Una vuelta por el Kanchenjunga (I) El país de la bandera rara

NOTA INTRODUCTORIA. El Parque Nacional del Kanchenjunga se encuentra en el extremo oriental de Nepal. Los trekkings para acceder al campo base de este ochomil -el tercero más alto- son largos e incluso tediosos y obligan a atravesar las tres regiones geográficas en las que se suele dividir el territorio nepalí: terai, valles intermedios e Himalaya.

El relato del viaje se apoya en este gradiente y obvia la cronología de los acontecimientos. De esta manera se presentan en un mismo lugar o tramo observaciones y anécdotas que corresponden tanto a la subida como a la bajada.

Si a algo se aprende en este viaje es a relativizar. Se relativiza la crisis de España al darte cuenta que el lavabo de tu trabajo supera a cualquiera que puedas encontrar en Nepal. Y se despoja uno de narcisismo: Al verse equipado con polainas, pantalones impermeables, GPS, guantes y comprobar que el que van con chanclas por la nieve lleva todos tus accesorios. Te haces una foto molona en plan montañero y el esmirriado que hay al lado, fumándose un pitillito en manga corta a 4500 ha hecho lo mismo que tú pero con 30 kilos. Y no presume de ello.

Llega un momento en que el vacío le posee a uno. Eso es lo que, instintivamente, iba uno buscando. Llegar a la nada. No ser nada.

Así que no puedo decir que el viaje me haya llenado. El viaje me ha vaciado. De cargas. De preocupaciones. De ansiedad. Y ha quedado espacio para que reine la paz. La nada.

Claro que ha sido entrar en esta jaula de grillos y volver a las andadas.

EL PAÍS DE LA BANDERA RARA. Al colegio me gustaba llevar el diccionario ilustrado Sopena. Uno pequeñito, versión estudiante. Lo ponía en la mesa sin disimulo. Ningún profesor iba a sospechar que aquello era mi evasión. Con todas las horas que tenía por delante necesitaba algún tipo de entretenimiento. Solía desmontar el portaminas y el sacapuntas. Dibujar en las esquinas de los libros monigotes que cobraban vida al pasar rápidamente las páginas. Contar los minutos que faltaban para el recreo y buscar en esa sucesión algún patrón. Me aburría mucho.

El diccionario daba bastante juego. Tenía láminas a color e ilustraciones en blanco y negro sobre diversos temas. Me gustaba copiar esos dibujos y tenía el propósito de hacer un diccionario sobre términos estrictamente ecológicos y biológicos. Mientras los profesores contaban sus cosas yo tendía a abrir el diccionario. Copiaba en un papel definiciones de animales o de palabras como arcilla o glaciar. Era una tarea absurda esa de capturar un subconjunto del diccionario. Entonces no me lo parecía. La ignorancia de cada época vital nos mantiene vivos. La lucidez lo va quemando todo. Lúcido viene de Lucifer dice Federico Luppi en Lugares comunes.

Cada poco repasaba las láminas de anatomía, me aprendía los huesos y los músculos. Sobre todo me fascinaban las banderas del mundo. A todo color. Estaban todos los países del mundo. Las memorizaba y buscaba el país en el mapamundi. Las había con franjas. Horizontales y verticales. Escudos. Estrellitas. Emblemas.

Blog_228La bandera rara

Todas eran rectangulares. Excepto una. Una que no se ajustaba al patrón. La de Nepal. El reino de Nepal, incrustado en el corazón del Himalaya. Al norte el Tíbet. Al sur la India. Lugares remotos con los que era fácil evadirse de las soporíferas lecciones. Aquellos temarios que nunca daba tiempo terminar.

Lejos estaba entonces de saber que tendría la oportunidad de ir a Nepal. De poner pie en el Himalaya. En las nieves perpetuas del Himalaya.

El primer viaje a Nepal fue complicado. El avión aterrizó en medio de una tormenta. La aproximación al aeropuerto de Kathmandu fue movida, envuelta en relámpagos. En la capital la cosa no estaba mucho mejor. Estado de sitio. El pueblo quería democracia y la monarquía resistía arrinconada en sus palacios. Aquello derivó en un cambio de planes. Fue un viaje duro, en el que pasamos hambre.

Conocí los alrededores del Annapurna, el Kali Gandaki, las faldas del Dhaulagiri. Mordidos por el frío y las penurias bajamos a la jungla. Visitamos Chitawan en busca de fauna. Algo vimos pero el tigre de bengala tenía su principal bastión en Bardia. Allí nadie recomendaba ir. Además de tigres había maoístas que secuestraban turistas. Fuimos para comprobarlo. Vimos dos tigres. Ni rastro de los maoístas.

Esta vez el destino es el Kachenjunga. En la Lonely Planet que me regalaron mis amigos del Ministerio dice sobre la variante que elegimos lo siguiente: “This is a route with an incredible amount of up-and-down walking. The trek climbs –and descends- more than 15,000 m during two weeks of walking. Be sure you are ready for this kind of effort before you set out: there are no escape routes if you get sick, tired or bored.”

Blog_231Localización del Área de Conservación del Kanchenjunga y situación del campo base sur.

Para el que no entienda inglés: que te pienses donde te metes porque es difícil salir del agujero.

Nuestra idea es llegar al campo sur del Kanchenjunga. Una vez al pie de esos gigantes de más de ocho mil metros tenemos idea de subir por algún glaciar accesible o comenzar a trepar la ladera de un siete mil. Pero antes nos esperan varios días de aproximación hasta meternos en los valles más interesantes. Hay que volar hasta Biratnagar y de allí ir por tierra hasta Suketar, junto a Taplejung. Aquí hay una pista de aterrizaje muy precaria que solo cuando el tiempo es seco puede ser utilizada. Desde Suketar hay que caminar cuatro días hasta Yamphudin donde se abandona, de una vez por todas, el territorio poblado. No es de extrañar que las expediciones cuyo fin es escalar ochomiles vayan en helicóptero hasta el campo base puesto que este camino, de ida y vuelta, va minando las fuerzas.

Blog_229Panorámica desde la carretera de lo que nos espera

Una vuelta por el Kanchenjunga (IV). La esplendorosa vida de los valles.

El reguero de papelillos y envoltorios va disminuyendo a medida que nos alejamos de la carretera y vamos sorteando montañas. Hay menos gente. Las modestas casitas salpican las laderas aquí y allá.

La primera impresión de las espectaculares laderas aterrazadas le deja a uno aturdido. Aquí se vive en vertical y la única manera de comunicarse es caminando. Para ir a la casa de enfrente hay que bajar quinientos metros hasta el río y volver a subir otros quinientos metros. Angostos caminos de piedra. Resbaladizos. Esto empieza a molar.

20Terrazas de cultivo acomodadas entre el bosque primario

En las montañas la vida es dura y a la vez reconfortante. Es una vida en la que no se prorrogan los placeres. Placeres sencillos. Es una vida sin rodeos. En la que está plenamente delimitada la acción y sus consecuencias. Necesitas leña para calentarte. Necesitas arreglar el camino para poder ir de un lado a otro. Necesitas comer.

No ha llegado aún eso de ir haciendo cosas insulsas para llegar a un fin que cuando alcances ya no significará nada. Por el camino directo se sonríe más. Al menos toda la gente con la que nos cruzamos sonríe. Forma parte del tópico que el viajero que regresa de países pobres siempre cuenta.

12Transporte de leña

Sonríen los que suben cargados, que son todos los que transitan estos caminos. Con las mercancías sujetas a la frente. Sonríe la señora que recolecta pimientos mientras lleva de la mano a su hija; a tenor de su barriga parece que van a ampliar la familia. Sonríe el porteador desdentado que tiene por misión acarrear cuarenta kilos de comida a los albergues que están a 4000 metros. Sonríe la niña que se prenda de mi cuaderno de notas y deja su carga de tierra para pasar un rato entretenido.

A nosotros, a los que disponemos de más de cinco dólares por día, se nos ha olvidado sonreír. Preocupados como estamos por resolver todos los pasos intermedios que nos llevan a… ¿Dónde nos llevaban? A mí se me ha olvidado.

23Aprendiendo mutuamente

Esta es una tierra que parece autosuficiente. Hay arroz y mijo. Hay maíz, judías, lentejas, hortalizas. Patatas y gallinas. Hay madera y pasto. Hay miel en las colmenas construidas con troncos huecos. El agua no es un problema por estos lares. La lluvia es abundante y en la época seca el deshielo, convenientemente canalizado, permite regar parcelas y dar vida a fuentes.

Me fascina el reciclaje. Que también es real. No es un contenedor de dudoso destino. Las peladuras sirven para alimentar a las gallinas. Las chalas[1] para hacerse cigarrillos con el tabaco que también se cultiva en el valle. Con los cañones de las plumas de la gallina que han matado para cenar, se limpian las orejas. Lo mismo la cera sirve para hacer una vela. Reciclaje extremo.

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                                                Acopio de mazorcas de maíz

Proliferan los sonidos armoniosos: el agua cantarina de las acequias y fuentes, la cadencia de un hacha fabricando leña, la azada excavando, la lluvia golpeando el tejado.

Las labores cotidianas se ven salpicadas de divertimentos simples pero nutritivos. El cannonball es una especie de snooker que se juega impulsando fichas de colores a modo de chapas. Los paisanos pasan horas alrededor de estos tableros, comentando las jugadas, echando un cigarrillo, riendo. Otra vez riendo.

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Partida de cannonball

Otro invento que nos llama la atención es el columpio gigantesco que arman con las enormes y flexibles cañas de bambú.

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Columpio de bambú

Poco a poco van estableciéndose novedades en este territorio aislado. Las más llamativas son la luz –con placas solares- y la difusión de los teléfonos móviles, que ofrece un contraste notorio con los rupestres métodos al uso: fuego para cocinar, inexistente tracción mecánica o animal para trabajar el campo, caminar como medio de transporte. Los tejados de chapa van sustituyendo a los tradicionales techos de bambú entrelazado.

La noche se abalanza. Destellan las luciérnagas. Se confunden con las estrellas. Y con los puntos luminosos de las laderas: las casas con luz. Ahora la gente se ve las caras. Y lo que hay en el plato. La sopa humeante aderezada con cilantro. Especias picantes. Olores asiáticos. El silencio, ese bien tan preciado. Nos vamos acoplando al ritmo del sol.


[1] Hojas que recubren las mazorcas.

Una vuelta por el Kanchenjunga (V). Lo que nos hizo humanos

Me quedo ensimismado mirando las brasas relampaguear, los leños ardiendo, las llamas cambiando de forma caprichosamente. El hogar. El centro de la vida.

Cada día nos pegamos al fuego. Compartimos con los nepalíes horas de silencio. De contemplación. De beber té y comer dahl baht. A partir de Yamphudim hace frío y llovizna. Después nevará. Hemos ido dejando atrás la vida agrícola y nos internamos en los bosques de rododendros. El paisaje se vuelve cada vez más agreste. Impone y sobrecoge ver la furia de los torrentes abriéndose paso por las laderas. Las brechas abiertas por los deslizamientos.

Llegamos a la cabañita del collado ateridos de frío y envueltos en una niebla que nos ha calado. Tablones húmedos. El techo humeante. Dejamos la mochila en el suelo, nos sacudimos el agua y tras saludar nos acercamos al fuego. Enseguida nos dejan sitio.

Blog_241Cabaña entre Yamphudim y Tortong

El hombre que regenta el negocio ordena a su ayudante –que es su hijo- darnos una taza de agua caliente. Siempre hay agua caliente. Igual que siempre late el corazón o respiramos, el santo y seña de estas precarias cabañas de madera es la lumbre y un ollón de agua caliente encima.

Acercamos las manos. Queremos secarnos los guantes. El gorro. Las botas. Queremos vivir dentro del fuego. La conversación entre los nepalíes se reactiva una vez que hemos sido atendidos. Nuestros porteadores se unen a la charla. Imagino que darán cuenta de la jornada. Y de lo que queda. Se aprovechan estos encuentros para intercambiar información sobre el estado del camino, o el tiempo que hace arriba. Contando historias alrededor del fuego: eso es lo que nos hizo humanos.

Blog_242Alrededor del fuego

A mis manos llegan unos noodles. Los porteadores y el guía optan por el dahl baht. Todos los días dahl baht. Para comer y para cenar. Rebañan con la mano el arroz que mezclan con la sopilla de lentejas y lo que haya por ahí: espinacas hervidas, algo de carne de yak, alguna salsa picante. A nosotros nos dan un tenedor. Saben de nuestra incapacidad.

El humo perenne tizna el interior de la cabaña. Y la ropa de los que pasan horas allí dentro. La nuestra olerá a humo durante meses. Alguien echa un leño y reacomoda los demás. Mueve las brasas. Las pavesas saltan enfurecidas. Hablamos con el guía. Y el guía con los porteadores y con el dueño. Son charlas ligeras adornadas de señas. Me cuesta muy poco mirar cómo arde la madera. Y no pensar absolutamente en nada.

Blog_244Comiendo dahl baht

Llega gente. La lluvia arrecia y están calados. Se quitan el impermeable, la mochila. Ves los rostros fatigados. Esas respiraciones que parecen suspiros. Vengas de donde vengas tienes que estar cansado. Son dos subidas duras las que llevan al collado. Les hacemos un sitio alrededor del fuego. Se les provee de una bebida caliente. Se les prepara la comida. Cuentan sus percances. Se interesan por los nuestros. Es un diálogo estereotipado pero necesario. Se vuelven a activar las historias y los relatos. Un murmullo interrumpido por el chasquido de un leño. O el chorro de vapor de las ollas a presión. Los nuevos comensales ya forman parte del comité de bienvenida de los siguientes que aparezcan por ahí.

Blog_243En Tseram, esperando a que pare de llover

Pasamos muchas horas junto al fuego. Las noches son largas. La compañía muchas veces buena. Los dormitorios son lugares fríos y oscuros donde lo único que se puede hacer es estar dentro del saco. Se habla despacio por no agotar los temas.

Coincidimos con otros turistas. La edad media es alta. Muchos jubilados que disponen de tiempo y algunos ahorros se dedican a pasear por estas montañas. Resulta una bocanada de aire fresco. Las conversaciones con nuestro guía y los habitantes de este lugar se limitan a un vocabulario exiguo. Cosas como Good? Good. Y después una sonrisa.

Poco a poco nos vamos dando cuenta de que solo hay tres cosas importantes, solo tres: calentarse, comer y caminar.

Mercados de abastos (y aquel viaje a Nepal)

Llegamos a Nepal en medio de una tormenta. El avión se movía de un lado para otro. De repente bajaba vertiginosamente. Se estabilizaba. Y volvía a caer unos cientos de metros. Después de tantas horas de viaje lo tomábamos como un divertimento, más que como el preludio de una tragedia.

Cuando aterrizamos y llegamos a una sala en penumbra en la que se despachaban los pasaportes, nos encontramos con otra tormenta. Esta era más complicada. De más alcance. Era la tormenta política que llevaba tiempo asolando al país y que, por fin, estalló. Y nos explotó en las narices. Se decía que la guerrilla maoísta por fin había salido de su covacha y tenía al país al borde de la guerra civil. Esa versión tenía parte de verdad pero la revuelta sobrepasaba a los partidarios de los maoístas. Era un levantamiento popular que reclamaba profundas reformas para derrocar al corrupto régimen monárquico e intentar seguir una senda más o menos democrática, con elecciones y partidos políticos. Cosas de esas que suenan a un sistema algo más equitativo que el feudal que en esos momentos dirigía al país.

Para nosotros las repercusiones más inmediatas de aquel lío era que las carreteras estaban cortadas y que todos nuestro planes, cuidadosamente pergeñados al albor de mapas y guías Trotamundos, se habían ido al garete. Sin embargo nuestro estatus de turista internacional nos daba cierto margen de maniobra.

Después de pasar varios días atrapados en Katmandú, paseando por las calles vacías de la ciudad, logramos llegar a Pokhara y conocer los alrededores del Annapurna y el Dhaulaghiri. El frío, la altura, las indisposiciones y las palizas de subir y bajar desniveles empezaron a hacer mella. Eso, unido a los primeros problemas de desabastecimiento, inició nuestro particular proceso de adelgazamiento.

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Bosque de rododendros y el Dhaulagiri al fondo

Decidimos trasladarnos hacia la zona tropical del país y recuperarnos allí de los sabañones. Además tendríamos la posibilidad de ver tigres y fauna del ‘Libro de la selva’. La cosa volvió a torcerse y hastiados de tantas adversidades decidimos retomar parte del plan original y nos fuimos al parque nacional del Bardia, el principal bastión de los rebeldes maoístas. La gente nos aseguraba que con toda probabilidad nos robarían y nos secuestrarían. Eso como poco.

Lo que encontramos fue una zona llena de resorts y hoteles decadentes. Sus empleados se tiraban a cualquier extranjero que apareciese por allí. Pero no para robarles, sino para que fuesen a su hotel o a su restaurante. Así que nada más bajarnos del autobús una nube de nepalíes se abalanzó sobre nosotros y empezaron a tirar cada uno de un lado entre gritos desesperados para que eligiésemos su hotel.

Acabamos en uno bastante decrépito. Sin agua y con algunas horas de luz. Cada noche el camarero nos leía todas las delicias que había en la carta, un crisol de platos chinos, mejicanos, italianos e indios. Había de todo. Siguiendo lo que parecía un ritual pedíamos cuatro o cinco cosas. A todas aquellas elecciones el camarero respondía que en ese momento no había, que eligiésemos otro plato. Después de jugar un rato terminábamos por pedir espaguetis. El camarero anunciaba el pedido y alguien arrancaba una moto que al cabo de un rato regresaba con una bolsa en la que había un paquete de espaguetis y un bote de tomate frito. Obviamente esa era la cena de cada día. Hasta que se acabaron las existencias de pasta de la tienda. Entonces empezamos con el arroz. El bloqueo del país empezaba a notarse.

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Rinocerontes en el Bardia

Nos resultaba paradójico que en aquella exuberancia tropical no hubiese frutas ni verduras. Hacía días que habíamos acabado con los mangos que compramos en una de las paradas del autobús. Lo único que iba quedando era un arroz pegajoso que cocinaban con mucho picante. Lo comíamos con desgana, tras nuestras maratonianas jornadas en la jungla, al acecho de la fauna, buscando rastros de tigre.

En las largas esperas el hambre me llevaba a imaginar el diseño de una guía gastronómica que siguiese el formato de las guías de identificación de aves y mamíferos que llevábamos. Así, los alimentos se podrían clasificar en órdenes y familias. En vez de tener palmípedos o vivérridos estaría el orden de los salazones compuesto por las familias de huevas y mojamas por una parte y la de pescados y pulpos secados al sol por otra. Encontraríamos el gran orden de las variantes, y habría dibujos hechos en acuarela de pepinillos y aceitunas gordal, boquerones en vinagre y berenjenas de Almagro.

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Avistamiento de Tigre de Bengala

Habría una sección dedicada a los guisos de cuchara y otra de sopas frías incluyendo subespecies de muy difícil diferenciación, como la porra antequerana y el salmorejo cordobés. Por no hablar de la compleja familia de las conservas –hígado de bacalao ahumado, melva de Isla Cristina- y embutidos –cabeza de jabalí, butelo, etc. Con estas febriles alucinaciones más que calmar el hambre la espoleaba. A la vuelta de nuestras incursiones una botella de seven-up, paladeada lentamente, me ayudaba a seguir soñando.

De regreso a España fue fácil recuperar los kilos perdidos. Las rutilantes abdominales que adornan a un ser escuálido y desnutrido fueron recubiertas de nuevo por jugosas capas de grasa procedentes de la salsa de albóndigas, chocolate con churros y demás delicias culinarias que iba devorando por toda casa que visitaba. Comía a dos carrillos mientras relataba nuestras penurias.

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Puesto de salazones en el mercado de Alicante

Cuando tenía oportunidad visitaba los mercados de abastos de las ciudades que visitaba por un motivo u otro. Me volví adicto a esos puestecitos monográficos donde la mercancía está tan bien dispuesta y aparente.

Los letreros de los puestos coincidían con las categorías de la guía imaginada. Las salazones del mercado de Alicante con los bonitos abiertos en mariposa. Los puestos de aceitunas y variantes del mercado de Casablanca, o los de especias. Todo bien clasificado. Resplandeciente y apetecible.

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Aceitunas y especias en el mercado de Casablanca

Pero lo que realmente me llevó a retomar la fantasía de la guía fueron las patas de cabra y el trozo de Dromedario que vi en aquel mercado de Casablanca. Francamente, aquello excedía mi digna sección de casquería. Quedaba claro que los riñones al Jerez, la oreja plancha y las crestas de gallina a la zamorana entraban en ese ámbito. Pero, ¿qué hacer con un cuello de dromedario que viene con cabeza y todo? ¿Lo empanamos? Aquello se parecía al dilema de clasificar un ornitorrinco. ¿Dónde va eso?

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Patas de cabra y cabecicas

Y esta es, al fin y al cabo, la conclusión. Esto de clasificar y coleccionar nos lleva del control que supone tener todo bien ordenadito, con una etiqueta, a no entender nada. La realidad es inaprensible. Siempre habrá un elemento que desvirtúe las hipótesis en las que se basa cualquier clasificación. Y habrá que volver a empezar. Debe ser por eso que nunca terminaba las colecciones.

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Dromedario: servir en plato grande

NOTA: Fotos de Nepal de Gerardo Valenzuela