Expedición al Sáhara Occidental

El invierno está resultando extremadamente apacible. Aun y así hay nieve en la Sierra y los planes se suceden. Buceo trufado con crampones. Tardes de lectura. El sol colándose por el ventanal. Paseos matutinos al borde del mar en calma. Completa calma.

A veces me dejo envolver por esta bonanza. Ajeno a la crisis que, dicen en la radio, dicen en Madrid, dicen en el parquet de las bolsas, está arrasando con todo. ‘Esta todo fatal’ ‘Qué mala suerte habéis tenido’. Me tumbo en una manta que coloco junto al ventanal y leo. Parezco un perro tirado en el suelo. Un perro dichoso.

Otras veces el pánico se cuela por los poros. No me deja respirar. Edades críticas. Jugando a escribir. En vez de buscar un trabajo como dios manda.

Lo que pasa es que soy ateo. No tengo guías. Un ser descarriado.

Renuncio a viajes. Admiro la fuerza de muchos que van de aquí para allá. Que desayunan en Berlín, meriendan en Madrid y duermen en Pernambuco. No tengo fuerza. No tengo fuerza ni para pensarlo.

Mis fuerzas se reducen a hacer mil metros de desnivel.

Esta vida casera tamizada con paseos por los alrededores de la provincia se ve perturbada por un mail.

Se refiere a un viaje al que he renunciado. El segundo viaje a Marruecos al que renuncio en menos de un mes.

Empieza así: “Hola pedazo de estiércoles”

El comienzo es bueno, no vamos a negarlo. Te llama la atención. No esperaba menos del Indio. En esta fechas navideñas llenas de fraternidad.

Os adjunto un par de hojas para que sepáis donde vamos y qué haremos. Básicamente tragar arena y buscar fantasmas a tomar por saco.

Empiezo a arrepentirme de no ir. Solo un poquito. El plan es muy bueno. Pero no puede ser. Las fiestas navideñas. El delicado equilibrio del ecosistema familiar. Las represalias que pueden desencadenarse. En fin. Estoy mentalizado. Voy teniendo la receta para aguantar eventos insufribles. Un par de cervezas de golpe. Y luego incluso canto villancicos. Con la zambomba.

Sigo leyendo:

Advertencia: NO vamos a hacer turismo convencional ni siquiera como actividad marginal secundaria, vamos SOLO y exclusivamente a BUSCAR especies. Por parte de la organización se llevará a raja tabla la tolerancia cero a mercadillos, monumentos y asuntos étnico-turísticos, y por supuesto nada de ‘como nos pilla de camino, vamos a entrar a Marraquech’. Esto no es una broma barata, va muy en serio y lo enfatizo sólo por los nuevos, el resto está claro que es un grupo 100% operativo.

Se me empiezan a remover las tripas. No puedo seguir sentado en la biblioteca. Necesito estirar las piernas. Fumar un cigarro.

Salgo a la calle. Medito. En movimiento. Andando en pequeños círculos. Reparo en que no fumo. Por lo menos cigarrillos.

He leído las postdatas con las que terminaba el mail. Hay un rendijita por la que meterse:

PD1. JM. Valderrama, so peazo de mongolo nº1, por ahorrarte unos miserables 250 euros y una bronca marital cotidiana te vas a arrepentir toda tu vida: ¡qué vamos al Sahara de aventura, tronko, a perdernos en un paisaje descarnado y geológicamente vivo, que es lo que te pone!

PD2. Gerardo, so peazo de mongolo nº2 (en realidad, eres el nº1 del mundo mundial), no te olvides ni una linterna, foco o similar, que hay espacio (y te atas un GPS al cuello con un candado nada más cruzar el Estrecho)

Era una oferta que no podía rechazar.

Así que empiezo a mover todas mis influencias (me doy cuenta de que no tengo ninguna). Empiezo a ver cuántos puntos yoplait he juntado en este trimestre para poderlos canjear por unos días de aventurilla. Que es lo que me pone, efectivamente.

Me imprimo el anexo y se leen cosas evocadoras:

OBJETIVOS: (i) Continuar el sondeo de guepardo y caracal en la región del Bajo Draa – Aidar; (ii) Recopilar información sobre fauna sahariana amenazada y / o poco conocida; (iii) Recoger muestras de carnívoros y de gacelas para el CIBIO y para la EEZA

EQUIPO HUMANO, MATERIAL Y METODOS: Un grupo de 8-10 personas, con dos todo-terrenos, 3-4 GPSs, material óptico y fotográfico (4 telescopios), 10 cámaras-trampa, dos focos para coche, trampas para micromamíferos y material de toma de muestras (excrementos de carnívoros y de ungulados).  Sondeos a pie y en vehículo, tanto de día como de noche (foqueo) y foto-trampeo; se complementa con entrevistas a lugareños con guía ilustrada (sólo para obtener datos orientativos)

Consigo los permisos. Las negociaciones se han prolongado hasta altas horas de la noche.  Empiezo a juntar material. Cierro asuntos. Escribo. La crisis arrecia. Los ojos me brillan.

Aun a estas horas, a un día de la salida, está desparramado el contenido de la mochila por los suelos. Procuro no olvidar nada: pasaporte, dinero, lentillas. Hablo por teléfono para averiguar la ruta de los todoterreno y ver en qué punto me puedo enganchar.

Frío unas almendras para acompañar la hueva y la mojama. Algo especial. Trato de no olvidar que hoy es Nochebuena. Y mañana Navidad. Hablo con Madrid. La familia.

Todo empieza a ir demasiado deprisa. A una velocidad que había olvidado. No me he podido tumbar al sol.

Sáhara Occidental. 26·12·2011. Algeciras/Tánger

La caja de mantecados y el turrón habían salido de la cesta de Navidad que Manolo le había regalado al Indio. Iba a ser un detalle para adornar la Nochevieja, que pasaríamos tirados en algún lugar del desierto.

Pero no iban a llegar a su destino. Apenas llevábamos cien kilómetros y todos devorábamos mantecados y dábamos mordiscos a las duras tabletas de guirlache. Era la hora de comer. El desayuno era un recuerdo lejano y por allí no había ningún lugar en el que echar un bocadillo. Además las provisiones las llevaba el otro coche, el Toyota Hilux, que ya venía a nuestro encuentro.

La aventura nos había sorprendido antes de tiempo. Una vez más nos era negado un cómodo tránsito hasta abandonar la zona de confort que era donde, oficialmente, deberían empezar las contingencias.

Estábamos en el peaje de Torremolinos. En la Autopista del Sol. Viendo como los coches se detenían, apoquinaban, y rehacían su marcha. Un coche. Otro coche. Otra barrera que sube y baja. Otros tres ochenta para la hucha. Uno y otro. Y una hora y otra. Y otro polvorón.

Se había roto el embrague. Justo antes de pagar. Fue al tratar de meter primera para acercarnos a la barrera cuando el coche no quiso responder. Pensábamos que era Javi, bromeando. ‘Qué no tío, que es en serio, que no puedo meter primera’. Apagó el coche. Volvió a encenderlo. Nada. Una y otra vez. ‘¡Me cago en la puta!’ exclamó el Indio. ‘Otra vez’ remaché yo. Mientras empujábamos el Land Rover hasta llevarlo a la cuneta.

Los coches habían salido inicialmente de Jaén. Uno fue hacia Granada, para recogernos al Indio y a mí. El otro pasaba por Córdoba, donde se subió Gerardo. Antes ya se habían colocado en su sitio los colegas que venían de Castilla-La Mancha, Ángel y Jesús, y el núcleo logístico de la expedición: Bego, Migue y Javi.

Cuando ocurrió la avería, el coche de Córdoba iba por delante, así que tuvo que darse la vuelta para llegar de nuevo al peaje. Javi andaba de gestiones por teléfono. El problema era que necesitábamos la carta verde para circular por Marruecos; no nos valía cualquier vehículo. Deberíamos esperar a ver qué podían hacer en la agencia de alquiler.

Por fin nos anunciaron que tendríamos un nuevo Pathfinder. Lo celebramos y aprovechamos, ya que estábamos todos juntos, para echar un vistazo a los mapas y el recorrido que el Indio proponía hacer.

Después de liquidar la caja de polvorones, un par de tabletas de turrón y de fumarme las primeras pipas llegó el ansiado coche. Si lo hacíamos bien aun quedaba la posibilidad de embarcar y cruzar el estrecho. Y hacer noche en el alcornocal de la Mamora, en Kenitra.

Todo es aventura. Todo es viaje. Incluyendo al disco del embrague. Incluyendo las cuatro horas de espera bajo el cartel de prohibido estacionar. Incluyendo la entrada al polígono de Palmones para comprar los billetes del ferry. Y el dedito de anís el mono con el que te obsequian. Y la entrada al puerto –un batiburrillo de luces, vapores y estructuras le dan aspecto de feria. Y hacer fila con el coche, metiendo el hocico para que no se te cuele el de al lado. Todo para tener un hueco en el ferry. El único que ha salido en todo el día. Hubo levante. ‘Tenemos que cruzar y llegar a la Mamora viejo’, sentenció el Indio.

La espera en Tánger es tremebunda. Menos mal que cenamos en el barco. Yo pollo empanado. Y una cerveza. Una mahou. La última.

En Algeciras se unió el último miembro de la expedición. Otro Javi. Para diferenciarlo lo llamo quillo. Javi quillo. Por eso de que vive en Cádiz. Parece un click de famobil con todos los complementos. Gorra. Mochila. Linternas. Brújula. Un cinturón lleno de bolsillos con de todo.

Javi llega con toda la ilusión. Se ha sobrepuesto a las amenazas de separación de la novia. Un clásico entre los expedicionarios. Amenazas que a veces se cumplen. Para qué amargarse.

En el barco nos entretenemos en ver guías y más mapas. Se relata lo que han ido encontrando en otros viajes al sur de Marruecos. La idea es ir prospectando toda la zona de transición hasta topar con el verdadero desierto. Hasta donde es imposible que haya nada vivo.

Pero los ‘oueds’ (ramblas) en los que prosperan las acacias son un lugar en el que aun pueden sobrevivir guepardos, el gato de las arenas o el caracal. Sí. Algo atrevida la hipótesis. Pero las cuadrículas de los atlas de herpetología, de aves y mamíferos están en blanco. Y no porque no haya bichos. Sino porque nadie ha ido allí para comprobarlo.

Este es el verdadero sello de distinción de nuestra expedición: además de recorrer pistas con los todoterrenos, nosotros caminamos por los barrancos, llanos, pedregales y arenales. Zoología de bota. De la clásica. Apoyada con algo de tecnología.

Vamos a buscar bichos siguiendo sus rastros. Metiéndonos en sus cubiles. Buscando ojos en la noche. Pretendemos estudiar el estado de las poblaciones de gacelas y carnívoros. Recoger datos de campo para centros de investigación. Buscar cosas raras en sitios remotos en fechas incómodas.

El día ha sido largo. De esperas. De paciencia. Pasamos la frontera de Tánger a las dos de la mañana. Llegamos a la Mamora a las cinco. Cada cual se apaña como puede. El Indio y Gerardo duermen dentro del coche, reclinando los asientos. Los Javi se suben a la baca del Land Rover. Los demás tienen el ánimo suficiente como para montar un par de tiendas.

Considerando que en hora y media vamos a continuar la marcha yo opto por tumbarme debajo de un alcornoque, metido en el saco, y cubrirme con el doble techo de la tienda. Cae una humedad considerable. Las hojas de los alcornoques gotean. Destilan la humedad que viene del mar. Que entra fácilmente en esta llanura Atlántica.

Estamos derrotados. Se hace el silencio.

Sáhara Occidental. 27·12·2011. Hacia el sur, siempre hacia el sur

Me perturba el sonido de un motor. Estoy metido en la crisálida de plumas que es el saco. Completamente encerrado. Con ropa. Todo. Menos los zapatos. No puedo pensar en la posibilidad de salir de allí. Pero se oye movimiento. El motor del coche. No sé cuánto tiempo llevará encendido. También oigo cremalleras que se abren o cierran. Pasos. Abrir y cerrar puertas.

La última vez que saqué la cabeza estaba muy oscuro. Y todo mojado. Incluyendo parte del saco. Al ovillarme, un lateral quedó fuera de la protección del doble techo de la tienda que me había echado por encima. He escuchado como gotean los árboles. Tengo el pelo algo húmedo. No quiero salir de este refugio cálido.

Por fin me decido a sacar una mano. Palpo entre el revoltijo de cosas que dejé anoche. Anoche significa hace un par de horas. Localizo las gafas. Los zapatos. Con todo el dolor de mi corazón me incorporo. Me duele todo. No puedo abrir los ojos.

‘Vamos, que sólo nos quedan mil kilómetrillos’, dice alguien.

Medio saco está empapado. Por eso he pasado tanto frío. Los del techo están aun peor. Más tiesos que la mojama tratan de bajar por la escalerilla. Los que mejor han pasado la noche son los que han dormido en tienda. Los del coche no pasaron frío, pero están doblados como un acordeón.

Guardamos las cosas de cualquier manera. Tenemos prisa, hambre y frío. Tiendas y sacos quedan desplegados. Arrugados. Rellenando los resquicios que quedan entre las mochilas, los trípodes. Puede que se vayan secando durante el viaje.

Abandonamos el alcornocal dela Mamoray retomamos la autopista de peaje. Durante 300 kilómetros atravesamos el cinturón agrícola de Marruecos. Verdes campos vigilados por aguiluchos en busca de roedores. El paisaje se va tornando parduzco a medida que destruimos distancia.

Al sur, siempre hacia el sur.

A medida que entramos en calor nos vamos deshaciendo de capas de abrigo. Los jerseys, gorros y forros polares van a parar, tarde o temprano, al maletero. Siempre hay un hueco donde ir encajando las cosas.

El suelo del Land Rover se va llenando de mondaduras de fruta, papelitos de distinta procedencia, botellas vacías, migas.

La mierda ya no nos abandonará.

Cerca de Marrakech avistamos el Atlas. Maravillosas paredes nevadas. Cuatro miles que quedan para otra ocasión.

Los tonos verdes empiezan a ser un recuerdo lejano. En lugar de campos de cultivo rebaños de ovejas primero y de cabras después, se empecinan en sobrevivir a base de correosas materias ocres que exprimen con sus dientes.

En Agadir se acaba la comodidad de la autovía. Otro saltito hacia la precariedad. En Tiznit nos aprovisionamos de pan recién hecho, frutas, verduras y agua. Llevamos seis bidones de 25 litros cada uno, pero resultan inaccesibles. Están detrás de las cajas de comida, sepultados bajo las tiendas de campaña y mochilones. Así que para manejarnos en los coches compramos garrafas y botellas.

Cruzamos ciudades de perfil aburrido y monótono. Parecen dibujos pintados por un niño. Venga hoy vamos a dibujar una ciudad. Y el niño pinta cosas cuadradas, más o menos iguales, y les pone unos rectangulitos negros que son las ventanas y las puertas. Y después lo colorea en un tono salmón o marrón. Procurando no salirse de los bordes. Y deja el dibujo inconcluso, porque dedicó demasiado tiempo a algunos edificios. Otros quedaron a medio colorear. Así es Guelmin. Y Bouizakame. Perfiles de ciudad a medio hacer.

El largo viaje sirve para contextualizar la amenaza de extinción de distintas gacelas del Norte de África. En las memorias de Valverde[1] se detalla la biología de estas especies así como su aniquilamiento. La proliferación de rifles y todo terrenos ha provocado el acoso y derribo de la gacela dama (extinta en libertad) y la casi total desaparición de la gacela Dorca en el Sáhara occidental. A la gacela de Cuvier no es que le haya ido muy bien, pero al habitar montañas, roquedos y barrancos, es más difícil llegar a ella.

La base de la extinción se fraguó a partir de los años cincuenta. Entonces se podían ver unas 7 gacelas por cada kilómetro recorrido. Servían de rancho a la tropa del ejército español. Había tantas que se ametrallaban los rebaños. Incluso el propio Valverde las incluía en el menú de las expediciones. Después, a medida que fueron escaseando, la caza se hizo más difícil. Era un reto. La tecnología, mal utilizada, sirvió para diezmar las poblaciones. Los todoterreno permitían perseguirlas en los inmensos llanos hasta agotarlas. Así, a pocos metros, se les daba el tiro de gracia. De nada servía que las gacelas empezasen a correr varios kilómetros antes. No tienen nada que hacer ante la tenebrosa perseverancia del ser humano, equipado con fusiles de precisión, prismáticos y gasolina.

Valverde, viendo el percal, advirtió de la necesidad de crear un lugar en el que salvaguardar alguno de estos ejemplares. Año tras año las poblaciones declinaban dramáticamente. Así nació el refugio de fauna sahariana que dio origen a la Estaciónexperimental de Zonas Áridas, en Almería (inicialmente llamado Instituto de Aclimatación de Almería[2]).

Junto ala Alcazaba, en la finca experimental ‘La Hoya’, están las instalaciones en las que se cuidan los ejemplares de especies antes abundantes. La idea es volver a reintroducirlas en su medio y para ello hay en marcha distintos proyectos.

Pero es complicado. Las gacelas son un reclamo muy suculento para cazadores que quieren colgar su  cornamenta en las chimeneas de sus casas. Parece ser que es un indicador de lo poderoso que es uno y deslumbra a las visitas más ilustres. Además para la población local es también un símbolo de poder servirlas en los banquetes de boda. Para agasajar. Para presumir. ¡Cuánto daño hace el ego coño!

Aunque las especies están protegidas, incluidas en todas las listas rojas, se siguen cazando. La impunidad en el Sáhara es total.

Más allá de la visión conservacionista, extremadamente conservacionista, de mis compañeros de viaje yo me pregunto qué pensarán los cazadores del asunto. Considerando la opción de que matar bichos produzca satisfacción y te permita subir escalafones en la sociedad, ¿no sería mejor dejar algunos vivos para poder seguir cazando?

Por lo que me cuenta Teresa[3], el Indio y lo que expone Valverde los cazadores no piensan en estas cuestiones tan ‘profundas’. Disparan. Les gobierna el principio de Hardin, el de la tragedia de los comunes: si no mato yo esa gacela, la va a matar otro. Y también esa otra ley no escrita que dice quela Naturaleza es inagotable, y ya proveerá más gacelas. Y si no lo hace que se joda y que desaparezcan las gacelas, que habrán demostrado no haber estado a la altura de las circunstancias. Tenían que haber mutado y desarrollado una piel a prueba de balas.

Como sólo hemos hecho unos 900 kilómetros decidimos tomar una pista incierta que debería llevarnos a la desembocadura del Draa. Todos estamos deseando meternos en faena y avistar fauna. Así que seguimos las indicaciones del GPS de Ángel.

Topamos con unos ojillos. Un gato montés. Antes los del Toyota han visto un par de ellos cruzarse en la carretera. Y un zorro de Rüppel, especie característica de estas latitudes.

Pero lo que a mí me gusta más es el gerbo. Un ratoncito de cola larga que da unos saltos explosivos. Parece una caricatura. Aturdido por los focos lo capturamos para hacerle unas fotillos.

Es noche cerrada. La pista se hace interminable. Decidimos parar y acampamos. Esta vez de forma algo más ordenada. Aunque los Javis se empeñan en dormir en la baca de nuevo.

Cenamos cualquier cosa. Sobre todo pan. Un poco de fuet. Fruta. En unas horas nos pondremos de nuevo en marcha. Y mañana sí. Mañana estaremos en el desierto. Lejos de carreteras y ciudades.


[1] 2004. Memorias de un biólogo heterodoxo. Tomo III. Sáhara, Guinea, Marruecos. Editorial Quercus V&V.

[2] Desde entonces hasta hoy Mar Cano ha estado al pie del cañón. Fue una de las pioneras en conservación de especies amenazadas y su encomiable labor y buen hacer queda registrado en las memorias de Valverde (véase página 159 y siguientes del mencionado volumen).

[3] Teresa Abáigar es también investigadora de la EEZA y junto a Mar Cano se dedica a la Conservación de Especies Amenazadas. Actualmente llevan a cabo el Proyecto de reintroducción de la gacela dorcas (Gazella dorcas) en Senegal

Sáhara Occidental. 28·12·2011. Empieza el desierto

En Tan-Tan compramos pan para varios días. La cuenta que inicialmente hicimos la hemos corregido a la baja. Nos salían unos 250 panes. A dírham[1] la pieza. Gerardo ha mostrado una sensatez irreprochable. Me ha sorprendido. Va a ser que ha madurado. Se ha casado. Ha sido padre. O al revés. Ya lo dijo en el coche: ‘si es que yo soy el más maduro de todos vosotros’. A lo que el Indio y Javi –llamémosle el lamparones para diferenciarlo del quillo- han contestado con una sonora carcajada.

El razonamiento de Gerardo se ha basado en la devaluación de la materia prima. Es cierto que ayer nos comimos cuarenta panes. Recién hecho. Crujiente. Hmmmm. Calentito.

Pero claro el pan se va a ir endureciendo. O le va a salir moho. En tres días vale menos que los bonos griegos. Así que hemos decidido comprar solamente cien panes. Antes de arrancar ya nos habíamos comido diez.

Esperemos que el hambre amaine. Migue se desespera. ‘Coño no comáis tanto, que nos van a sobrar todas la provisiones’.

Javi, el quillo, se ha apropiado del volante del Land Rover. A todos nos parece muy bien. El tío se ha echado un cafelito con su cigarrillo de liar. Sabe mucho este Javi.

En M’Sied se acaba el asfalto. Nos frotamos las manos.

Esta mañana, antes de volver a meter las cosas en los todoterreno, aprovechamos para ir sacando los apechusques. Todos llevamos colgados los prismáticos y GPS’s. A mano deben quedar las navajas, frontales, pilas de repuesto, cacao para los labios, escalímetros, bolis, cámaras de fotos, clínex y lo que cada uno considere.

A partir de aquí habrá que orientarse según el instinto, los accidentes geográficos y las pistas trazadas sobre los mapas sacados del Google Earth. Damos unos cuantos bandazos, que es lo suyo. Hasta que parece que tomamos una pista importante. Está flanqueada, cada cien metros o así, por unos mojones enormes. Son montañitas de arena. Por lo visto por aquí pasaba el Paris-Dakar.

En la zona de M’Sied hay gacela de Cuvier. Así que ya estamos en terreno de avistamiento. Somos nueve pares de ojos escrutando el horizonte.

En el Sáhara hay dromedarios. Pero todo el mundo habla de camellos. Y de camelleros. Es que decir ‘dromedadieros’ es muy complicado. Casi un trabalenguas. Vamos encontrando grupos de camellos desperdigados. Que se cruzan en nuestro camino. O nosotros en el suyo.

Transitamos pedregales. Al fondo se recortan páramos. Hacia ellos avanzamos. Buscamos sitios apartados. Lejos de camelleros y jaimas. Si hay gente hay escopetas. Y si hay escopetas hay menos fauna. Así que tiramos millas. Al final caemos en un oued que nos parece bien. Metemos los coches bajo un escueto bosquete de acacias.

Empezamos a descargar. Este será el primer campamento base.

Migue va ordenando las cosas. Bego ayuda y soporta estoicamente esa letanía de: ‘Pero Bego, ¿para qué vienes? Si no vas a aguantar. Todo tíos. Tirándose peos (suena un cuesco que lo corrobora). Con lo bien que estarías en tu casa, calentica, con agua’.

Bego no se arruga. Se sonríe. Hace bien.

Nos tiramos a las cajas de comida como salvajes. Nos metemos naranjas en los bolsillos. Comemos la morcilla que ha traído Gerardo. Insiste en ello: ‘Antes de que se eche a perder’. Engullimos pan alevosamente. Uno por cabeza. O más. Quedan unas ochenta unidades y bajando.

Por fin llega el momento del primer rastreo. Unos tiran oued arriba. Y otros oued abajo. Javi, el lamparones, ofrece una imagen que casi parece respetable. Como si supiese de lo que está hablando. Reparte el material para recoger excrementos. Da unas indicaciones de cómo hacerlo. Un profesional. Hasta que se le caen los sobres, se tira un pedo al agacharse para cogerlos y ya de pie se suena los mocos sonoramente, limpiándose los restos en el pantalón. Qué pena. El tío daba el pego.

El Indio siembra de cámaras trampa el recorrido. Se van comentando los hallazgos. Tomamos referencias en los GPS. Encontramos un pozo. Y avistamos una jaima. Muy cerca de nuestro campamento. Los camelleros se meten en todas partes.

El otro grupo se encarga de poner trampas para los micromamíferos. Embolsamos las primeras mierdas. A ver qué dice el laboratorio. De momento ni rastro de gacelas.

De vuelta en el campamento Bego y Migue montan la cocina. Algunos vamos a buscar leña.

En el campamento siempre hay cosas que hacer. Comprobar los coches. Meter y sacar cosas de las mochilas. Constantemente.

Montamos las tiendas en el lecho del oued. Está un poco por debajo del llano y eso nos protegerá del viento, que empieza a soplar. Además el fondo arenoso es un colchón perfecto.

Con las palas cavamos un hoyo en la arena. El Indio pone leña fina, luego una un poco más gruesa. Está seca. Muy seca. Son troncos casi fosilizados. Prende fácilmente.

La pasta con verduras que se marca el cocinero sabe a gloria al calor de la lumbre.

Gerardo no disfruta de ella. Antes estuvo cenando compulsivamente. Como hace él. Masticando treinta veces cada bocado. A toda prisa. Como si fuese un concurso. Se echó un plátano en el bolsillo y unos frutos secos. En diez minutos ya estaba en marcha de nuevo. Con su equipo de linternones y frontales. Deseando ir a profanar la oscuridad en busca de ojillos. Está en su salsa. No tiene tiempo para tertulias y cenas relajadas. ‘En estos llanos las linternas alcanzan mucho. A ver qué veo’.

Tras la cena me enciendo una pipa. A lo Gandalf. Con el extremo en llamas de una rama de acacia.

¡¿Por qué hemos cambiado la tele por estos placeres?!

Esto que hacemos está prohibido en nuestro país. No se puede. Bueno, quizás pidiendo permisos y autorizaciones. Los avances de la civilización están bien. Pero es una pena haber perdido el privilegio de charlar en torno a una lumbre mientras se da cuenta de una buena pipa. Vivimos en una burbuja aséptico libre de bacterias y sensaciones.

Ángel, Jesús, Bego y Migue sacan sus cuadernos. En ellos empiezan a anotar cuidadosamente los hallazgos del día: calandrias, collalbas, tordalino rojizo, perdiz moruna, un erizo. Cuadernos de naturalista alumbrados por las brasas. Cuadernos con sabor garabateados en la intemperie. Se comparten dudas y avistamientos. Se flipa. Se está a gusto.


[1] Más o menos 1 euro son diez dírhams. Así es que el pan, excelente, sale barato. En España, en cualquier lado, te clavan más de un euro por una barra de pan congelado recalentada en el horno de una gasolinera.

Sáhara Occidental. 29·12·2011. En busca de gacelas.

‘No hay ni rastro de ellas’, decía Javi (el lamparones). ‘Ya ves, ni una puta cagada, ni una huella, nada’ Corroboraba Migue. ‘Tenemos que tirar para aquellos barrancos. Puede que quede gacela de montaña, la de Cuvier. Allí no llegan los landrover’, proponía el indio.
Todas estas cosas se hablaban al calor de los restos humeantes de la hoguera. Las brasas parecían recobrar vida. Unas cuantas ramas secas y algo más de movimiento y tendríamos un fueguecillo al que arrimarnos.
La noche había sido muy fría. Pasé un rato malo antes de que amaneciese. Esta vez me había quitado los pantalones. Ya tenían demasiada suciedad y quería preservar el interior del saco más o menos limpio. No conviene lavar los sacos de pluma, ya que pierden propiedades.
‘Hombre, mira quien viene por allí, a ver que se cuenta’. Dijo Bego ante la llegada de Gerardo. ‘¿Qué?’ preguntamos todos a coro. ‘Nada tíos. Toda la noche pateando y me encuentro con el sempiterno zorro rojo, el que veo siempre en España’. ‘Es lo que estábamos diciendo, que está esto muy vacío’, dijo Ángel. ‘Pero tampoco se ven cartuchos, quizás los bichos hayan desaparecido hace años’ propuso Jesús.
‘Pero hay huellas. No de gacela pero sí de otras cosas. Vamos para las montañas, a ver que dicen’. Sentenció el Indio.

Aquí hay que estar siempre a punto para salir. Conviene tener en la mochila de ataque algo de agua y de comida. Algo de ropa de abrigo. Una gorra para el calorazo. Un gorro para el frío. Independencia lumínica, por si se hace de noche. El GPS. En fin, casi todo.
El Indio dijo que andaría despacio. Iría hacia el primer cerro. Recorrería su base. Después decidiría que hacer. Así que tenía un kilómetro para preparar las cosas. Me puse las lentillas mirándome en el espejo retrovisor del coche. Soy un experto en la materia. Me pongo y quito las lentillas en un periquete. Antes me lavo las manos con jabón antibacteriano, uno especial que utilizan los cirujanos para operar. Las manos. Eso es lo único que me voy a lavar en todo el viaje.
Empiezo a andar por el pedregal. Al principio llevo los guantes. Hasta que empiezo a entrar en calor. Y tengo que parar para sacarme ropa.
Javi, el quillo, también venía. Se le ve lejos aun. Ya estoy dando alcance al Indio que, efectivamente, va despacio, escrutando arbustos, piedras, oquedades del terreno.
Por fin nos juntamos los tres. Vamos separados unos metros. Barriendo la pendiente de la montaña. El Indio casi en el llano, yo a media altura, y Javi más arriba, acercándose a la cresta.
Cuando hace cumbre nos llama por radio. Cada grupo lleva un walkie talkie. Nos permite coordinarnos y dar aviso de hallazgos importantes. Javi, el quillo, nos dice que va a seguir cresteando. Nos encontraremos en la cabecera de un barranco que hay un par de kilómetros hacia el noreste.
El resto del grupo va a explorar la zona que queda al este del campamento. Pero en vez de seguir el oued, como ayer, se va a meter por los barrancos y montañas que lo limitan al norte. Puede que todos nos acabemos encontrando. O puede que nos veamos esta noche en el campamento. La hora no se sabe.
Gerardo, después  de estar toda la noche pateando, se ha quedado guardando el campamento y los coches. Su idea es descansar y esta noche volver a la carga.
Por fin damos con el primer rastro fiable de gacelas. Un amontonamiento de excrementos redondos que en el argot se denominan ‘conguitos’. Entonces comienzan una serie de operaciones que se repetirán hasta la saciedad durante los próximos días: georreferenciar el rastro, fotografiarlo, medirlo, recoger muestras, meterlas en un sobre de papel, sin tocarlo directamente –puede perjudicar al análisis genético-, anotar en el sobre la coordenada, la fecha y el nombre de la especie que se cree puede ser.
A veces en estas paradas nos descolgamos la mochila. De esas veces sólo tomamos un trago de agua de vez en cuando. Hay que repartirla para toda la jornada.
Vamos atravesando la red de ramblas y barrancos que generó la escorrentía cuando aquí llovía en abundancia. Estos recovecos del terreno esconden una vegetación rala, salpicada de acacias. Siguiendo el reguero de vegetación las gacelas progresan por los barrancos. Los machos marcan el terreno con letrinas. Así van, por este amplio territorio, buscando briznas de yerba tierna. Brotes de los que alimentarse. Recorren decenas de kilómetros. Saltan con facilidad de un barranco a otro. Se esconden de los motores que escuchan en la lejanía. Suponen que viene a por ellas. Que esos bípedos se han entusiasmado tanto con sus cuernos, pieles y huesos que no van a parar hasta que no quede ni una.

Por eso es tan complicado verlas. Y hazle tu entender que nosotros sólo queremos tirar fotos. Y ni siquiera eso. Nos basta con admirar como se mueven por el paisaje.
El Indio está contento. Hay muchos rastros. Parece que hay una población estable de gacela de Cuvier en esta zona.
Una de las cosas que he olvidado en la mochila grande es la crema solar. Me estoy tostando a fuego lento.
Las horas transcurren muestreando. Subimos por un oued que se va estrechando. Al final trepamos por los estratos. Una estructura hojaldrada quebradiza. Asoman fósiles. Playas congeladas en el tiempo. Por fin hacemos cumbre y vemos la silueta de Javi (el quillo).
Llega hasta nuestra posición y nos da cuenta de los otros. Hace un rato que habló con ellos por radio. También han encontrado letrinas de gacela. Y huellas probablemente de hiena. Van saliendo cosillas.
La jornada se extiende. Los jbeles que caminamos guardan más sorpresas: los restos óseos de un camello y su cría, el cuero duro y correoso del lagarto de cola espinosa, casquillos de balas, espoletas de mortero, huellas de chacal, un porta mapas de la guerra, un cuerno de gacela, otro de arruí.

Y al final del día, en la tarde dorada, las vemos. Dos gacelas corriendo. A trescientos metros. Un avistamiento perfecto. ¡Hay gacelas! Todavía quedan.
Llegamos al campamento atardeciendo. Allí hay tres saharauis. Tres tíos con turbante y chilabas mugrientas. Ni rastro de Gerardo. Nos mosqueamos. Nos saludan muy ceremoniosamente. Hablamos por señas. Gritando cada uno en nuestro idioma. Pensando que el otro, más que no saber la lengua, es sordo.
La tensión se masca. Reviven en nosotros todos esos secuestros que últimamente se están produciendo no muy lejos de aquí. Todas esas reprimendas gratuitas que nos han caído en casa. Es que mira donde vais. Es que no teníais otro sitio. Es que un día os va a pasar algo.
Hasta que aparece Gerardo. Y ya solo quedan dos saharauis. Le quedaba bien el disfraz. Nos cuenta después que ha tenido que darles conversación todo el día. Con lo poco que le gustan a él estos asuntos étnico-antropológicos.  Le han inflado a té. Así que no va a pegar ojo. Gerardo, que con un té puede estar con los ojos como platos un par de días. Como se ha tomado ocho no creo que duerma hasta que volvamos a Algeciras.
Los saharauis, que habitan la jaima que vimos ayer, han venido a ver si tenemos manera de hinchar las ruedas de su todo terreno. Un Land Rover Santana. Son duros estos coches. Lo menos tiene 30 años. Y ahí siguen. Es el utilitario por excelencia del buen camellero. Un coche duro, con capacidad para cinco saharauis con bigote y dos o tres camellos en la caja de atrás. Un portento.

Gerardo ha visitado su jaima. Una pasada, dice. Parece mentira que quepan tantas alfombras dentro. Nos ha enseñado unas fotos que ha hecho y es un palacete. Además ha aprovechado para preguntarles sobre la abundancia de fauna en la zona y qué especies hay. Lo malo es que no tenía la guía a mano para ir mostrando dibujos. Pero a base de pictionary ha creído entender que hay gacela y gatos.
Con el compresor de veinte euros que compramos en los chinos de Albolote les ponemos el vehículo a punto. Nos agradecen mucho la labor humanitaria. Nos invitan a un té. Se cagan en los marroquíes y alaban a España. No sé si con ello creen hacernos felices o es que realmente los marroquíes los tienen machacados. Lo que parece evidente es que ellos son otra raza, otro pueblo distinto.
A todo esto han ido llegando los de la otra partida. Mucho que hablar esta noche en la tertulia. Bego y Migue, después del palizón, se ponen con entusiasmo a preparar la cena. Todos estamos hechos pedazos, como dice el Indio. Javi, el quillo, se lía parsimoniosamente otro cigarrito. Yo no tengo más remedio que encender la pipa.
Queda poca leña. Las llamas declinan. Quedamos hipnotizados ante los tonos naranjas que caracolean en las brasas. Hasta que Javi, el lamparones, rompe el hechizo con una sonora ventosidad. Después cuenta alguna historia erótico-romántica que, indefectiblemente, acaba mal: ‘O sea Javi, que no te la follaste, vamos’ ‘No pero es que…’, dice Javi, tratando de hacernos ver que todo forma parte un plan de más alcance.
En este ambiente, terriblemente machista, sobrevive Bego: ‘Hay otras cosas además de follar’, afirma. ‘Sí, claro, claro’ responde un coro de voces harapientas y asilvestradas. Las obscenidades se suceden. Y las risas.
Nos vamos retirando. Gerardo va a su tarea. Buscar gato de las arenas. Uno de los felinos que le falta en su colección de avistamientos. Jesús y Ángel apuntan metódicamente en sus cuadernos.
Como sólo hemos hecho 23 kilómetros sobre pedruscos Javi (el quillo) y yo decidimos andar de noche. Después de caminar una hora nos subimos a lo alto de un cerro. Debajo hay un pozo, el que vimos el primer día. Un buen lugar para hacer una espera. Y echar un cigarrito. Y un purito: un trabuco.
Vemos luces en la lejanía. Linternazos que iluminan el cielo. Haces perdidos. ‘Ese es Gerardo’, digo yo. ‘Pero esas otras luces no. Están detrás de las montañas’.
Llegamos al campamento. Estoy muy cansado. Me lavo los dientes. Me quito las botas. Me vuelvo a meter al saco con la misma ropa con la que salí de Almería.

Sáhara Occidental. 30·12·2011. El Regg Labyad

Según los últimos informes, Standard&Pool y Moody’s han rebajado la nota de calificación de nuestro stock de pan. Ya no tiene la triple A. Uno le da la AAB- y el otro ABB pero con tendencia negativa amortiguada.
Vamos, que el pan se está poniendo duro.
Javi, el quillo, nos enseña una manera rápida de convertir los mendrugos de pan en algo exquisito. Con desparpajo los tira encima de las brasas y las cenizas. Nosotros, que los poníamos a calentar apoyándolos sobre ramas o piedras nos escandalizamos. Parece como si los quisiese utilizar de combustible. Pero no. Allí, en contacto directo con las brasas, reviven. Abriendo esos panes crujientes por la mitad y echándoles aceite de oliva y sal queda un desayuno inigualable. La mayoría lo acompaña con leche que calienta Migue. Yo por ahí no paso. Al lado, en otro fuego, y con el cazo que me presta Ángel, me caliento agua para un té verde.

Javi, el lamparones, sigue durmiendo en el techo del land rover. Por eso de ver las estrellas. Así que suele ser el primero en levantarse, para ir cuanto antes a la hoguera y desentumecerse. Después, o a veces antes, asoma el Indio, acostumbrado a los madrugones y la rasca. ‘¡Menuda peluha!’, dice el quillo, también acercándose a la hoguera.
Uno de los hallazgos de la jornada anterior no fue muy feliz. Encontraron los restos de una hoguera aun humeante. Al lado había una cola de gato montés, cortada hacía pocas horas. Tenía hormigas que sacudieron para poderse llevar el trofeo que los cazadores olvidaron. La red de pistas que descubrimos y los linternazos que vamos viendo por las noches nos permiten concluir que se caza de modo bastante activo. Eso cuadra también con los todoterrenos que avistamos. Todoterrenos lujosos. Gente de pasta que sabe lo que hace. Con rutas preestablecidas que van recorriendo todos los puntos de agua que hemos ido encontrando. Saben a lo que van. A sorprender a los animales cuando van a beber. Tiran a lo que sea. Perdices, liebres, gato montés. El premio gordo es la gacela, pero todo vale.
La lumbre se va tragando los desperdicios que vamos generando. Es muy voraz. Cuando uno pasa por al lado va echando la morralla que ha acumulado en los bolsillos. La hoguera, aparentemente adormecida, responde con un par de llamas, celebrando que alguien haya echado un pañuelo, el envoltorio de un chicle o las pelusas que se acumulan en las tiendas.
Mientras el Indio ha ido a retirar las cámaras-trampa los demás desmontamos. Rehacemos las mochilas, volvemos a meter los bidones de agua en el Toyota, las cajas de comida. El que más trabaja es Migue, al tanto de la logística, pendiente de la ubicación más eficaz. Haciendo un puzle tridimensional cada día.
El plan para hoy es seguir rumbo este y buscar un lugar que nos parezca bien en el Regg Labyad. Aquí vamos a encontrar arena, incluso campos de dunas, un hábitat mucho más adecuado para el gato de (adivinen) las arenas. Antes de salir detectamos dos águilas reales. Ángel y Jesús, que no paran de otear el horizonte con sus prismáticos, han visto algo. Enseguida hemos desplegado toda la artillería óptica que traemos y con gran pericia los expertos han encontrado el nido en un roquedo que está a varios kilómetros del campamento.

Así da gusto. Es impresionante lo que esta gente es capaz de detectar. Si yo fuese solo por aquí me llevaría la sensación de que esto es un pedregal vacío. Cuando ves que hay bichos el paisaje se revaloriza.
Javi, el quillo, conduce por el desierto. Va feliz. En su salsa. Los del techo se agarran como pueden a las barras de la baca. Pasamos rebaños de camellos. Las madres interponen su cuerpo entre los coches y su cría. Da igual que vayas para adelante o para atrás intentando sacar una foto de madre e hijo. La madre siempre delante. Siempre protegiendo. Con lo único que tiene. Su cuerpo. Su vida.
Encontramos varios asentamientos a lo largo del camino. Algunos de ellos provisionales. Otros parecen más estables. Junto a estos últimos hay pozos y aljibes de reciente construcción. Toda el agua que se saca del subsuelo es en detrimento de las acacias, que chupan del freático.

Los cuervos saharianos levantan el vuelo cuando pasamos junto a la carroña que trabajan. ‘Buena señal’, dice el Indio. Si hay cuervos es que no ponen veneno’, aclara. ‘¿Y cómo es eso?’, le pregunto. ‘Los cuervos son los primeros en desaparecer, porque son los únicos que encuentran todas las carroñas. Si de manera habitual se ponen cebos envenenados los cuervos serían los más afectados. Así que si hay cuervos es que al menos el uso del veneno no está extendido por la zona’.
Una vez más me doy cuenta que ir a buscar bichos parece un juego de detectives. Hay que estar atento a cualquier detalle. Escuchar lo que te va diciendo el paisaje. Anotar cada suceso, por insulso que parezca.
Tengo la sensación de que los días se nos escurren entre las manos. Pasan sin notarse. Ya está atardeciendo. Necesitamos buscar un lugar en el que pasar la noche. Encontramos uno al pie de un relieve interesante, peculiar, que nos puede ser útil para localizarlo desde lejos.
Dejamos los coches en unas raquíticas sombras. De nuevo volvemos a fragmentarnos y desperdigarnos: parecemos una ralea de sabuesos que sale desaforada en cuanto le abren la puerta. Husmeamos todo lo que podemos. Enseguida hay alguno que ha empezado a trepar la paramera. Otro que busca excrementos de guepardo en lo alto de las acacias (el Indio va apuntando todas las que se revisan). Otros se meten por el Oued. Otros colocan las trampas para micromamíferos. La actividad es febril.
A las tantas llega Javi, el quillo, cuando estamos poniendo en la lumbre unas patatas. Es noche cerrada. Empezábamos a preocuparnos. Nos cuenta su último hallazgo. Un camello muerto. Recién parido. La madre dando vueltas en torno al cadáver, nos cuenta. Desesperada. Para evitar que dé cuenta de él los carnívoros. Los hambrientos chacales. Los cuervos.
Es cruel. Es brutal. Es la naturaleza. Proteína que circula constantemente.
Al minuto de la noticia un coche sale a toda velocidad. Ángel y Javi, el lamparones, se aferran como pueden a la baca. Focos, linternas y frontales barren el llano. En busca de ojos. Vamos a buscar el camello muerto. Una cámara trampa colocada allí puede dar mucha información. ‘¡Allí, allí, tío!’ exclama Gerardo. Experto en avistamientos nocturnos ya ha detectado unos ojillos. ‘Dale tío, dale’ Le espetamos al conductor. Javi, el quillo, como no.

El coche empieza a bandear. A coger velocidad. Alguien saca la cabeza por la ventanilla y les dice a los de arriba: ‘¡Agarraos!’. ‘Dale, Javi, dale’. ‘¿Más?’, responde él algo incrédulo. Mientras el zorrillo a toda pastilla dando unos requiebros que nos hacen variar el rumbo contantemente. Javi, el quillo, que también quiere ver al cánido. ‘Tú mira para adelante que nos vamos a dar una hostia’. ‘Y dale más’. Entonces retador, responde: ‘¿De verdad me dais permiso para ir más rápido? Vale’ –se contesta él mismo. Y entonces sí. Empezamos a acortar distancias. Y a notar los golpes de los de arriba, que las deben estar pasando canutas.
Vemos al zorro de Rüppel a placer. Perfecto. Exhausto. Con la punta de la cola blanca.
Por fin retomamos la ‘ruta’ y llegamos al camellito muerto. La placenta ya ha desaparecido. Y los cuartos traseros. La madre se ha perdido en la oscuridad. Consciente de que no había nada que hacer. Se ha alejado de allí. Al menos no ver cómo desgarran el cadáver de su hijo. Como los cuervos le picotean los ojos.
Tanto esfuerzo para nada. Vaga la camella en la noche sahariana. Vaga sola, desconcertada. Llora. Las lágrimas se filtran en el pavimento del desierto. Pedregales silenciosos. No tiene más remedio que seguir adelante.

Sáhara Occidental. 31·12·2011. Pan & Naranjas

Me acuesto empapado de humo. Hoy ha sido la última noche del año. Por eso Migue ha hecho un menú especial: puré de patatas y salchichas. No hay uvas, no hay campanadas. Hay cansancio.

Aunque la jornada estuvo dedicada a pistear, al final cayeron varios kilómetros andando por el pedregal. Llanos inmensos, aparentemente insulsos. En estos paseos uno suele quedar aislado. Los compañeros a la vista. Pero lejos. Quedan lejos. Así que tiendo a caer en la introspección. Me doy cuenta de que casi siempre llevo una piedra en la mano. Aquí hay muchas para elegir. Me obsesiona el sílex. Pedazos de piedra que parecen de plástico. Me encanta su tacto. La paso entre los dedos mientras camino. Cuando me canso la cambio por otra. Hay miles. Algunos de ellas talladas. Pasaron por las manos de nuestros antepasados. ¿De dónde salen las piedras? (pregunta para kokoro) Parece que anduviésemos por estratos. El más superficial, el que constituye el suelo por el que caminamos, se va quebrando. Al contacto con la intemperie. Cambios frío/calor. Pero no solo eso. La sal, que abunda en el terreno –trasladada a superficie por los procesos de evapotranspiración y después extendida por el viento- tiende a meterse por los intersticios. Allí, disuelta en la humedad que la piedra condensa, la sal corroe las rocas. A base de miles de años las va convirtiendo en pedacitos. En el llano conviven fases más o menos desarrolladas del proceso.

Siempre llevo algo en las manos. Lo contrario es sentirse desnudo. Herencia de haber llevado siempre algo. Un libro. Un cuaderno. Un balón de baloncesto. Ahora llevo piedras que se pueden olvidar, perder. Piedras milenarias.

Otra sensación que me gusta es el olor a naranja de las manos. Se me quedan pegados en las uñas esos restos blancos que las envuelven. Las acompaño de pan. Pan con naranjas. El aroma cítrico, las manos pringosas. Me recuerda al colegio. A la EGB. Solía reparar en los pellejos blancos en clase. En esas dos horas de clase que había por las tardes. La última frontera hacia la libertad. Me raspaba los pellejos. Disimuladamente. Las manos con olor a naranja porque raras veces me las lavaba. Soportaba la sensación pringosa hasta llegar a casa. Los folios sucios. Los bolis pringosos pero aromáticos. Piel de naranja que ofrecía sus esencias. Y los rosigones de pan. Que eran el mejor postre. Sobre todo cuando me quedaba con hambre. Si había pescado me quedaba con hambre siempre. Otras veces también. Y el pan resolvía el asunto. Me llenaba los bolsillos y en el largo recreo que seguía al comedor iba dando cuenta de los trozos de pan. Con las manos con sabor a naranja.

Así iba yo por el desierto. Masticando recuerdos. Recogiendo piedras. Quedándome con algunas. Coleccionando piedras sin clasificar.

Dejamos el campamento, no sin cierta inquietud. Las bolsas de basura colgadas de los árboles, para que no destripen su contenido las alimañas que tanto nos gustan. Vamos hacia el este, de nuevo. Aparece una pista de cierta entidad. Debe de ir a Tindouf. Más cicatrices que se añaden al cuero desértico. Pistas que se superponen. Pistas paralelas, pistas que se cruzan. Allá por donde pasó un coche queda el rastro. Neumáticos que quizás rodaron por aquí hace décadas. Igual que en las montañas. Parecen cortadas por las líneas de nivel que aparecen en los mapas. Pero son las sendas que abrieron en su tiempo las gacelas y los arruis. Cuando abundaban. Zoo vías que ya solo muy de vez en cuando transitan sus descendientes. Los últimos supervivientes.

Cuando nos parece bien nos paramos. Echamos un vistazo con los telescopios. Los del techo van al tanto. Por si se viesen gacelas. Volvemos a parar. Echamos a caminar un rato. Es así, y sólo así, cuando la inspección puede resultar fructífera. Una huella. Un excremento.

Topamos con otra partida de cazadores furtivos. Esconden los cañones, que sobresalían por las ventanas traseras. Nos preguntan a bocajarro. Que qué hacemos aquí. Que si tenemos permiso. No te jode. Encima tenemos que disimular. Hacernos los tontos. No, por aquí, de turismo, nos gustan los pajaritos. Pues necesitáis permiso, nos dice. Claro. Con su indumentaria oficial de agente forestal. El tipo corrupto enseñando a los cazadores donde hay presas. Aquí quinientos euros dan mucho de sí.

Siguen su ruta. Al poco escuchamos tiros. Liebres. Perdices. Antes nos han hecho algunas preguntas clave: que si hemos visto gacelas (sí a ti te lo vamos a decir) ‘¡Ah! ¿Pero aquí hay gacelas?’ respondemos, con cara de idiota. La otra, que si venía algún marroquí con nosotros. Asegurándose de que no hay testigos incómodos. Porque unos cuantos extranjeros desnortados pues vale, no pasa nada.

De vuelta al campamento se inicia el trasiego de cada día. Meter y sacar cosas de los equipajes. Yo por fin ya utilizo la crema de protección solar. Encontré el bote. Pero sigo sin acceder a la ropa de recambio.

Nos acercamos a un campo de dunas. Gerardo anda desesperado. Los paseos nocturnos están resultando sumamente infructuosos. Vemos más de día que de noche. La arena apilada por el viento nos da, mezclada con la ménguate luz vespertina, unas imágenes subyugantes. Arena apilada y moldeada. Rojiza. La idea de desierto.

Gerardo desiste esta noche. No lo ve claro. Charlamos en la oscuridad de la tienda. Se acuerda de los saharauis. Que le dijeron que no durmiésemos en los oued. Son peligrosos. Ellos han visto más de treinta metros de agua, de lado a lado, arrasar con todo. Aquí puede que no llueva, dicen, pero el agua viene de lejos. ‘Pluie’ dicen haciendo un gesto con los dedos apiñados, golpeando sobre la palma de la otra mano. ‘Pluie loin’. Señalan a las montañas. Como queriendo decir que lejos. Lejos de aquí llueve y el agua la canalizan las oueds. Eso me cuenta Gerardo. Pero no vamos a mover la tienda. Esperemos que no llueva.

Sáhara Occidental. 1·1·2012. Las cuevas de las hienas

Jesús y Javi (el lamparones, aunque el mote se va quedando corto) me guían hasta las cuevas de las hienas que han encontrado el día anterior. No quiero irme sin verlas. Han estado sacando restos óseos. Cráneos de camellos, fémures. Todo tipo de carroña fosilizada. Hasta allí arriba arrastraban éstas bestias (las hienas, no Jesús y Javi) a sus presas. Hasta el cubil. Para desgajarlas tranquilamente y dar de comer a sus crías. Pugnando por la cuesta de guijarros sueltos. Apresando los cuerpos inertes con las mandíbulas ferrosas.

Las cuevas están situadas en la parte más alta del páramo. Hay una buena vista desde allí. Javi, el quillo, se estuvo entreteniendo en sacar restos. Excavó. Se coló hasta los recovecos más inaccesibles. Ayudado del frontal. Trajo al campamento una buena muestra de lo que se comían las hienas.

Algunas de las cuevas están tapiadas. Cuenta Valverde que los oriundos del lugar utilizan estos huecos de las montañas para protegerse de la calorina. Se está mucho mejor que debajo de una acacia. Las cuevas están amuralladas. De forma precaria. Pero suficiente como para otorgar la autoría a un bípedo, más que a un cuadrúpedo.

Javi, el lamparones, quiere, además, enseñarnos las geodas incrustadas en los estratos. Hay algunas que han caído al suelo, rodando por la pendiente. Se pueden encontrar casi al pie de la montañita.

Después de una buena cosecha mañanera de pedruscos regresamos al campamento. Mi equipaje es cada vez más pesado. Se nota cada vez que hay que moverlo. ‘¡¿Pero que llevas aquí?!’ me espetan mis compañeros. ‘¿Piedras?’ preguntan con afán de cachondeo. ‘Pues sí, justamente. Piedras’.

Seguimos recorriendo territorio. Hoy buscaremos la tercera zona en la que acampar. Vemos restos de piconeras. Arbustos o árboles convertidos en trocitos de carbón. Se utiliza para cocinar, para calentar el agua del té. Para  quemar el tabaco de la narguila.

El interés del Sáhara por Marruecos no recae, sin embargo en las piconeras. El principal aliciente de controlar este territorio no está en las arenas, sino el pedacito de océano Atlántico que le corresponde. El caladero pesquero en un atractivo comodín con el que Marruecos puede negociar. A los saharauis les cabrea enormemente que la pasta que sale de dar permiso para pescar en esas aguas se vaya a Rabat. Si al menos les llegase una parte. Pero no les debe de llegar nada. Otro de los recursos de este inmenso territorio eran los yacimientos de fosfatos, relegados a un orden de importancia menor tras la síntesis artificial de fertilizantes.

En un lugar que parece muy apartado decidimos echar a andar. El viento dominante del norte va creando montoncitos de arena a sotavento, denominados rehba. O más que crearlos lo que vemos es el negativo de la fuerza eólica. Donde hay arena acumulada es que no se la ha llevado el viento. Cada matorralito, cada resalte del terreno, tiene un testigo en forma de montoncito de arena. El viento viene del lado contrario.

El fenómeno se observa a simple vista. Pero si uno se agacha ve que también ocurre a escala de pedrusco. Micromontoncitos.

A ras de suelo el miope descubre más cosas. Las huellas de los insectos. Los caparazones huecos de los escarabajos, de color blanco. Desteñidos por el sol.

Las collalbas negras de Bren no se dejan asustar. Dejan al caminante acercarse bastante. Saltan  de una rama a otra. Se paran. Te miran. Se dejan retratar.

La lista de paseriformes ha ido aumentando. Cada noche los biólogos han actualizado sus cuadernos. Por lo visto la alondra ibis es un gran avistamiento.

La mochila de ataque ha empezado a sufrir el desgaste. Sobresale un palo de su estructura. Llevaba días queriendo asomar y por fin ha cascado. ¿Pero tú que llevas ahí? Me pregunta Gerardo, el rey de lo escueto. Además de un par de botellas de agua y la comida llevo el jersey que me sobra por el día pero que es imprescindible al atardecer. Y la crema del sol. Y un mapa de Marruecos. Y pilas de repuesto. Y el frontal. ¡Ah! Y un par de libros. ‘¿Libros? ¿Para qué traes los libros? Los puedes dejar en el coche’, pregunta incrédulo. ‘Por si nos secuestran’ es mi respuesta. ‘Y llevo el cuaderno de notas. Imagínate que de repente, en este secarral me pilla de improviso la inspiración y se me ocurre la novela de mi vida.’

En lo más perdido del amplio llano aparece de repente un rebaño de ovejas. Ya la hemos jodido. ‘Hasta aquí hemos llegado. Mirala’ovehavieho’ dice el Indio (en un perfecto granaino[1]). Si hay ovejas hay pastores. Y las gacelas estarán ya lejos. Esa huella fresca que hemos encontrado fue la que nos decidió a caminar por el desierto. Pero el rebaño, con ejemplares hermosos, rechonchos, nos ha desanimado. A la sombra de una acacia, la única que encontramos, nos comemos unos pistachos. Es increíble que haya animales pastando por aquí. Apenas encontramos materia verde.

Seguimos caminando. Nos volvemos a desenhebrar. Cada uno por un lado. Con sus pensamientos. Me paro a beber agua. Los pistachos me han dado sed. Y entonces aparece la música de viento. De la nada. Del viento, casi imperceptible, que lleva soplando todo el día. Le saca sonidos a la botella sin tapón.

La lumbre lamiendo los resecos leños. El humo que impregna una y otra vez la ropa. La pipa caliente entre las manos. Las miradas perdidas en el fondo de las brasas. ‘Cómo se agradece la candela’ dice Bego. La candela. Me anoto la palabra. En un sobre de recoger excrementos. Llevo papelitos por los bolsillos en los que voy garabateando cosas.

Poco a poco vamos a las tiendas, aunque esta noche tres de los nuestros van a ver qué se ve. Por la tarde parte del equipo descubrió un oasis cerca del campamento, con sus tres palmeras. Es un buen lugar en el que poder ver cosas. Se han dedicado a colocar redes para ver si caían murciélagos (y luego soltarlos, claro). El atardecer lo hemos pasado allí. Yo llegué más tarde, después de ver la nota que dejaron en el parabrisas de uno de los coches. Los walkies no funcionaron. Probablemente estábamos demasiado distanciados.


[1] Mira las ovejas, viejo

Sáhara Occidental. 2·1·2012. Gueltas

Las pequeñas heridas van haciendo cada vez menos confortable el viaje. Arañazos, labios partidos, rozaduras, golpes, pies magullados. Resfriados que se van consolidando. Padrastros de los que se tira hasta deshacer los dedos.

Esto se acaba. Hemos disfrutado de la última hoguera. Pensaba que no habría madera. En la zona de los gueltas -charquilones de aguas salobres que jalonan el curso de un oued- la vegetación escasea. Pero finalmente, entre todos, hemos logrado juntar en poco tiempo una considerable cantidad de madera reseca y nudosa.

Soplaba aire. Migue ha dispuesto unas piedras de manera que las llamas no se desperdigasen.  Antes de cenar hemos rellenado los tanques de los coches de gasóleo. Nos queda algo más de una garrafa de agua. Haciendo las cuentas hemos salido a poco más de dos litros por persona y día. Incluyendo el lavar cacharros y una higiene mínima. Muy mínima.

Hemos pasado la tarde peinando este terreno de barrancos. Otra vez la fauna ha sido muy escasa. Huellas de chacal y de gacela. Huellas y poco más.

Gerardo se ha apostado en lo alto de un cerro. Desde allí ha controlado un inmenso llano que se extiende hacia el sur. Prometedoras manchas de matorral. No ha querido desgastarse para hacer un último intento nocturno. De todas formas no cree que tenga muchas oportunidades. ‘Cada vez que llegamos a un sitio nos desplegamos y barremos todo el territorio en varios kilómetros a la redonda’ Dice Ángel. ‘Así que cuando salís de noche los bichos se han espantado’, argumenta. ‘Quizás para otra vez haya que cambiar el procedimiento. Acampar en un sitio y explorar otro. O dejar a Gerardo, ya de noche, a varios kilómetros de donde hayamos estado’.

Es así, a base de conclusiones obtenidas tras los fracasos, como se va perfeccionando la técnica de rastreo. Es así como se va conformando el embrión del próximo viaje. El Indio ya tiene en su cabeza las zonas que le parecen ser más dignas de ser transitadas. Yo, por mi parte, todo lo que sea seguir hacia el sur me parece bien. Este es un territorio inmenso.

Los gueltas no siempre sobreviven. Muchos son estacionales. Pisamos el légamo cuarteado. El suelo crujiente de sal. A veces un espesor cenagoso, con textura de chocolate líquido. Distintos estados de los elementos que conviven, según la topografía y la disposición de las sombras.

Restos óseos de las tilapias que vieron como el sol fue menguando el reservorio de agua en el que vivían. Una casa cada vez más pequeña. Un techo cada vez más bajo. Una casa expropiada por la evaporación. No es cuestión del Euribor, sino de los grados Celsius. Dejaron los huevos enterrados en el fondo arcilloso. Las próximas lluvias traerán a la vida la siguiente generación.

Escamas entre la sal. Pescado a la sal. Farallones entre los que sigue el oued. Estratos que parecen el espinazo del desierto.

La última noche en el desierto no es tan fría como las anteriores. Paso un rato leyendo una novela. Poniendo en orden las notas. Ha sido uno de los pocos días que he tenido tiempo. Trato de leer dos poesías que ha escrito una amiga. Pero necesito cosas más sencillas. Me va mejor el ambiente de las calles húmedas de San Francisco de la novela negra. En todo caso el sueño me vence pronto. Apago el frontal. Me reacomodo entre el amasijo de jerseys, guantes, gorros, camisetas, que se han acumulado en la cabecera. Me escondo en el saco.

Mañana carretera y manta.

Sáhara Occidental. 3/4·1·2012. Zona de confort

El tren de alta velocidad va a trescientos kilómetros por hora. Voy en el último vagón, en el último asiento. Con el mapa de Marruecos desplegado.

El calor excesivo que inyecta el climatizador me está poniendo nervioso. Voy a pasar más calor ahora que en el Sáhara. Es un aire seco. Me empieza a doler la cabeza. Todo el mundo a mi alrededor tiene auriculares, o un ordenador, o un teléfono móvil o un ipad, o una videoconsola. O varias cosas simultáneamente. Escucho quejas incongruentes: jo tía es que no tienen cocacola cero, sólo cocacola light, dice una anoréxica al borde del delirio. Qué mierda, esa peli ya la han puesto –berrea un adolescente miope que apenas deja de mirar con furia a una pantallita en la que mata marcianos[1]. Percibo comportamientos displicentes, de gente acomodada. Acostumbrada a tener todo en cuanto lo piden. Gente que parece triste.

Definitivamente soy un inadaptado al mundo del siglo XXI. A mí me va más el siglo XIX, con trazas del XVII.

Cosecha de pedruscos y chatarra

Como no puedo soportar la corrosiva atmósfera a la que he ido a parar, me sumerjo en el mapa. Un mapa de papel, de esos que se despliegan y al cabo de varios usos empieza a desgastarse y, eventualmente, se hace un agujero. En las esquinas, donde confluyen varias dobleces. Un mapa de esos con sabor, que no se tienen que recargar. Y que si se mojan probablemente se echen a perder. Y que en el fuego arden. Vamos, una cosa real, tangible.

Localizo los lugares por los que hemos pasado. Se me desenfoca la mirada. Veo siluetas reverberantes. La tapicería del AVE es como una extensión de los colores ocres y amarillentos del Sáhara. Me entra sed. Confundo lo que ha pasado durante las últimas horas. Mil no sé cuantos kilómetros de coche. Algunas paradas.

Me resuena ese ‘¡Levantaos perros infieles!’ del Indio. ‘¡Que hay que llegar a la Mamora!’ El frío que hacía en la tienda. Como recogíamos las cosas aturulladamente. Nos fuimos sin desayunar. Antes de llegar al asfalto apareció un chacal. Como íbamos medio dormidos sólo el que iba en el techo lo pudo ver. Cruzó por delante. Paramos los coches y salimos corriendo hacia un alto. Si alguien nos hubiese visto no sé que hubiese pensado. Dos todoterrenos que van volaos. Frenan en medio del desierto. Salen sus ocupantes y empiezan a correr como demonios para ver quien llega el primero a lo alto del montículo. Y luego se vuelven. Se meten en los coches y continúan.

Absurdo. Porque además no vimos al chacal.

La carrera nos hizo entrar en calor. Tiramos la ropa de abrigo de cualquier forma. En la parte de atrás siempre cabía algo más.

Llegamos al asfalto. Era la carretera que va de Tan-Tan a Smara. Todos estábamos de acuerdo en que lo que más nos apetecía era ir hacia el sur. Y ver qué quedaba del sultán azul. Sonaba a cuento de las mil y una noches.

También me da tiempo a recordar, en este tren que va devorando kilómetros, las deliciosas tortitas que nos comimos acompañadas de té verde y zumo de naranja. Hay cosas que se agradecen de la civilización. Sin embargo entrar en la zona de confort iba ofreciendo algunas limitaciones. Ya no se podía mear en cualquier sitio.

Al norte, siempre hacia el norte. Seguíamos utilizando los walkie talkies para avisarnos de los desvíos. De los controles de policía. De las paradas de avituallamiento.

La sincronización del equipo era, a estas alturas, perfecta. Detectamos halcones. Paramos los coches, y en un periquete teníamos enfocadas a las criaturas. Halcón borní, especie nueva. A la lista.

La noche en el alcornocal fue fría. De madrugada deshicimos el campamento por última vez. Gerardo y yo terminamos de enrollar la tienda con los guantes mojados. Llenos de barro. De arena. Una amalgama pegajosa que finalmente conseguimos embutir en la funda. Espero que la ventile a la vuelta.

Conseguimos colocar los coches en el ferry. Vimos delfines. Y tortugas. Estos tipos no desconectan ni un momento.

En Algeciras se empezó a desmembrar el equipo. Nos íbamos separando. Los conductores estaban cansados. Todos estábamos deseando tomar un bocadillo de jamón y una cerveza. Algunas cosas buenas tenían los rumis[2].

Cada vez que vengo de uno de estos viajes me dan unas irrefrenables ganas de culturizarme. De empaparme de zoología, de geología. De empollarme la enciclopedia Fauna. Me gustaría saber de aves. De huellas. Me gustaría saber organizar la logística. Pero me doy cuenta de que lo que realmente me apetece es contarlo. Y eso es lo que hago.

El tren me deja en Atocha. La gente lo abandona a toda prisa. Como si hubiese un incendio. Queda la última parte de las Navidades. El Roscón de Reyes. Lo que más me gusta. A ver qué sorpresa me encuentro.

Lo que está asegurado es el carbón y la ducha que me voy a dar.

¡¡¡Equipoooooo!!!


[1] Mi desconocimiento es tal que más tarde averiguo que eso de matar marcianos es algo bastante noble y caduco. Ahora los chavales juegan a cosas en las que representan a un violador cuya misión es sacarle las tripas a cualquier ciudadano que vea por el juego. Todos, potencialmente, son unos cabrones con patas que hay que eliminar. Una ligera extrapolación del comportamiento adoptado en el juego a la realidad podría deshacer una sociedad.

[2] De romí, del árabe hispánico rúm, y éste del árabe clásico rūm: «bizantinos», «cristianos».