Cartas desde Sajama. La vuelta

Ayer, después de colgar contigo, las cosas cambiaron radicalmente. No pasó nada, pero pudo pasar. Por eso estoy en el hotel, escribiendo esta carta después de un opíparo desayuno.

No pudo ser la cervecita en las aguas termales. Al poco de llegar al hotelito cochambroso de Sajama que habíamos pagado por adelantado una señora nos dijo que había problemas en la carretera. Era una guía turística que andaba con unos franceses por la zona. Tuvo la buena idea de avisarnos que una comunidad ha cortado la Ruta 4. Reclaman su propia carretera.

Como consecuencia ha colas de varios kilómetros de camiones. El bloqueo es serio, nos advierte la amable señora, y si tenemos un vuelo en los próximos días, nos dice, es mejor que intentemos salir hoy de aquí.

Te cuento esto escribiendo tranquilamente ahora, sentado cómodamente, después de haberme duchado y comido bien. Los rayos del sol se filtran por la cristalera. Los turistas hacen sus planes para visitar La Paz, o contratar una excursión al Titicaca, a Potosí.

El hotel se llama el Palacio de Eva. Y no mi amor, no es un burdel. Es un negocio familiar, regentado por un tipo excesivamente ceremonioso y formal que nos trata con una prosopopeya que termina por incomodar. Está bien situado. El hotel digo. El tipo también. Siempre. Para abrirte la puerta. Para decirte el horario del desayuno. Para buscarte un taxi. Junto a la catedral. Junto a las zumerías a las que hemos ido antes de desayunar. Después de meternos un par de litros per cápita hemos vuelto deprisa y corriendo a la habitación. Al cuarto de baño de la habitación.

Catedral de La Paz. Detrás las casas apiñadas de El Alto

Anoche llegamos a las tantas. Después de recibir la noticia del bloqueo decidimos unirnos al primer convoy que nos sacase de Sajama. Nadie se atrevía a enfrentarse a los piquetes. Fue nuestro guía sucumbió a la jugosa oferta económica y nos llevó.

Mientras tanto conseguimos comer en el mismo restaurante que tiene el hotel y la cabina desde la que te hablé. Obviamente todos estaban en otra faena así que los niños que estaban a cargo del negocio no sabían que cobrarme por la ropa que habíamos dejado a lavar antes de irnos a intentar la cumbre.

Recogimos a puñados nuestras pertenencias y las fuimos metiendo aleatoriamente en las mochilas. Todo estaba esparcido por la habitación. Una de las tareas que hoy tenemos es poner en orden los equipajes. Está todo mezclado. Vamos que ahora mismo no sé donde tengo los prismáticos, si en alguna de mis dos mochilas o en las de Gerardo.

Fíjate cómo será la cosa que incluso a mí este nivel de desorden y caos me empieza a poner nervioso.

Tampoco mucho, no te vayas a creer.

Verdaderamente era un espectáculo ver tantos camiones juntos. La gente lleva allí varios días. Se ha montado un campamento improvisado. Se juega a las cartas, se charla, se cagan en Evo Morales.

Tuvimos que andar uno tres kilómetros con las mochilas. No fue fácil. Veníamos de hacer un seis mil. Y aún teníamos la misma ropa. Además los mochilones, al no estar bien armados, se clavaban por todas partes. Y seguían pesando como demonios.

Gracias a esta señora atravesamos los piquetes sin mucho problema. Yo pensaba que lo mismo nos apedreaban, pero sólo recriminaban a otros bolivianos. No sé si aún conservan un problema de acomplejamiento frente a los pálidos gringuitos o simplemente consideran que nosotros estamos fuera del juego.

Al otro lado de los piquetes había muchos autobuses aguardando a la gente que había tenido que interrumpir su trayecto. Nosotros, que habíamos salido de la nada, no teníamos plaza en ninguno de ellos. Hasta que ofrecimos cien bolivianos. Entonces, de repente, tuvimos sitio.

De nuevo gracias a la intercesión de esta guía boliviana.

Zumería ambulante en La Paz

Llegamos tarde y fuimos al hotel que nos recomendó la susodicha. Yo iba sudando. Todavía llevaba la misma ropa que me había permitido hacer cumbre a quince bajo cero. Para La Paz empezaba a ser excesivo.

Nos quitamos la suciedad de varios días y fuimos a cenar.

Las escenas que vivimos a continuación son un poco lamentables.

Imagínate a dos tipos barbudos, famélicos, que han hecho un seis mil hace pocas horas, entrando en un buffet libre.

No había llegado el camarero y devorábamos el pan con mantequilla ese que ponen para entretenerte. Cuando llego: ¿Para beber?, no le hacíamos caso. Estofffmmmmñanñam…mmmgggf…Parecíamos los trolls. Gerardo casi se come las flores de adorno y yo estaba por morderle el brazo al camarero.

Conseguimos calmarnos y que nos explicase el procedimiento: una vez que pidiésemos un plato principal podíamos arramblar con el expositor de pastas, ensaladas y postres.

Así hicimos.

Parece que era un sitio medio chic donde la gente habla por el i-phone mientras presume de lo bien que le va en la vida. Uno de estos sitios de moda lleno de triunfadores trajeados que se limitaban a comer brócoli y a servirse (no a ponerse comida) cantidades modestas (irrisorias) para demostrar lo civilizados que eran.

Pero nosotros no teníamos esas cortapisas. Nadie nos conocía aquí. Comíamos, imagino, como  hordas de bárbaros que bajan hambrientos de las montañas.

Y mira, según te cuento esto, y pese al desayuno que me acabo de meter, ya voy teniendo hambre. Vamos a ir a un argentino que nos dijo la buena señora.

La Paz se ve bien. Al menos mucho mejor que la última vez que estuve por aquí. Hay demanda de empleo por todos lados. Se ve movimiento. Se percibe a la gente con ganas de prosperar. Parece todo un poco más ordenado que antes, hay menos miseria.

Por lo que hemos hablado con taxistas, el dueño del hotel, camarero, en general hay bastantes críticas contra el presidente. Se le acusa de blando, de conceder muchas cosas. Eso hace que se le suban a las barbas. Cuando una comunidad ve que la de al lado ha recibido una carretera, un colegio, algo, entonces monta un lío para que también se lo den a ellos.

Es complicado gobernar.

Esta noche tenemos el vuelo. Así que ya pasado mañana te cuento en primera persona. Y te enseño las fotos. He hecho bastantes, aunque no sé cómo habrán quedado.

Un beso.

Cartas desde Sajama. La cima

Pasamos la última noche en el valle. Gerardo sigue impenitente yendo a su piedra. Rondando por la laguna, caminando sin descanso a ver si el gato se quiere dejar ver.

Amanece y poco a poco me sacudo el frío. Reúno el coraje suficiente para salir del saco. Me pongo el plumón. Abro ‘la puerta’ y me golpea la intemperie. El valle está aun en sombras.

Perezosamente camino hasta el torrente. Aquí ya no hay aportes de aguas cálidas y meter las manos en la corriente para llenar las botellas es doloroso. Nada más enroscar el tapón envuelvo las manos en dos pares de guantes.

Camino lentamente hacia la piedra de Gerardo.

*

Gerardo aprieta los dientes, mira una vez más. Venga aguanta otro rato, se dice. Y cuando el viento le ha sacado el calor que le queda camina apergaminado hacia la roca. Su roca. La que ha elegido como refugio y escondite. Allí se recupera a duras penas. De noche ni siquiera este parapeto natural contra el viento que sopla del collado le sirve. Por la noche no tiene más remedio que caminar para entrar en calor.

Hay que quemar más grasa. Para mantener un calefactor a treinta y seis grados y medio, a esta temperatura, con este viento, hay que echar mucha leña al fuego. Aunque el plumas contribuye a guardar ese calor, poco a poco se pierde.

Gerardo en su piedra, untando nocilla

*

No hubo suerte. Volvemos al pueblo de Sajama para intentar subir el Parinacota. Nos pertrechamos en un hotel que alquila material. Aquello es un desastre. Todo está bastante deteriorado. No hay más que ver la mezcla de bártulos y el desorden reinante para entender el estado en el que se encuetran las botas, los crampones, en fin, todo.

Afortunadamente dos de los tres pares de botas existentes nos pueden servir. Gerardo está contento con las que le han dado. Cuatro tallas más. Dice que así llegará antes.

Desastroso almacén de material

Julen dice que es mejor alquilar el material en La Paz. Es lo que ha hecho él. Julen es un vasco de estos cuadrados. Un tipo grande y fuerte que viene de subir un 6200. Nos pregunta sin puede unirse a nuestra expedición para ahorrar gastos. Y nos parece muy bien. Así la cordada será de cinco, incluyendo dos guías.

Los guías y Julen se sorprenden de que no llevemos un infiernillo para calentar agua o cocinar. A nosotros nos vale con volver a llenar los tapers de arroz y huevos fritos. Comida seca, nos dicen. Sí, pero beberemos agua para que no se nos atragante.

*

Empieza la cuenta atrás.

Desde el todoterreno que se acerca al campamento base, la cumbre del Parinacota se va agigantando. Perdemos perspectiva. Comento con Julen las posibilidades de la ascensión. Me asegura que menos de siete horas para subir es imposible. Eso si la nieve está bien. Nos vamos hidratando. Este Julen sabe del tema. Ha subido el Aconcagua. Le gusta mucho viajar por Sudamérica ligero de equipaje y después alquilar lo necesario e ir coleccionando seis miles.

Vista del Parinacota, muy cerca del campamento base. Hay que subir al piquito de la derecha

Montamos el campamento base. Serán pocas horas. Llegan esos momentos de intranquilidad. En los que es necesario guardar reposo, comer bien, beber agua. Pero los nervios apenas me dejan dormir. Estoy deseando ponerme en marcha. Tengo localizadas las cosas que hay que subir. Repaso el orden de lo que hay que hacer antes de salir.

No duermo. Me giro de un lado a otro.

A las doce oigo como Julen sale de su tienda. Se preparan. Se oyen cremalleras. Se oye el rumor serio del camping-gas, calentando agua. Frío. Las narices moqueando.

A la una salen.  Nuestro guía sigue roncando.

Campamento Base. 5100 m.

*

Salimos a las tres. Tenemos que dar un arreón de 1.200, que es mucha tela a estas alturas. El guía es parco en explicaciones. Nos dice que si el ritmo es muy alto, o nos estamos ahogando, que le avisemos.

Como no decimos nada pues decide parar cada hora. Caminamos de manera muy compacta. Es noche cerrada y eso por un lado ayuda. Es imposible hacerse una idea de donde está la cima. De cuanto falta. Cada poco miro el altímetro. Van cayendo los metros.

Me ha costado que las manos entrasen en calor. Iba con los guantes finos, llevando el piolet. El acero congelado me ha dejado los dedos como estacas. Menos mal que los calentadores que he metido dentro de los guantes funcionan bien.

5.800 y bien. Pasamos a Julen. Y poco después empiezo a sufrir de verdad ¿Era esto lo que quería?

Por fin me decido a decirle al guía que un poquito más flojo. Él ya se había apercibido de que me iba quedando rezagado. Como llevo las piernas muy cansadas estoy abusando del piolet. Eso ha hecho que tenga un dolor de espalda tremendo. En las paradas aprovecho para estirarme.

Gerardo va como si nada.

Empiezo a pensar que a lo mejor no llego. Siempre me queda ir más despacio. Parar más. Pero es que voy acercándome al límite. Y hay un detalle importante. No se trata de llegar cómo sea a la cima. Después hay que bajar.

Me sigo deteriorando. Hay un hueco cada vez más grande entre mi posición y la de Gerardo y el guía. Quedan 150 metros según el altímetro. Hay unos quince bajo cero y la nieve está perfecta. Afortunadamente el viento está en calma. Empieza a amanecer. ¡Qué barbaridad de paisaje!

Amanece cerca de la cumbre

Me decido por una estrategia algo arriesgada. Voy a poner el pie en la huella que deje Gerardo. Nada más que levante el pie, meto yo el mío. No puedo seguir a rasras. Separado del grupo y desmoralizándome. Voy a ir a ese ritmo.

El guía, a partir de los 6000 está parando con bastante frecuencia. No soy el único al que le cuesta respirar.

Miro al suelo. Me concentro en la pisada. Vamos haciendo zetas. Progresando por el cono volcánico, que tiene una pendiente considerable. No se considera esta una subida difícil. Ahora bien, como pierdas pie vas para abajo y no te frena ni dios.

He llegado, me digo. ¡¡¡¡He llegado!!!! ¡¡¡¡He llegado!!!!

Nos abrazamos. Tiramos unas fotos. Registro en el GPS el punto más alto en el que he estado jamás.

Sueño cumplido

El monótono descenso nos termina de vaciar las piernas. Ya en la parte más baja la ausencia de nieve nos deja ver las cenizas volcánicas. Verdaderamente es una suerte que la cota de nieve esté tan baja. No quiero ni imaginar la paliza que tiene que ser escalar esto hundiéndote en el barro que forman las cenizas.

En la cima. 6348 m.

Llega Julen. Reventao. Como yo.

Deshacemos el campamento. La tarde la pasaremos tomando una cervecita en las aguas termales.

Cartas desde Sajama. Colección de miedos

Estoy obsesionado con subir a la segunda de las lagunas. Gerardo dice que se va a descansar a la tienda. Decido continuar solo. Decido enfrentarme a la montaña. Y mira que no estaba nada bien por la mañana. Otra vez la caja torácica no carbura. No se expande. La junta de la culata debe de ser. Y queda poco para el intento al Parinacota. Si sigo así no voy a poder subir.

Campamento 3 (4585 m)

Estoy enrabietado así que decido ir a la maldita laguna de una vez por todas. Me da igual que esté el terreno minado.

Gerardo decide subir para al menos verla. En el collado se da la vuelta. Yo quiero rodearla y tratar de asomarme a la tercera. Venga, la rodeo y me vuelvo. Y todos contentos.

Me quedo solo. Absolutamente solo. Hace buen tiempo. El paisaje es grandioso, sobrecogedor. Rodear la laguna no es fácil. No se puede ir por la orilla. La laguna debía de ser más grande y todo el terreno que la rodea está encharcado, puro bofedal. Pero resulta que también hay que rodear la franja de barro y nieve que bordea el bofedal. Me he hundido peligrosamente un par de veces. Salían burbujas de aire.

El aire está quieto. Hay huellas en la nieve. Probablemente el puma pase por aquí. Encuentro huesos. Se me olvidan las minas. Ahora mi miedo es que el puma me vea y me considere una presa fácil. A tenor de cómo progreso por el terreno debo parecerlo. No como las vicuñas que van como flechas.

Vista de la segunda y primera laguna desde el collado que da acceso a la tercera

Camino y mientras tanto pergeño un plan diabólico. Si llego al collado de la laguna y el puma no me come podría intentar colar por otro collado que debe conectar con el valle que Gerardo mira con el telescopio. El problema no va a ser la altura, porque desde aquí veo que hay que trazar una línea horizontal para conectar los dos collados de los que hablo.

El problema es que la ladera tiene mucha pendiente y es de un material triturado. Parece muy inestable. Grandes rocas se apilan junto al borde de la laguna. Grandes rocas que se han desmoronado desde los cantiles más altos.

Hay que atravesar esos canchales con sumo cuidado. Además a medida que avanzo, despacio, muy despacio, asegurando cada pisada, veo que la nieve se ha derretido, se ha infiltrado y ha formado una pasta de barro que forma torrentes espesos.

Avanzo en la soledad. Ya no tengo miedo a las minas. Ni al puma, que no creo que se encarame hasta aquí. Empieza a darme miedo la situación. Los desprendimientos. Creo poder recular. O bajar a troche y moche a la laguna. Pero a medida que avanzo la retirada es más complicada.

¿Y si el paso no conecta con el valle que yo creo?

Encuentro el nido del cóndor. Unas paredes verticales. Rodeadas de bloques que han caído. Enormes pedruscos en un equilibrio precario. Procuro no hacer ruido. Me paro cada poco. A tomar aire y a estudiar la situación. Mis metas consisten en recorridos de veinte metros. Paso un río de barro. Paso un canchal. Terreno desmenuzado. Llego a una posición segura. Vuelvo a estudiar la situación. Consulto el altímetro. Casi la misma cota que en el collado. Bien. Consulto el GPS. Este recorrido tiene que enganchar con el del otro valle. No creo que haya nada en medio.

La última acometida consiste en trepar por unas rocas gigantes que no comprendo cómo aún no se han ido hasta la laguna. No quiero ser yo el que cambie este equilibrio de millones de años. Trepo. Ya no hay vuelta atrás. Tú padre y yo te queremos mucho. Me viene ese pensamiento a la cabeza. No nos pongamos trágicos. No es un mensaje de despedida.

Tiene que conectar con nuestro valle. Tiene que conectar. Tiene que conecta…rezo a las montañas.

*

Floto. El terreno está esponjado por la acción del hielo y la nieve. Bajo entre las queñuas, la única vegetación que existe en la parte más alta del valle. Es una pendiente suave, que me permite bajar sin esfuerzo. Hacia la piedra en la que está el telescopio. Floto cuesta abajo. Encontré un amontonamiento de piedras que tenía que ser de origen humano. Apreté el puño. Encontré el paso. Y ahora corro cuesta abajo inundado de endorfinas. ¡Gracias montaña!

*

Ya conocemos el valle bastante bien. Hemos hecho el recorrido a la primera laguna (línea roja) unas cuantas veces. Hemos repasado las laderas mil veces. Llegamos a la segunda laguna y conectamos con el valle que controla el telescopio (recorrido azul). Y miramos también desde la cuerda que progresa hacia el collado que está por encima de los 5000 (línea verde). El gato puede habernos detectado y haberse largado a un valle aledaño. O puede que se esconda en los roquedos y ni siquiera las potentes linternas de Gerardo sean capaces de encontrar sus ojos. Todavía quedan algunos intentos, pero se antoja complicado.

Recorridos en el valle de los geiseres (en amarillo la frontera Chile-Bolivia)

Cartas desde Sajama. En busca de huevos fritos

Gerardo da infinitos paseos a la laguna, a la piedra en la que tiene el telescopio. Por la noche, al atardecer, al amanecer. Así que está más en forma que yo, pero también más dañado. Los sabañones empiezan a afectarle. La punta de la nariz empieza a estar negra.

No he hablado del francés que apareció ayer por el campamento. Ya han venido cinco visitantes, todos franceses. Dos parejas y uno solitario. El de ayer venía con pareja, una chica tímida que además no hablaba español, por lo que el tipo llevaba la voz cantante.

Detalle de yareta, la planta cojín

Fue el francés el que llevó el mensaje al pueblo. Sin darse cuenta también se llevó al perro, a Oso. Lo fue siguiendo. Florencio está desolado. Después de lo del puma el perro lo abandona. Le queda el cachorro, que ladra mucho, pero no creo que impresione al puma.

El francés venía con un par de huevos (de gallina) que pretendía cocer en los geiseres. Hemos visto cáscaras en varios sitios. Dedujimos que debe de ser una práctica recomendada en alguna guía tipo trotamundos: “cuando vaya a los geiseres no olvide llevar huevos y cocerlos. Será una experiencia inolvidable.”

El francés, además, ha descubierto una nueva ley de la física. Según él el agua hierve a 55° Celsius. Es lo que marca el termómetro-llavero que luce orgulloso, junto a su navaja-llavero. Por mucho que le decimos que el agua hierve a cien grados y que el problema es que su termómetro tiene un máximo de 55°, que está pensado para la temperatura ambiente, el tipo sigue tenazmente las indicaciones de su equipación, para él el mejor material disponible. Es uno de estos tipos optimistas, indestructible, que se abre paso en el mundo porque tiene principios que sigue a rajatabla, aunque esos principios sean absurdos. Así que para él el agua de los geiseres está a 55°, da igual que esté hirviendo. Decide no cocer los huevos. Es un tipo consecuente.

Geiseres de Sajama

*

Hemos tocado fondo. El paseo hasta la laguna saca nuestras últimas fuerzas. Estamos desanimados y desgastados. Necesitamos comer más. De camino al campamento 2 nos topamos con la cueva que sirve de refugio. Tiene unos muretes que lo hacen propicio para pasar la noche en caso de tormenta. Esta vez nos fijamos que a la derecha hay un pequeño cerco que sirve para guardar a las llamas. Se nos enciende una lucecita ¿Por qué no poner el campamento aquí, en pleno territorio de vizcachas? Eso ahorraría a Gerardo mucho desgaste de subir y bajar. Y además nos permitiría aclimatarnos aún más. Dormir a casi 4800 ayuda a subir un 6000. Es apretar otro poquito las tuercas.

La laguna fronteriza nevada

Ilusionados frente a esta perspectiva decidimos más cambios. Desmontaremos la tienda, esperaremos que venga un coche para ir a Sajama. Allí nos inflaremos a huevos fritos y llenaremos los tapers de comida de verdad. Después volveremos a por las cosas y tiraremos monte arriba.

De repente, de la nada, nos vamos a comer el mundo, empezando por unos huevos fritos.

*

La caminata a Sajama se ve atenuada por la camioneta de unos científicos de Cochabamba que andan muestreando la vida de los geiseres. Entre cajas de muestras y material de campo, aguantando los embates del camino, enganchando las manos en las barras que soportan el toldo de la caja del todoterreno, nos hacen cinco kilómetros.

Caminamos. Empezamos a hablar de todo lo que nos vamos a comer. Es un buen síntoma. Esto de empezar a soñar con cordero asado y fabes. Parece que por fin dejamos atrás los días en los que pensar en comer una nuez nos estragaba.

Hay varios restaurantes en Sajama. Que en un momento dado pueden ofrecerte una habitación. O venderte unas latas. Con los hoteles sucede lo mismo. Te alquilan una habitación. Pero claro, pueden servirte el desayuno. E incluso el almuerzo. En una tienda entramos a comprar un gorro para Gerardo. Tras comprar un bonito y colorido sombrero de tela la señora nos ofrece cocinarnos algo. Si presionamos seguro que también tiene habitaciones.

Algo común a todos estos metamórficos negocios es que, generalmente, están atendidos por niños. Que no saben muy bien que decir ante el extraño lenguaje del gringo de turno. Se te quedan mirando. Procesando tus palabras. Se rascan la cabeza, como en los dibujos animados, se meten el dedo en la boca, como en los dibujos animados. Y de repente dicen, un momento, y salen zumbando. Parece Pocoyó.

Vuelven, y cualquier cosa que sea la que hayas preguntado es que no. Los adultos están en otros negocios. Es época baja de turismo y tienen otras cosas que hacer. Generalmente todos son propietarios de llamas y están en el campo. No van a estar esperando a que dos pirados bajen de la montaña a comer huevos fritos.

Cargando provisiones en el pueblo de Sajama

Vagabundeamos por el pueblo. Damos un bandazo aquí y otro allá, que es lo nuestro. Vamos con nuestros tápers, en busca de arroz y huevos fritos. Estamos por volver a la tienda del sombrero cuando uno de los encargados de la caseta del parque nos lleva a la casa del que será nuestro guía de montaña. Su mujer parece que atiende nuestras peticiones. Tres o cuatro huevos fritos por barba con arroz, por favor. Más todo lo que quepa aquí, dice Gerardo sacando los tápers.

Compramos latas de pescado. Mandarinas. El pan no llegará hasta las cinco. A esas horas deberíamos empezar a subir. Hay que montar el campamento y de noche es incómodo. Y si le da por llover más.

Esto marcha, esto marcha.

*

El arroz aun está tibio. Sacamos los cubiertos y el trapo comunitario, ecológica costumbre que aprendimos de los restaurantes marroquíes. Otros tres huevos fritos por barba.

Empieza a caer la noche. Todo ha salido mejor de lo esperado. Ha sido el propio guía el que nos ha traído de vuelta a los geiseres. Además el tío se ha enrollado y ha metido el todoterreno más allá de lo que esperábamos. Se lleva de vuelta uno de los mochilones cargado con cosas que no nos hacen falta, incluyendo las tres novelas que hemos traído.

Desde la tienda vemos las vizcachas. Una familia que progresa por el roquedo, justo donde está la cueva. Gerardo se prepara para otro paseo. Yo me doy el lujo de escuchar uno de los podcast de RNE que me he guardado en el pequeño reproductor MP3. Como no es posible recargar baterías procuro minimizar el uso de la cámara y del MP3, cuya principal misión es grabar sonidos.

Una vizcacha calentándose al sol, vizcacheando

Cartas desde Sajama. Huellas en la nieve.

 

Me falta el aire. Me siento oprimido dentro del saco. Apenas me puedo mover, como otras noches. Me asfixio. Es una pesadilla. O es real. Me incorporo. Gerardo está pegado. Me pregunto por qué diantres no se va para su lado. O quizás sea yo el que se ha movido. La tienda parece más estrecha, deformada por la pesadilla.

Al revolverme palpo algo muy frío. Es como hielo. Enciendo el frontal. Tengo la tienda encima. Lo que he tocado es hielo, efectivamente. Despierto a Gerardo. Empiezo a entender la situación. La tienda se está hundiendo bajo el peso de la nieve que lleva cayendo horas. Silenciosa. A escondidas. Empezamos a dar golpes para sacudirla. Enderezamos los palos. Hay mucha humedad. Quizás eso contribuya a la sensación de ahogamiento.

Abro la tienda y el frontal deja ver la nevada. Caen los copos. Silencio total. Tomo aire.

Nos hemos desvelado. Charlamos un rato. Cada poco damos unos puñetazos a la tienda, y escuchamos cómo las placas de nieve se deslizan sobre el nailon y caen al suelo.

Recordamos con fuerza las palabras de la gente: no ya es época seca, ya no llueve más. Pienso en el Parinacota. Una nueva capa de nieve a sumar. La cota de nieve empieza ahora en los 4100, mil metros más abajo.

Va a ser un bonito día.

*

Gerardo sale de madrugada. Es el primero en hollar la nieve recién caída. Es el primero en varias leguas a la redonda. Cuando Gerardo sale a buscar gatos el resto de la humanidad duerme.

Yo sigo en el saco una hora. Hemos quedado en la piedra en la que ha dejado los apechusques, para ahorrarse cargar con ellos en terreno donde ver al gato es improbable. Llevaré el desayuno: una mandarina y un pan con nocilla por cabeza.

Utilizo la tapa del taper como pala para remover la nieve alrededor de la tienda. Vuelvo a tensar los vientos. Dejo el campamento más o menos apañado y comienzo a caminar. Sigo las huellas de Gerardo. Paso el corral de llamas. Silenciosas. Cubiertas de nieve. Me miran. Escucho el crujir de la nieve. Y me deleito. Naturaleza pura.

Campamento 2 tras la nevada

El cachorro me sigue con la mirada mientras me pierdo monte arriba ¿Adónde irá se pregunta?

Nieve, nieve, más nieve. El paisaje, a medida que cobro altura, es impresionante. Los geiseres humean con más fuerza, dejando ver sus penachos de vapor. Tras la tormenta vino la calma. El sol empieza a cobrar fuerza. Una vez más no me he dado crema. Tengo la frente quemada, parece cartón piedra. He traído cuatro botecitos de crema, de esos que regalan de muestra, para los dos. Y uno de ellos no lo encuentro. Así que sólo me doy crema en la nariz. Que también se ha quemado, por cierto. Me acuerdo de Leo ¿Llevarás crema no? Sí, sí, claro. Por poco previsor cedo mi gorra a Gerardo.

El cachorro de mirada incomprensiva: ¿Adónde vas a con la que ha caído?

 Las llamas y la nieve

*

De repente veo un rastro que cruza el camino. El gato. Y las huellas de Gerardo se salen del camino. Obvio. Empieza entonces un juego muy entretenido. Gerardo va a seguir estas huellas pase lo que pase. Me decido a seguirlas. Las del gato se meten por en medio de las queñuas, suben por cualquier sitio. Las de Gerardo son más conservadoras. Dan pequeños rodeos.

Encuentro un envoltorio de calentadores en el suelo. Ahí las huellas se bifurcan. No entiendo bien al principio. Sigo las que van monte arriba. A medida que subo comprendo el mensaje de Gerardo. Se ha desviado para coger el telescopio. Ha vuelto al cruce y ha tirado valle abajo. Así que vuelvo sobre mis pasos. La confusión de rastros empieza a ser inquietante.

Recupero las huellas del gato. Un alivio. Sigo. Estoy hecho polvo. Me concedo un sorbo de agua. El déficit de calorías sigue aumentando.

AUDIO. Persiguiendo a Gerardo que persigue al gato

Después de subir y bajar el rastro va hasta unas piedras. Veo las huellas de Gerardo que hacen varios intentos por trepar. Lo imito. Hay una confusión imborrable. Aquí se acaba la historia. No me he encontrado a Gerardo apostado con el telescopio, como yo esperaba.

Sigo las huellas humanas, que ya caminan solas. Llego hasta la piedra. Veo la mochila con el telescopio. Meto un pan, el bote de nocilla que está a medias y la mandarina. Ya se lo comerá en algún momento.

Por fin nos vemos. Gerardo ya volvía para el campamento. Nos encontramos. Ha sido una pena no haber hecho uso de los walkie talkies, que para algo los hemos traído.

El rastro de uno que sigue un rastro

AUDIO. Encuentro con Gerardo tras la infructuosa persecución

*

La nieve se funde y se convierte repentinamente en arroyos abrasivos que excavan cauces. De la quietud al dinamismo provocado por la mezcla de gravedad y nieve derretida.

Las llamas finalmente pudieron pastar. Los bofedales están más anegados que de costumbre. Nos sacamos las botas y los calcetines. Pretendemos secarnos antes de que la noche caiga. Gerardo tiene las botas empapadas. Ya está elaborando un nuevo plan de asalto.

El día va abriendo, la nieve se derrite, quedan imágenes hermosísimas

 

Cartas desde Sajama. Tomando altura

No ha amanecido aún. Pero nos ponemos las botas. Trabajosamente. La tienda está como una tabla. Del hielo. Los frontales levantan estrellitas al chocar contra el doble techo. Abrimos las cremalleras. Metemos los pies calentitos en las botas congeladas. Es complicado atarse las botas sentado en el suelo. Es complicado sobre todo ponerse de pie desde esa posición, procurando colar por el hueco abierto. A esta hora, con este frío, cualquier cosa es complicada.

El plan es intentar ver el puma de nuevo, confiando en que haya vuelto al corral o esté merodeando por los alrededores. Así que nos vamos a apostar frente a la cabaña del pastor y después, cuando salga el sol y el pastor, iremos tomando altura para prospectar el valle desde arriba, intentando ganar la máxima altura posible. Nos servirá de entrenamiento pero también para ver hasta dónde llega el gato.

Valle de los Geiseres desde el Collado de la Laguna. Al fondo a la izquierda el Sajama y antes la cuerda que pensamos recorrer

*

Yo sigo sin carburar bien. El bolo de coca me ayuda a tapar carencias. Seguimos comiendo frugalmente. Y cada día hacemos un nuevo record de altura en el viaje. Retortijones cadavéricos que me obligan a buscar piedras y zanjas en las que esconderme. La intimidad es un hecho que existe aunque no haya nadie.

Subimos. Subimos. Subimos tanto que vemos un cóndor. Pero lo vemos desde arriba. Y sorprendido, herido en su orgullo, se eleva y en un periquete lo tenemos encima. Se acerca a inspeccionarnos. A ver cuánto nos falta para palmar. Lo seguimos con los prismáticos. Hasta que lo vemos mejor a simple vista. Está ahí mismo. Es enorme. ‘¡Qué chulo!’ gritamos emocionados. Nos damos detalles sobre lo que hemos visto. Celebramos el encuentro con un animal tan mítico. Me llama la atención el espolvoreado blanco que tienen las plumas coberteras, visto desde arriba. Es como si le hubiese nevado encima. Es un camuflaje perfecto. No sé para qué.

Vegetación en altura, cerca de 4900. Yareta, que es eso que parece musgo pero es una planta tipo cojín, matorrales de festuca y queñua, el del fondo de porte más arbóreo

Llegamos a la línea de nieve. Estoy reventado. Seguimos hasta un collado. 5200. Nieva. Hace frío. Tenemos hambre. Y sed. Así que nos damos la vuelta. El pico que debe de estar a 5400 queda para otro día. Meto puntos en el GPS. Ya los miraré en casa, a ver dónde coño nos hemos metido.

Vamos parando en la cuerda para buscar al gato con botas. Tiene el territorio bien marcado. Una cagada en cada paso importante. Nos acurrucamos entre las piedras. Escaneamos el territorio. Cada piedra. Caen los copos. Sopla el aire, leve. Esto me gusta. Qué le vamos a hacer, pero esto, aún así de jodido, me gusta.

Subiendo hacia el collado, reventado. Gerardo a 5200, como si nada

*

El reconfortante sabor de la pasta de dientes. La mezcla de aromas que empaña la bolsa de aseo y por ende el mango del cepillo. Un resumen de la última década de aftershaves y perfumes que has utilizado con más o menos fortuna. Todo eso tamizado por el penetrante aire de la montaña. En un lugar remoto. Escuchando el incesante rumor del arroyo de montaña que transporta la nieve líquida hacia los pastos. Agua que no está helada, te sorprendes, sino tibia. Debido a los aportes de agua hirviendo de los burbujeantes geiseres. Lugar extraño para traer a colación la vida doméstica empaquetada en moléculas de aroma.

El arroyo, tumultuoso, intrépido, va repartiendo vida en su discurrir aguas abajo. Crecen hierbas anegadizas. Sobreviven en la corriente, en recodos donde el caudal se remansa. Me fijo en unas moscas. Decenas de moscas que patrullan esas micromarismas. Retozan nerviosas. Vuelan bajo. Caminan de un lado a otro sostenidas sobre sus frágiles patas. A escasos milímetros de lo que deben de ser tsunamis para ellas.

Las moscas viven peligrosamente el escaso tiempo que les ha sido concedido. Así que no lo malgastan y se dedican a flirtear con otras moscas. Algunas, más distraídas, exploran mi pie cuando lo sumerjo en la poderosa corriente tibia. Son unas descaradas estas moscas suicidas.

AUDIO Junto al arroyo, contemplando la vida de las moscas

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Florencio se afana por poner a salvo lo que queda de llama. Si la faena bien aún puede vender la carne que no se ha comido el puma. Cuando volvemos del collado lo único que queda es sangre en el suelo y algún pedacito poco aprovechable que roen los perros.

Una llama cuesta unos 800 bolivianos (95 euros) así que la pérdida es considerable. Como le toque pagarla a Florencio está jodido. Se quedó dormido, no puso las luces, ni los ladridos ni nuestros linternazos le despertaron. El puma, que debía llevar días esperando su momento, le ganó la partida.

Dice Florencio que es mejor no tomar represalias. Si el puma ve que van contra él la siguiente vez mata diez llamas, en lugar de una. Es el peaje por quedarse con su territorio. Parece algo aceptado.

Florencio pasa los días de su vida dedicado a sacar adelante a las llamas y sus crías. Debe de ser frustrante ver cómo se cobra presas el puma. Debe generar odio. Debe generar ideas para exterminarlo ¿De qué sirve un puma?

Un puma cazando llamas puede dar más dinero que una llama. Habría que poner un sistema de avisos y cuando el puma cace llevar a los turistas de Sajama a verlo. Cincuenta euros por turista. Con dos turistas ya te dan más que vender la llama en el mercado. Así funciona en África. Hay que hacer ver a la gente local que conservar fauna salvaje es rentable. Es un negocio. Si no sacan nada está claro que es cuestión de tiempo que pongan venenos o se hagan con un rifle.

Carne de llama colgada para secar y así conseguir charque

Mensaje que Florencio, el pastor, le manda a su patroncito para darle cuenta del ataque del puma

Cartas desde Sajama. Entre pumas y geiseres

El nuevo campamento está a 4400 m, junto a los geiseres. Aprovechamos esta fuente de calor para varias cosas. Nos hemos hecho una infusión con las aguas salobres y la hoja de coca que conseguimos en Sajama. También rellenamos botellas con el agua caliente y nos la metemos entre los jerseys, dentro del saco. Es bastante reconfortante.

El valle de los geiseres en su parte baja

Los geiseres son pozas de aguas limpias. Agua que mana de un agujero inquietante. Si uno se cayese ahí dentro lo mismo llegaba al centro de la Tierra. Eso sí, llegaría escaldado.

Seguimos comiendo muy poco. La comida principal es el bocadillo de nocilla. La provisión de panecillos es de uno por persona y día. El lomo y el queso se comen sin pan. Los días de fiesta con quicos.

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Subimos el valle hasta el final. Allí nos topamos con la frontera chilena (4850 m) y una bonita laguna. Es un lugar que destila paz. El viento sopla ligeramente en el collado pero apartándose un poco de allí, entre unas piedras, se está de maravilla, tomando el sol, contemplando los quehaceres de los patos. Hay también gansos. Los patos son una especie de fochas que tienen el nido (un montón de barro y cañas) a pocos metros de la orilla para que los huevos y los polluelos estén a salvo del zorro y el gato. Cuando nos detectan saltan del nido, se tiran al agua, y cada progenitor huye en una dirección, armando una escandalera perturbadora.

En la frontera con Chile

Laguna al final del valle, ya en territorio chileno

Nos han dicho que no pasemos de la frontera. Parece ser que está minada y de ahí para delante, hacia otras dos lagunas encimeras, es necesario ir con guía.

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En la parte baja del valle, cerca de donde hemos puesto la tienda, tiene el pastor su cabaña y su ganado. Unas trescientas cabezas entre llamas y alpacas. Dos perros le ayudan a llevar el ganado, y ladran si se acerca el puma. A nosotros nos alegra que el puma baje de vez en cuando a cazar, pero para el pastor es un continuo quebradero de cabeza.

Cabaña del pastor, nuestro vecino

Esta mañana, al subir hacia el collado, le hemos visto sacar las llamas y llevarlas valle arriba. La misión de estos cuadrúpedos en esta vida es arrancar hierba fresca. Mascarla, rumiarla. Al caer la tarde vuelven al corral. Un corral precario que no es el original de piedra. Una valla metálica de la que el pastor ha colgado botellas y atado cintas de plástico. Con el viento, y a la luz de unos focos que alimenta con energía solar, aquello adquiere un aspecto amenazante, fantasmagórico, cuya misión es aterrorizar al puma.

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‘Tío, tío, despierta’. Oigo a Gerardo gritar en cuchicheos. Mientras el familiar sonido de las cremalleras abriendo las puertas. Entra aire de la noche. Gélido. El vaho de Gerardo, bajo la luz del frontal. ‘Tío ¡¡un puma!!’ Tardo ‘ná y menos,’ como dicen en Almería, en salir del saco calentito y meterme en las botas. ‘Corre, está junto al cercado de la llamas. Creo que ha matado una.’

Andamos deprisa, con los frontales apagados. Procurando no tropezar. Y sobre todo procurando no caernos en un burbujeante geiser. Sería una pena. Ahora justo que tenemos el puma a huevo.

Gerardo se lo ha tropezado cuando bajaba por tercera vez de la laguna. Lo que yo he hecho durante el día y me ha dejado baldado, dando boqueadas dentro del saco, Gerardo se lo ha hecho ya tres veces, desaforado, pegando linternazos por el valle, tratando de buscar los ojillos de un gato de cinco kilos en la inmensidad. Cuando venía para la tienda ha visto unos ojos que le resultaban familiares. Era un gato. Pero más grande. Ha visto a la fiera en una ladera, entre piedras y arbustos. Después ha venido a avisarme. Al pasar junto al corral ha escuchado un lamento. Un grito que quería y no podía ser. El puma estaba matando cuando Gerardo ha aparecido por ahí.

De vuelta al corral el puma estaba tumbado, metiendo sus poderosas mandíbulas en un cuerpo desmadejado. El resto de llamas se ha retirado a una distancia prudente. Miraban el espectáculo con temor y alivio. Nosotros estábamos detrás de las llamas. Alumbrando al bicho, que estaba a menos de cincuenta metros. Los perros del pastor no paraban de ladrar. Inútilmente. Las luces que el pastor tenía que encender estaban apagadas. Parece que no está. Sin embargo hay una bici en la puerta. O está en el pueblo o está mamado, porque es imposible que no oiga el escándalo ni vea nuestras luces.

Es emocionante y acongojante estar al lado de esta bestia. Se está zampando la llama como si nada. Es un bicho precioso. Musculoso. Es pura vida. Gerardo, inquieto, analiza el terreno. Está intentando ver cómo aproximarse un poco más.

Ante nuestras maniobras el bicho se retira. Se va fuera del corral. Se nos queda mirando.

Apagamos las luces un rato. A ver si se relaja y vuelve a comer. El bicho nos tiene localizados. Seguro que nos ve. Yo no hago más que mirar para un lado y otro. Escuchamos nuestras respiraciones agitadas. Los perros se han callado. Más no pueden hacer. Las llamas no se mueven.

El puma ha matado una y una se está comiendo. Podía haber liquidado medio rebaño.

Encendemos. El puma sigue en su sitio. Puede estar horas esperando. Decidimos mover ficha. Rodeamos el corral. Vamos hacia su posición.

Lo tenemos ahí mismo. Ya no están las llamas de por medio. Ya no hay nada. Entre el puma y nosotros hay cuarenta metros. Hay treinta metros. Yo dudo si seguir. Gerardo va a por él. Decidido. Me quedo solo. Y una mierda me voy a quedar solo. Acelero. Camino agachado. Como para hacer menos ruido. Sin luces. Me pego a Gerardo. Coño, al menos somos dos. Y además llevo mi navaja de cortar el lomo. Y un mechero, que lo mismo si lo enciendo el puma se queda obnubilado. O me come el brazo.

No está el bicho. Hemos llegado a su posición. Cuando queremos verlo está detrás de nosotros. Subiendo la montaña. Se ha acojonado. Más que nosotros. Ha decidió pirarse. No ha hecho nada de ruido. Se ha escabullido y nos ha rodeado. Menos mal que ya estaba saciado. En esos veinte minutos se había comido las piernas traseras de la llama y parte de las vísceras. Hasta dentro de tres o cuatro días no volverá a cazar.

Joder qué miedo.

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Y no. No tenemos fotos. Ya nos gustaría. Pero no llevamos un estudio de televisión portátil para fotografiar un puma de noche. Tenemos lo que tenemos. Un linternón, dos manos, unos prismáticos y una cámara de doce aumentos. Que no siempre quiere funcionar.

La regla en este caso es clara: primero hay que verlo, disfrutarlo. Si luego queda tiempo y las condiciones lo permiten, se fotografía.

Cartas desde Sajama. Apuntes sobre el territorio bajo los efectos de la hipoxia.

La noche ha sido fría. El doble techo de la tienda ha quedado como una tabla, tapizada de hielo. Los desajustes producidos por la altura siguen. No tenemos hambre, comemos muy poco. Tengo la tripa mal.

Anoche caminamos y no vimos ojos. Llegamos a los 4800. Iba a ser un paseíto. Después de la caminata me metí en el saco. Gerardo siguió dando vueltas. Lo único que ha visto han sido vizcachas.

A pesar de la letrina que hemos descubierto a apenas ochocientos metros del campamento nos vamos a trasladar al valle de los geiseres. A ojos de Gerardo el hábitat es allí más adecuado para este gato anodino que no se quiere mostrar. A mí recoger las cosas, cargar con los mochilones y ponerme a andar me parece una losa. Pero no debo quedarme tirado en la tienda. No me puede comer la desidia.

Descubrimiento de una letrina de gato andino

Esperamos a que vaya templando el sol para que los botes de nocilla se vayan descongelando. Nuestra comida principal es un panecillo untado hasta los topes. Eso sí nos entra bien. Y beber agua. Hay que hidratarse en altura. Pero, ¿a quien le apetece agua granizada con este frío?

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Mientras espero a las esperas de Gerardo voy garabateando algunas notas sobre el viaje. Es difícil encontrar una posición cómoda en el revoltijo del saco.

Me llama la atención cómo se estructura el territorio. Dibujo un pequeño esquema. La llanura es una turbera inundable que rebosa de pasto. Aquí lo llaman bofedales. Las llamas y las alpacas pasan el día trasegando por ahí. Los pastores las recogen todas las tardes, por el puma. Y también porque no se caigan en las pozas. Nos dicen que si la llama cae al agua hay que sacarla rápidamente, si no se hunde sin remedio y perece en pocos minutos. Además es posible avistar ñandús (o suris), la versión americana de los avestruces.

Tipos de terreno en Sajama: boceto y foto

A continuación, y sin ningún tipo de transición, hay un terreno arenoso mucho más seco y con algo de pendiente. Es ahí donde está la tienda. Aquí prosperan pajonales de festuca (Festuca Ortophyla) y otro arbusto que desconozco completamente. Además hay numerosos agujeros que son de armadillo y liebre. También hay zorrinos (una especie de mofeta) y pequeños ratones.

Del bofedal al terreno arenoso, sin solución de continuidad

Este terreno arenoso va cogiendo pendiente y se va llenando de rocas. Aparecen las queñuas, un árbol nudoso, de un porte parecido a las sabinas, y que puede llegar por encima de la línea de 5000 metros. Es un terreno más accidentado, donde surgen acantilados. El sitio favorito de las vizcachas debido a la facilidad de encontrar un recoveco ante cualquier peligro. Es, por tanto, donde hay que buscar al gato andino.

Por último la vegetación desaparece y queda un paisaje lunar. Picón, cenizas y eventualmente la nieve. Las cumbres más altas. Volcanes apagados o durmientes. La nada.

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Después de repostar en Sajama (el menú completo cuesta 1,5 euros) un todoterreno nos lleva al valle de los geiseres. Volvemos a montar la casa portátil. Yo sigo medio mal. Apenas he comido en el restaurante del pueblo, donde la señora nos ha cocinado hígado de llama, probablemente el alimento con más hierro sobre la Tierra. Gerardo se ha inflado pero yo me he limitado a la sopa y el hígado.

Como estamos en la época seca vuelve a caer aguanieve.

Típico paisaje de Sajama. A la izquierda el Parinacota; a la derecha el Pomerape.

Cartas desde Sajama. Llamas, alpacas y vicuñas

Dice Gerardo que llevo durmiendo doce horas. Me lo creo. Él, mientras tanto, ya ha dado varios bandazos y tiene pensado el primer itinerario.

Salgo de la tienda y me encuentro con una estampa magnífica, por un lado los dos Parinacotas, por otro el Sajama. El cielo está limpio, no queda ni rastro de la tormenta de anoche. En la gran planicie verde, inundada, los denominados bofedales o turberas, el ganado pasta a sus anchas. Es una mañana primorosa.

Campamento 1 (4372 m). Gerardo buscando al gato. Al fondo los Panayotas

Ahora, con la cabeza más clara y un mapa delante, es el momento de explicar a qué coño hemos venido aquí. Siguiendo la estela gerardiana de ver todos los felinos del mundo, nos enfrentamos en esta ocasión a uno de los más esquivos, el gato andino. Del tamaño del gato montés, y con un peso de unos cinco kilos, está alimaña vive por encima de los 4000 metros y se alimenta a base de vizcachas, un simpático roedor que está a medio camino entre la marmota, el conejo, y el canguro. El gatito tiene miles de agujeros a su disposición para pasar desapercibido y Gerardo espera detectarlo a base de linternazos. Sin embargo parece ser que el bicho es bastante diurno con lo cual a base de telescopio, y mirando fijamente a las comunidades de vizcachas, puede que tengamos la suerte de ver a uno en acción.

Localización del PN Sajama. En azul la ruta que hemos seguido desde que nos dejó el autobúas. Casi todo en todoterrenos.

Poco más se sabe de este gato, avistado por muy poca gente hasta la fecha. Aprovechando los paseítos por las alturas nos iremos aclimatando para tratar de acometer la ascensión del Parinacota. Este volcán marca la frontera entre Chile y Bolivia y, sin ser un gigante, supondría nuestro record personal de altura. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos. Para subir una montaña de estas tienen que confabularse varios factores. Además de estar en forma y adaptado a la altura, el día de la ascensión tiene que haber buen tiempo. Cualquier mínimo detalle puede echar por tierra el entrenamiento de meses. Aún y así conviene no obsesionarse.

El majestuoso Sajama (6542m).

Después de mirar este valle nos trasladaremos hacia la zona de los geysers. Según cómo este el panorama de vizcachas por allí cambiaremos o no otra vez de campamento. No conviene hacer muchos cambios, puesto que cada día de transición hay que pasar por el pueblo de Sajama, y entre ir y venir y esperara a que aparezca un coche se va buena parte del día.

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Las primeras pendientes se encajan más o menos bien. Tenemos poco apetito y caminamos despacio. Vemos las primeras vicuñas y vizcachas. Se adivina una mesetilla pedregosa por la que es fácil progresar. Sin embargo se gana altura despacio. El paisaje está bastante despoblado. Pocas aves. No hay rapaces, mal síntoma.

Vicuñas alerta ante nuestra presencia

Se van formando nubes de evolución diurna que auguran nuevas lluvias. El Sajama empieza a cubrirse. Hemos llegado a los 4600, lo cual no está nada mal para ser el primer día. Veremos qué tal lo asume el cuerpo. Desde aquí tengo perspectiva suficiente para corroborar mi primera impresión sobre la ganadería de la zona: hay muchísimos animales. Gerardo me asegura que muchos más que hace siete años, cuando él estuvo por aquí. Hay otra prueba un poco más objetiva: los corrales de piedra, que son los más antiguos, son ridículos para la cantidad de animales pastando que hay aquí. Sin embargo los nuevos recintos, más precarios y construidos deprisa y corriendo con cualquier cosa, tiene capacidad para rebaños de 300 individuos. Hay llamas, alpacas y algunas ovejas. También explotan las vicuñas que hay en libertad. Una vez al año los habitantes tienen permiso para acorralar a los animales y hacerse con su preciada lana. El kilo lo venden a 600-700 dólares. Es algo parecido a la ‘rapa das bestas’ del asturcón asturiano.

Parece que los últimos años han sido muy lluviosos. Además han mejorado las técnicas de cría de la llama y los cuidados veterinarios. Esto ha disparado la carga ganadera. Veremos a ver cómo es el reajuste cuando retornen las sequías.

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Como la adaptación en altura tiene que ser progresiva decidimos pasar la tarde en las termas. Son unas pozas naturales con agua a unos cuarenta grados. Por treinta bolivianos (8,5 bolivianos = 1 euro; 3,5 euros) puedes bañarte durante todo el día y además te dan una toalla. No hay ni dios.

Al poco de entrar en el agua se desata la esperada tormenta. Si no fuese por los bolos de granizo sería perfecto. Nos refugiamos como podemos bajo el borde de barro.

[http://youtu.be/g1i3fX5xY_s]

Granizada en las termas.

Cartas desde Sajama

Cuando por fin me dejo caer estoy muy lejos de casa. En el altiplano boliviano, a más de 4000 metros de altura. Tengo toda la ropa de abrigo puesta. Estoy metido en el saco y el soroche, el mal de altura, ya me ha dado el primer estacazo. El aire enrarecido unido a las treinta y algo horas de viaje y al ‘jet lag’ me han convertido en un guiñapo cuya única aspiración es adoptar una postura horizontal.

La fuerza con la que hemos salido de Madrid se ha ido diluyendo a medida que nos hemos ido encontrando obstáculos: los múltiples controles de seguridad con sus correspondientes colas, los raviolis del avión, las esperas, la tensión con la que hemos aguardado la aparición de los mochilones en la cinta trasportadora, el peso de esas mochilas colgadas de los hombros. Por fin el autobús nos ha dejado en medio de la nada, y ha continuado su camino hacia Arica, por la Ruta 4.

Lagunas, pueblecito donde nos deja el autobús que sigue camino de Chile

Nos ha sorprendido durante el viaje el verdor del paisaje. Nos esperábamos una estampa árida y polvorienta. Un lugar frío y poco colorido. Sin embargo, los campos  de quínoa estaban en su apogeo, mezclando rojos, amarillos y verdes (los colores de la bandera de Bolivia, por cierto). Nunca había venido al altiplano en esta época. Siempre utilicé el verano (del hemisferio norte) para viajar. Por lo que nos cuentan está terminando la época de lluvias –ya debió de terminar, pero ahora es imposible predecir el clima, nos dice una señora- y empieza el frío y la época seca. Lo cierto es que desde La Paz las nubes, los nubarrones, no nos han abandonado.

Campos de cultivo en el altiplano boliviano

Celsiño nos ha acercado con su todoterreno hasta Sajama, que queda unos kilómetros retirado de la Ruta 4. Estaba por jugar un partido de fútbol, con motivo de las fiestas de Semana Santa, pero ha preferido aplazarlo para ganarse unos pesos. Ya en el pueblo nos han informado en la casa del Parque que hay en la entrada de los atractivos de la zona. Tienen un mecanismo de turnos para llevar a los turistas de un lado a otro o alojarlos, de manera que el dinero se va repartiendo entre la comunidad.

Nosotros hemos decidido acampar los primeros días cerca de las termas, ya que Gerardo tiene las coordenadas de dos avistamientos de gato andino por esta zona. Cuando el segundo todoterreno nos ha dejado cerca de las termas y he cargado con los casi cuarenta kilos que me tocaban he notado de golpe el cansancio acumulado. Arrastrándome he llegado hasta el lugar en el que hemos decidido poner la tienda. Tras el esfuerzo –no ha sido mucho, hemos caminado una hora o así- me ha empezado a doler la cabeza y cada vez que me agachaba a clavar una piqueta las sienes palpitaban furiosamente. El Nevado del Sajama, envuelto entre jirones de nubes, presidía majestuoso la escena.

Primeros escarceos. De fondo los Panayotas, dos volcanes gemelos, el Parinacota (6348 m) y el Pomerape (6282 m)

Una vez hemos extendido sacos y esterillas y hemos empezado a desperdigar las cosas por la tienda ha empezado a repiquetear la lluvia. Al caminar hacia aquí los rayos caían sobre la llanura. Otro paisano nos aseguró que sólo llovería en los cerros, que ya estábamos en la época seca. Pero no. La tormenta nos ha envuelto. Llueve. Trato de cerrar los ojos. El dolor de cabeza me impide dormir. Estamos muy lejos de casa. La aventura ha empezado.