero Helios nos llevó a uno que nos dejó a todos impresionados.

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En medio de un paisaje agrícola llamaba la atención una frondosa macha de bosque. Había acebos y coscojas arbóreas de gruesos troncos, lianas, musgo. La hojarasca conformaba un manto tupido que se iba incorporando al suelo. Era una selva. Y así era todo antes. Pero qué bestias somos. Qué capacidad de destrucción.

Obviamente este grado de conservación (calculamos unos 600 años al morabito por el porte de las especies) no es compatible con la vida humana. Necesitamos degradación para vivir. Desde la deforestación que conlleva la construcción de la cuenca de recepción de un aljibe hasta abrir caminos o campos de cultivo. ¿Pero de verdad no existe una opción de desarrollo intermedia? ¿No podemos dejar de arrasar hasta la última brizna de hierba para sacarle otro cuarto más a la Naturaleza? ¿Necesitamos transformar el territorio tan salvajemente para comer? ¿O es para tener otro televisor de plasma?

La impresión del morabito flotaba en todos nosotros. Después de atravesarlo vimos algo que todavía tuvo la capacidad de volvernos a sorprender. Allí, en la cima del promontorio, en paz, solemne, un gigantesco alcornocal nos llevó al éxtasis. ¡Qué grande es la Naturaleza!

Blog_175La excursión resulta interesante porque vamos interpretando el paisaje. Armando explicaciones sobre el uso del territorio y su transformación. Para mi gusto tratar de clasificar los ecosistemas en base a una vegetación potencial, original, sin tener en cuenta las presiones que sufren esas masas vegetales –de las que muchas veces tan solo quedan aislados vestigios- es algo poco útil. Diría que anacrónico. Es poco factible hacer reservas inexpugnables para guardar muestras de lo que fue el planeta. Esas reservas son acosadas por la población y acaban siendo vistas como trabas al desarrollo. De hecho las que vemos que se preservan responden a criterios de otro tipo: religiosidad.

La conservación a gran escala requiere la implicación del ser humano. Del que vive allí. Que entienda de una vez por todas, aunque su bienestar se base en el acopio, que su supervivencia radica en hacer bien las cosas. Que entienda que lo que sobreexplote hoy lo va a pagar mañana. Que no se puede huir hacia adelante, como hemos hecho hasta ahora. Mientras no cambie el sistema de valores y prioridades habrá que dar la razón a los ecologistas más conservacionistas: poner un candado a los tesoros naturales que quedan.

De Tánger a Larache

El Cabo Espartel es uno de los extremos de África. Lo dice el chófer del minibús. Por reseñar algo. Por hacer acopio de singularidades. Por hacernos creer que somos tipos afortunados al estar en lugares tan emblemáticos. El chófer va dando cuenta de los parajes que vamos atravesando. Nos dice, por ejemplo, el número de mezquitas que hay en Tánger. En la subida hacia el cabo, el sector chic de la ciudad, vamos viendo mansiones y casoplones. Orgulloso señala cual es la del rey Fah. Cual la de Kasogui. Dónde tuvo su residencia Juan de Borbón.

Diplomáticos, evasores de impuestos, futbolistas y traficantes de armas. No sé porqué pero siempre acaban siendo vecinos. El común denominador es la pasta. No importa cómo la consigas.

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En realidad el chófer va jugando un papel que no es el suyo. El verdadero guía de la excursión a Larache es el experto marroquí en humedales, pero es más aburrido.

Los ecosistemas leníticos que visitamos consisten en aguas residuales que se van colmatando de esqueletos de hormigón y escombros. Las nuevas infraestructuras -el tren de alta velocidad, la autovía- parcelan las masas de agua como paso previo a su desecación. El ecólogo señala escandalizado el impacto brutal del desarrollo.

A partir de la cuarta parada dejo de tomar notas. El viaje se ha convertido en algo previsible: parada del minibús, salir todos con cara cada vez más hastiada, esquivar la basura acumulada en la cuneta, hacer un esfuerzo por creernos que las detríticas aguas son un hábitat interesante, tirar unas cuantas fotos, medio entender la entremezclada conversación de español, francés y árabe, volver religiosamente al mismo asiento, encender el GPS para que siga grabando la ruta. Poco a poco el tedio nos embota.

Sorprende que, pese a las patadas que le damos al medio ambiente, todavía haya una fauna abundante. Vemos garcillas, avetoros, una llamativa carraca. Incluso de uno de esos ríos, lleno de sedimentos y cuyas aguas nos envenenarían a todos si las bebiésemos, un pescador saca varias anguilas. Hay fochas y cernícalos y unas cuantas especies más que mis amigos los biólogos sabrían identificar.

Blog_172El litoral atlántico muestra playas inmensas, desapacibles, vacías. ¿Por qué no rebosan de turistas, hoteles, chiringuitos? La playa, dice el chófer, dura hasta Larache. 40 km de arenal. Quizás las aguas sean muy frías, el viento no deje de soplar y el oleaje las convierta poco aptas para el baño. La generalizada falta de cerveza en el país es otra poderosa variable explicativa, conjeturamos.

Blog_168Larache es el destino final. Comemos en un lugar que parece bueno, a tenor de la masiva afluencia de comensales nativos. La carta es abundante. Pero una vez más nadie concreta (lo que queráis, a mí me da lo mismo, mientras no sea pollo…) y aparece en la mesa la consabida bandeja de pescado frito. No está mal. El pescado es fresco y está rico. Anillas de calamar, gambas, bacaladillas y unos lenguadines. Pero cansa. El mismo surtido de siempre. El mismo rebozado. Para beber agua y té, con exceso de azúcar.

En el tiempo que tardamos en comer las mesas de al lado ya han tenido dos o tres rotaciones. O comemos mucho o comemos despacio.

De postre té, como no.

Rematamos la jornada en las ruinas de la ciudad romana de Lixus. Es un paseo agradable entre piedras milenarias, que sobresalen entre la hierba. Una ruina en ruinas. Me gusta. El asentamiento se basaba en la explotación del pescado. Tiene su circo romano, su aljibe, sus murallas. El guía hace un esfuerzo por contarnos la historia en español. Lo hace muy bien el chaval. Además ir acompañado de Augusto y Helios –así se llaman dos de los expertos- parece muy apropiado para moverse por una antigua ciudad romana.

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Tánger

A Tánger llego con varias expectativas. Formadas a base de experiencias anteriores. Cosas que he leído o escuchado por ahí. Cosas que me han contado. Una se cumple. Efectivamente, la reunión es un rollo. Vacía, insípida. Uno se pregunta si no podría hacer algo mejor con su vida.

La otra expectativa no se cumple. Tánger no tiene nada que ver con esa ciudad cosmopolita que uno esperaba. No queda rastro de aquellos insignes personajes que se alojaron en sus hoteles. Tánger es otra megápolis africana que crece sin control. Ha pasado de 125.000 habitantes al millón y medio en una década. El puerto, la medina, la mellada fachada que da a Europa puede recordar a la decadencia de La Habana.  Casi romántica para el que no vive ahí. Pero cuando se entra al detalle, cuando se come varias veces el mismo pescado rebozado, cuando se comprueba que la ciudad ha crecido como un tumor hacia el interior y que los desagües vierten al mar directamente, a no ser que rebosen y antes perfumen las calles, entonces queda claro que ese encanto de ciudad internacional se ha evaporado sin remedio. Tánger se ve en medio día. Y los alrededores, si acaso, en otro medio. Para comer ‘pescaito’ mejor quedarse en Málaga o Cádiz. Allí, además, se puede acompañar como Dios manda y Alá prohíbe. Con cerveza o Barbadillo.

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Las grandes inmobiliarias parecen haber encontrado terreno abonado para seguir con sus desmanes. Llenando de esqueletos de hormigón los campos que rodeaban la ciudad. La diferencia con las ruinas no está muy clara. Hay miles de edificios aquí y allá. Edificios vacíos que esperan llenarse con gente. Otra burbuja. Otro modelo de crecimiento con pies de barro. Literalmente. Los cimientos de los edificios están en muchos casos inundados. Los bloques se han hecho a toda prisa. No hubo tiempo para dragar los humedales. No hubo tiempo para advertir que ese no era un buen terreno. Zonas inundables. Mosquitos. Aguas con pesticidas. La prisa nunca fue buena consejera. Cuando esto se hunda los capos de la construcción se irán a otra parte. Que arree el siguiente.

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Cuando se pasan varios días en un hotel empieza uno a ser testigo incómodo de los enjuagues que se traen entre manos los empleados. Probablemente como consecuencia de una mala planificación.

Como la reunión tiene lugar en el mismo hotel en el que nos alojamos, pasamos horas encerrados. Divagando a ratos por los rincones más insospechados. Irrumpiendo inesperadamente en las habitaciones. Descubriendo detalles inquietantes.

La impresión de solvencia, incluso de elegancia, que se puede llevar el usuario casual, desaparece en cuanto se pasan unas cuantas noches en el mismo hotel. ¿Cómo imaginar un sistema de reciclaje de cucharillas tan poco sofisticado? El primer día la ausencia de cucharillas puede parecer meramente anecdótica. El quinto jugamos a ver cómo los nuevos clientes las buscan sin cesar. Hay veinte cucharillas para todos. No sé porqué (quizás con una semana más hubiera bastado para averiguarlo) es un objeto tan escaso. Lo cierto es que los camareros las requisan en cuanto pueden. Casi se las quitan a uno cuando remueve el café. Después las echan a un balde de agua, que está nada más pasar la puerta batiente que conecta con las cocinas. De ese mismo caldo heterogéneo que van formado las cucharillas sucias el camarero que vuelve al comedor las saca, las seca con un paño y, voilá, listas para el siguiente café.

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El reciclaje se extiende a las comidas. Esto era esperado. Pero cansa. Las pastas que nos sorprendieron en el primer coffee-break reaparecen en los postres y después, con alguna modificación, en el desayuno del día siguiente. Empieza a dar la sensación de que hay tres o cuatro ingredientes en todo Tánger: pescado frito, agua, pan y té verde con menta.

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Se nos ha olvidado que hasta hace poco, en España, se podía fumar en cualquier lado. En África esto sigue siendo así. El vestíbulo del hotel está lleno de fumadores. Igual que los diversos saloncitos que constituyen el principal patrimonio del hotel. Las cortinas de la habitación huelen a ceniza. A mí, sin embargo, me da no se qué sacar la pipa. Tengo la sensación de que se van a poner en marcha los aspersores anti incendio. Y que después me van a meter en la cárcel. Por fumar.

Lo que si practico cada noche es  la shisha, es decir, la pipa de agua o narguila. En Marruecos es poco habitual. Podíamos decir que hay un gradiente de shisha que decrece de este a oeste. En Marruecos se asocia a algo así como con clubs de alterne. Lamentablemente esto lo averiguo al cuarto día. Y eso me cuadra con la mirada retadora, casi antipática, de la tipa que se encarga de traer las shishas y ponerlas en funcionamiento.

Para ser tan poco habituales las shishas de Tánger son excelentes. Y duran una barbaridad. Nunca logré terminar ninguna. Cada poco viene un tipo con una cacerola llena de brasas y renueva la combustión. Sin embargo creo que el tabaco es más flojo que otros. Debe de ser para turistas. Son efectos algo lenitivos, pero no dejan huella. No tengo la voz ronca por las mañanas.

Las noches de shisha en el encantador jardín del hotel, junto con una buena conversación, acaban por ser lo mejor del viaje.