Una vuelta por el Kanchenjunga (V). Lo que nos hizo humanos

Me quedo ensimismado mirando las brasas relampaguear, los leños ardiendo, las llamas cambiando de forma caprichosamente. El hogar. El centro de la vida.

Cada día nos pegamos al fuego. Compartimos con los nepalíes horas de silencio. De contemplación. De beber té y comer dahl baht. A partir de Yamphudim hace frío y llovizna. Después nevará. Hemos ido dejando atrás la vida agrícola y nos internamos en los bosques de rododendros. El paisaje se vuelve cada vez más agreste. Impone y sobrecoge ver la furia de los torrentes abriéndose paso por las laderas. Las brechas abiertas por los deslizamientos.

Llegamos a la cabañita del collado ateridos de frío y envueltos en una niebla que nos ha calado. Tablones húmedos. El techo humeante. Dejamos la mochila en el suelo, nos sacudimos el agua y tras saludar nos acercamos al fuego. Enseguida nos dejan sitio.

Blog_241Cabaña entre Yamphudim y Tortong

El hombre que regenta el negocio ordena a su ayudante –que es su hijo- darnos una taza de agua caliente. Siempre hay agua caliente. Igual que siempre late el corazón o respiramos, el santo y seña de estas precarias cabañas de madera es la lumbre y un ollón de agua caliente encima.

Acercamos las manos. Queremos secarnos los guantes. El gorro. Las botas. Queremos vivir dentro del fuego. La conversación entre los nepalíes se reactiva una vez que hemos sido atendidos. Nuestros porteadores se unen a la charla. Imagino que darán cuenta de la jornada. Y de lo que queda. Se aprovechan estos encuentros para intercambiar información sobre el estado del camino, o el tiempo que hace arriba. Contando historias alrededor del fuego: eso es lo que nos hizo humanos.

Blog_242Alrededor del fuego

A mis manos llegan unos noodles. Los porteadores y el guía optan por el dahl baht. Todos los días dahl baht. Para comer y para cenar. Rebañan con la mano el arroz que mezclan con la sopilla de lentejas y lo que haya por ahí: espinacas hervidas, algo de carne de yak, alguna salsa picante. A nosotros nos dan un tenedor. Saben de nuestra incapacidad.

El humo perenne tizna el interior de la cabaña. Y la ropa de los que pasan horas allí dentro. La nuestra olerá a humo durante meses. Alguien echa un leño y reacomoda los demás. Mueve las brasas. Las pavesas saltan enfurecidas. Hablamos con el guía. Y el guía con los porteadores y con el dueño. Son charlas ligeras adornadas de señas. Me cuesta muy poco mirar cómo arde la madera. Y no pensar absolutamente en nada.

Blog_244Comiendo dahl baht

Llega gente. La lluvia arrecia y están calados. Se quitan el impermeable, la mochila. Ves los rostros fatigados. Esas respiraciones que parecen suspiros. Vengas de donde vengas tienes que estar cansado. Son dos subidas duras las que llevan al collado. Les hacemos un sitio alrededor del fuego. Se les provee de una bebida caliente. Se les prepara la comida. Cuentan sus percances. Se interesan por los nuestros. Es un diálogo estereotipado pero necesario. Se vuelven a activar las historias y los relatos. Un murmullo interrumpido por el chasquido de un leño. O el chorro de vapor de las ollas a presión. Los nuevos comensales ya forman parte del comité de bienvenida de los siguientes que aparezcan por ahí.

Blog_243En Tseram, esperando a que pare de llover

Pasamos muchas horas junto al fuego. Las noches son largas. La compañía muchas veces buena. Los dormitorios son lugares fríos y oscuros donde lo único que se puede hacer es estar dentro del saco. Se habla despacio por no agotar los temas.

Coincidimos con otros turistas. La edad media es alta. Muchos jubilados que disponen de tiempo y algunos ahorros se dedican a pasear por estas montañas. Resulta una bocanada de aire fresco. Las conversaciones con nuestro guía y los habitantes de este lugar se limitan a un vocabulario exiguo. Cosas como Good? Good. Y después una sonrisa.

Poco a poco nos vamos dando cuenta de que solo hay tres cosas importantes, solo tres: calentarse, comer y caminar.

Una vuelta por el Kanchenjunga (VI). El bosque

Tortong consiste en tres cabañas de tablones húmedos que no encajan. Situado en una angostura del profundo valle del Yalung, Tortong cumple bien con la denominación de agujero. Pocas veces debe verse el sol en este lugar, permanentemente envuelto en brumas y sometido a una lluvia que no termina nunca.

Blog_249Arriba a la izquierda, ahogada por el bosque, la principal casa de Tortong. (LINK a video)

El mejor plan en Tortong es salir de Tortong. Misión, por otra parte, nada sencilla. Hay dos destinos posibles y los dos suponen una dura jornada. Seguir el valle hacia arriba, hacia Tseram supone ganar altura y acercarse a los límites impuestos por la hipoxia. Y pasar más frío. Se atraviesa el bosque silencioso, se pasa a ratos junto al tremendo río de montaña que es el Yulang, se llega con las botas mojadas. Deseando sentarse junto al fuego. Esta es la opción sencilla.

La otra es dantesca. Primero hay que seguir el río aguas abajo. Para después salvar un desnivel de unos 600 metros, hasta el collado de la cabañita. Se trata de laderas inestables y hay que trepar por varias pedreras; andar sobre rocas garrapiñadas en barro. Un terreno inestable que puede venirse abajo en cualquier momento. La trepada llegaba antes hasta el collado natural, pero el último deslizamiento dejó una enorme cicatriz. Árboles aún con las hojas verdes atestiguan lo reciente del suceso. Ahora tiene el aspecto desvitalizado del interior de un cráter. Desde el collado hay una bajada de 1500 metros que exige mucho de las rodillas. Es un camino tedioso en el que hay que ir muy atento. Bajar esas pendientes imposibles, pisando sobre rocas resbaladizas, que parecen untadas de grasa o jabón, exige buscar muescas y resaltes en los que ir encajando la punta de la bota o el talón. Conviene bajar el centro de gravedad, para lo que hay que flexionar las rodillas constantemente.

Blog_245Deslizamiento que se ha llevado el camino por delante. Véase cómo en el collado, a la izquierda, la senda se ve truncada (+fotos)

Pese a la dureza de la topografía hay gentes que atraviesan estos parajes frecuentemente. Gente dura de rostros apergaminados. Pero también niños que caminan despreocupados del brazo de sus padres. Gentes que no saldrán en toda su vida de estos valles. El bosque goteando. Los leopardos nebulosos al acecho. Presas precavidas que se camuflan entre los musgos. Aves que cantan desde la arborescencia, inaccesibles. El porteador de Yamphudim es un habitual de esta senda. Arremete la descomunal subida hasta la cabañita del collado. Hace pausas y calza con el bastón la carga. Aprovecha el encuentro con otras gentes para parar y charlar. La soledad es muy dura. La soledad y el frío y el silencio. Y las fieras acechando. Llueve eternamente y poco a poco el porteador, lleva sus cuarenta kilos hasta Tseram. Pasa la noche en cualquier lado. Bebiendo aguardiente. Medio ido. Acurrucado entre unas mantas que le dejan. Viendo pasar una vida monótona. Disfrutando de pequeños placeres. Espectador de las partidas de cannonball. Saboreando un cigarrillo. Bebiendo algo caliente. Vidas duras de cojones.

Blog_248El porteador camino de Tseram

El porteador está a las órdenes del Patriarca. Así hemos bautizado al dueño de varios alojamientos y proveedor de mercancías. Negocian el precio de la carga y el Patriarca pesa espaguetis, noodles, paquetes de azúcar. Luego el porteador va acomodando las cosas en un cesto de madera. Tensa cuerdas. Prueba. Se descuelga los sacos. Los pone de otra manera. Así hasta dar con la disposición más cómoda. El Patriarca se aprovecha. Regatea hasta extremos inhumanos. Cada gramo de comida lo vende arriba a diez veces lo que a él le cuesta. El porteador mira con cierta pena, y con un poco de indignación, los dos billetes roñosos que le han dado. Parece pensar que no es justo. Pero al mismo tiempo se da cuenta de que su coste de oportunidad es muy bajo. Es decir, que no tiene alternativa. Para olvidar convertirá parte de ese dinero en aguardiente.

Blog_247El bosque

A veces, las menos, la carga la llevan los yaks. Nos cruzamos con pequeñas caravanas que remontan las pendientes con una facilidad sorprendente (ver video). Cuando los animales se detienen, absortos, sin entender el propósito de ir de un lado a otro, los azuzan con palos y piedras. Los yaks parecen animales sólidos e inamovibles. Pero son ágiles y rápidos. No conviene estar cerca de esos cuernos tan afilados.

El río es un caudal blanco y espumoso que se precipita con furia hacia las zonas más bajas (ver y escuchar el río). Por el contrario el bosque soporta con mansedumbre la cortina de agua que empapa las laderas. Las piedras envueltas en el silencioso musgo. Líquenes y epífitas medran en este ambiente saturado de humedad. El tiempo se para en el interior de estos bosques. Emana una calma perturbadora. Los troncos tumbados por los rayos o las avalanchas de piedras se descomponen lentamente e incorporan sus nutrientes al suelo. La hojarasca blanda. Girones de niebla que amortiguan la bravura del río.

El bosque, misterioso, no es siempre inmune al carácter impetuoso del río y los torrentes que lo van alimentando.

Las aguas van socavando las bases de las laderas. Y de repente, sin previo aviso, hay un deslizamiento que se lleva por delante una franja de bosque que va a parar al Yalung. Nada de lo que allí caiga se libra de ser triturado y devorado. A continuación, tras el crujido de piedras y madera vuelve el manto de silencio. Y el bosque se rehace despacio. Extendiendo sus raíces, cubriendo con hojas las heridas abiertas.

Blog_246Saliendo del bosque (link otras fotos del bosque)

Una vuelta por el Kanchenjunga (VII). El glaciar

A mí lo primero que me viene a la cabeza es la imagen de un niño en la playa. Abriendo un surco en la arena a medida que pasa un rastrillo o la mano. La arena desalojada de la depresión que se va formando crea dos muretes a ambos lados de la excavación. Esas son las morrenas laterales. Al final del recorrido, hasta donde el brazo alcanza, queda otro montón de tierra que cierra el pequeño canal. Esa es la morrena terminal.

Y es la primera que vemos en nuestro camino hacia Ramche, último refugio disponible. De entre ella mana el glaciar convertido en arroyo. Año a año el hielo da paso al agua en una cota cada vez más alta.

Luce un sol espléndido y caminamos a buen ritmo. Los picos nevados nos han sorprendido tras varios días de borrasca y nieblas. Estamos entusiasmados, deseando hollar la nieve recién caída.

Blog_250Morrena terminal del glaciar Yalung

Para completar el cuadro nos topamos con unos yaks negros, lanudos, que ponen el contraste a la nieve blanca y la nota pintoresca. Caminamos con ganas por llegar cuanto antes y pillar una de las habitaciones de Ramche (solo hay dos o tres, la información es confusa).

Yo estoy hecho de esto, llevo genes que se fraguaron en la nieve. Se reactivan los vínculos atávicos con el territorio. Emerge el instinto más primitivo, más irracional. No hay otra razón para explicar el gozo, la alegría inesperada que me invade. No hay manera de mantener la compostura. De contenerse. Voy de aquí para allá haciendo fotos, corriendo, contraviniendo el ritmo pausado que exige andar por encima de mis posibilidades actuales, es decir con insuficientes glóbulos rojos en la sangre.

Pertenezco a las montañas. Me siento fuerte. Capaz. Todo encaja.  Estoy en el lugar adecuado.

Blog_251Flipando en la nieve (ver video)

A estas alturas del año no debería quedar nieve. Pero el monzón se ha prolongado más de lo normal y el resultado es que las fotos tienen un decorado excepcional. Creo que la noción de ‘año normal’ empieza a desdibujarse. En Ladakh nos libramos por poco de unas lluvias torrenciales que arrasaron la región. En Bolivia la nieve nos hundió la tienda cuando era la época seca. En Cuenca ya no nieva como antes, afirman los paisanos. Aunque puede ser que los contemporáneos no tengamos perspectiva para decir qué es normal y qué no lo es.

Los porteadores, sabiamente, se deshacen de la carga y empiezan con sus cigarrillos. Por el momento ha terminado su trabajo. Nosotros, dislocados, rematamos la jornada subiendo a la morrena. Parece como si camiones gigantescos hubiesen descargado toneladas de escombros para hacer una muralla. Para ver el glaciar hay que trepar un poco más. Necesitamos asomarnos.

Desde que lo vi en los mapas me imaginé el glaciar como una potente lengua de hielo blanco raspando las rocas. Me basaba en los que vi en Chile. En el hielo que escurre lentamente del Campo de Hielo Sur. Qué nombre tan bueno, por cierto.

La morrena tiene más de 50 metros de altura. Es un terreno poco firme. La nieve es blanda y nos hundimos con facilidad. La panorámica es bestial. Uno ve esto y da por buenas las miserias pasadas. Y está dispuesto a seguir comiendo arroz durante varios días y pasar frío y tener lejos a la familia y los amigos. Uno ve esto y se emociona al constatar que la Naturaleza, con mayúsculas, todavía tiene su cuota de poder en el planeta. Que hay cosas que todavía no nos hemos podido cargar.

Blog_252Isaac caminando por la morrena lateral del glaciar Yalung

El glaciar es un sumidero de derrubios. De todo lo que cae rodando desde las alturas. Es una escombrera gigantesca. Continuamente alimentada por avalanchas y desprendimientos. Continuamente tapizada por las nevadas. Es un caos de bloques y pedazos de nieve compacta. Con su propio metabolismo. Con sus propias lagunas y aludes. Filmamos desde el borde. Tomamos alguna foto. Oímos cómo caen las piedras a unos metros. Nos vamos. Nos volvemos al refugio. Abrumados y admirados. Aquí sí hay que andar con mucho ojo. Un mal paso y se acabó.

El solazo nos ha ablandado los sesos. Y la altura. Por fin, a 4.500, sentimos su mordida. No por esperada resulta más llevadera. Pensamos en dormir un rato. Empiezan las náuseas y las arañas en el estómago. Las palpitaciones en las sienes. No hay otra que reposar. Fuera se escucha la algarabía de los porteadores. Juegan a las cartas. También hay otros montañeros que entran y salen del refugio. La habitación en penumbra. Imposible dormirse. Atorado. En posición fetal. Con sensación de fiebre. Aguantando el chaparrón. Me pongo los auriculares. He racionado bien la batería del cacharrillo mp3. Una hora de música. Me medio duermo. Se hace de noche. No cenamos. Apenas un traguillo de agua. El guía y los porteadores vienen a ver a los convalecientes. Todo bien, logramos balbucear. La retina aún iluminada con las bellas imágenes del día. Va pasando la madrugada y no logro pegar ojo. Me imagino al tejido hematopoyético fabricando glóbulos rojos para salir de esta. Necesito más oxígeno coño. Me susurro.

Blog_253El refugio de Ramche

No dormimos nada. Pero dio igual. Los chapatis a rebosar de nocilla, un té y a correr. Ya estamos en marcha, camino de Oktang.

No era un día prometedor pero la nieve estaba firme y queríamos llegar un poco más lejos que el día anterior. Remontar el glaciar hasta la curva desde la que, si teníamos suerte y despejaba, veríamos el Kanchenjunga.

Oktang es lo más lejos que llegamos. Es un pequeño santuario, muy precario, que consiste en un amontonamiento de piedras con palos que sobresalen y banderitas de colores. Todo ello semienterrado en la nieve. Los dioses, una vez más, están con nosotros. Se abre el cielo y tenemos ante nosotros cuatro ochomiles, un pedazo de galciar, otros que confluyen en él, seracs y un sol que saca brillo a todo. Hemos triunfado.

Blog_254Oktang y al fondo el Kanchenjunga. Poco a poco fue abriendo el día

A partir de este punto el camino se antoja peligroso. La senda está tapada por la nieve y barrida por avalanchas que no paran de caer. Es el problema de estas nevadas tan tardías. En cuanto sale el sol la nieve se deshace y los aludes van tachonando el paisaje.

Da vértigo pensar que a partir de este punto, a casi 5000, todavía hay una pared de 3500 metros para hacer cumbre. Pero haber llegado hasta aquí es suficiente. Basta sentarse en una piedra y mirar a los Kanchen. O deleitarse con las laderas del Ratong. O con los seracs. O con la esperanza de que asome un leopardo de las nieves. Basta con escuchar el silencio. Perturbado de vez en cuando por alguna avalancha que conmina a estarse quietecito.

Es aquí y ahora cuando ya me he vaciado de pensamientos nocivos, de noticias de crisis, de que va a subir la luz, de la verborrea de tertulianos y políticos. Es aquí donde ya no queda nada y entonces hay lugar para la calma. Es aquí donde uno atisba la felicidad, un estado de paz y cierta desidia. De poca prisa y conformidad. Hay que vaciarse. Es un estado de vacío, más que de plenitud, lo que me permite librarme de las cadenas. De los prejuicios. De las verdades asentadas en experiencias puntuales. De las clasificaciones. De la inercia. Del ceño fruncido.

Respiro y miro. Y estoy vivo. ¿Qué más se puede pedir?

Blog_255Caminando de noche, en plan Gerardo. Resumen musical del viaje

Otoño

Días que se acortan miserablemente.

Tardes de domingo empañadas por las perspectiva de una semana de cole. De oficina. De madrugar y toparse con el suelo frío y el cielo ceniciento.

Y las paradas de autobús atestadas. Y el tráfico. Y el infinito ciclo de días que conducen hacia la lúgubre noche. Hacia el invierno.

Aletargadas tardes de domingo después de comer cocido en familia y prolongarla con tertulia y cafeses. Y las hojas que empiezan a abandonar las ramas de los árboles para formar una alfombra a veces crujiente en la orilla de las carreteras.

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La particular visión de Alfonso Girón del otoño

Y la piscina cerrada. Las aguas cloradas y artificialmente azules empiezan a verdear.

Y está prohibido saltar la valla para palpar esas aguas enigmáticas en las que proliferan bichos desconocidos. Y está prohibido jugar al balón en los soportales porque molesta a los vecinos. A esos señores mayores con cara de acelga que leen el periódico. Señores que apenas corretean cuando intentan ir tras el autobús que van a perder. Y hacen cosas raras como tomar el aperitivo o prestar atención a la tele cuando otros señores de aspecto grave dicen cosas ‘muy importantes’.

Seres anquilosados. Adultos. Otoñales.

Y está prohibido jugar hasta hartarse. Porque otoño es la estación de las obligaciones y los buenos propósitos. Hay que empezar con buen pie el curso. Y hay que hacer los deberes. Ir a las clases de inglés. Hay que estar a las siete en la estación de tren para subirse a y media en el metro y llegar a menos cinco a clase. Y así tener opciones de tener un buen sitio. Toda una serie de concatenaciones que uno quiere creer llevan algo. Conducen a la felicidad.

Pero la felicidad, como espacio vitalicio, no existe.

Eso lo descubrirás más tarde. Pero es en otoño, entre esas luces vetustas que encienden la hojarasca, cuando lo vislumbras por primera vez. Y es en otro otoño cuando deja de darte miedo que no sea posible la felicidad eterna.

De momento se trata de sobrevivir hasta el viernes. Los viernes hay siempre una promesa de algo. Es el día de la paga. Es el día de comprar chucherías. De ir al cine. De alimentar amores platónicos. De salir por ahí. De tomar una copa.

 Las duras semanas de otoño no dan tregua. Y a veces ni siquiera esas promesas sirven para mantenerse a flote. Ni siquiera saber que tu equipo tiene un partido cómodo.

Sí. Al final, aunque te hayas propuesto que este año oirías radio 3 y verías documentales de La 2, que serías un tipo culto, interesante, vuelves a escuchar la mierda del fútbol, que lo ponen a todas horas en todos los sitios.

Los domingos por la tarde, con una mezcla de congoja y satisfacción vuelves a los lugares comunes. Vuelves a hacerte una taza de té mientras fuera el viento y la tentativa lluvia devoran lo que quedaba del verano.

Escrutas la quiniela. Por ver si la aciertas y te largas al trópico.

De repente quieres un verano infinito. Pero hace tan solo un mes y medio, cuando el calor te envolvía y no te dejaba dormir, ni soñar, ansiabas las melancólicas tardes septembrinas. Descubres que la luz dorada entre las hojas viene acompañada de miasmas y atascos. De cabreos.

En agosto, en la torridez, hubieses jurado que podías sentirte dichoso solo con poder atisbar, desde la ventana, cómo se bajan los niños del autobús, de la ruta, con sus uniformes descolocados tras el fragor del día de clase. Y su gesto de fastidio. Y su explosividad innata, inocente, por encima de protocolos y urbanidades. Por encima de las obligaciones que les tienen preparadas.

Niños que madrugan y que ya no llevan pantalones cortos. Y aspiran ese rato de libertad suprema entorno a la hora de la merienda.

Las temperaturas más civilizadas te crean esa sensación de poder estar en paz. Así surgen los planes y las promesas. Este año sí. Te dices. Este año voy a ir al gimnasio. Voy a correr una maratón. Voy a aprender italiano. Este año voy a ser mejor. Te dices.

Hasta que noviembre te ponga a prueba. Hasta que los días sean tan cortos, te opriman tanto, que claudiques.

Entonces empezarás a pensar que queda poco para Navidad. Para juntarse en familia. Para negociar si tocaba Nochebuena  en casa de tus padres o de los suyos. Para discutir cómo se plantea el tema de los regalos este año. Y dónde vamos a comer. Y dónde vamos a cenar.

Y te deprimirás definitivamente.

Es normal. Es otoño.

(Excepto en el Corte Inglés, que ya es primavera del año que viene)

NOTA: Echa un vistazo al Verano

La balsa del Sapo (V)

Bajamos hasta el Campo de Dalías. La llanura, hasta hace pocas décadas, no era más que un sucio secarral aprovechado por el ramoneo casual de diezmados rebaños de cabras.

Era obvio que el desarrollo tenía costes ambientales muy altos. Pero también quedaba claro que se vivía mejor ahora que entonces.

Se vivía más años. Con menos dolor. A uno se le caían los dientes y le podían poner otros.

Recorrimos los claustrofóbicos pasillos entre los invernaderos. El espacio que separa cada propiedad se reduce al mínimo. En esas fronteras podrían cultivarse más tomates. Y ganar más dinero. Los dueños admiten con fastidio la existencia de estos pequeños vericuetos.

Buscábamos alguien con quien hablar.

Algún que otro negro se dejaba ver. Pero huía esquivo cuando nos acercábamos con los apechusques de grabar. Queríamos saber su punto de vista.

¿Qué le parece a usted vivir como un perro? Queríamos saber la opinión de un esclavo que pasa horas en una atmósfera calenturienta y envenenada.

Los inmigrantes ilegales eran la verdadera explicación del milagro almeriense.

Aunque desde nuestro punto de vista su flagrante falta de derechos era lastimosa, seguían viniendo en oleadas jugándose el pellejo. Los invernaderos eran una fuente de ingresos que les permitía mantener a flote a sus familias. En sus tierras de origen la devastación permanente de las guerras y los dictadores que se sucedían hacían imposible vivir.

Era mejor arrastrase por los invernaderos que sufrir los desmanes violentos e impredecibles del hambre y las balas. De las sistemáticas violaciones.

Quedaba poca luz y ante la imposibilidad de rodar algo suculento decidimos ir a la última localización que les había propuesto: la balsa del Sapo.

Felisón me traducía las preguntas de Güntz. Quería saber si el agua de la laguna se utilizaba para regar. Hice de tripas corazón para intentar repetir la historia que Parrita me había contado.

En todo el litoral eran habituales pequeñas lagunas endorreicas de carácter estacional que se secaban a medida que progresaban los calores estivales. Una de estas, junto a la localidad de Las Norias, era la denominada balsa del Sapo. La expansión de las motobombas y de la tecnología que permitía perforar hasta profundidades sorprendentes dislocó el sistema natural, en equilibrio desde tiempos inmemoriales.

‘Podemos decir’, expuse en plan experto, con el plural mayestático por delante, ‘que el acuífero tiene dos partes. Una superficial que recoge aguas de lluvia de la temporada y otra más profunda donde se acumula agua que lleva años recorriendo el material poroso. Son aguas centenarias.’

Para que entendiesen mejor mis palabras empecé a dibujar un croquis del asunto sobre el capó del coche.

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‘Hay una capa de rocas que separa las dos masas de agua subterráneas. El problema de la balsa del Sapo comienza con la perforación de esta capa. Para asegurarse un suministro de agua continuo, que durase todo el año, era perentorio acceder al acuífero profundo. Eso llevó a la superficie agua que fundamentalmente servía para contrarrestar la infiltración marina. Por un lado, al quitar parte de esas aguas, la cuña salina empezó a establecerse tierra adentro. Por otro el agua que sobraba de los riegos, lo que se conoce en el argot como retornos de riego, alimentó el acuífero superficial. Así que las lagunas pasaron a ser perennes. Actualmente esto que tenemos aquí –dije señalando las pestilentes aguas verdes ricas en fitosanitarios- es producto de una llegada de agua continua proveniente de los invernaderos. Día y noche unas bombas evacuan el agua hacia el mar pero aún así cada año el nivel del agua sube y se mete en esas casas que veis.’

El lugar era bastante deplorable. Las aguas estancadas de la balsa del Sapo mezclaban sus efluvios con los olores de basuras esparcidas entre la vegetación. Pese a ello diferentes anátidas progresaban por la lámina de agua. Unos ucranianos en camiseta de tirantes y chanclas pugnaban por sacar peces de las profundidades. Era un lugar apropiado para encontrar especies rocambolescas como por ejemplo lubinas de tres ojos o dos colas.

Un vecino, al olor de las cámaras, se acercó para plantear sus reivindicaciones. Que a ver si de una maldita vez hacía algo la Junta. Que les habían prometido antes de las anteriores elecciones que iban a desecar aquel criadero de mosquitos.

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Cuando le expliqué al buen hombre aquel que estábamos rodando un documental para una cadena alemana quiso asegurarse de que pondríamos sus reclamaciones en primer plano. Güntz parecía contento. Tenía un montón de maldades que relatar en base a la producción de tomates.

Yo estaba cansado y Felisón, viendo cómo me desmoronaba por momentos, se puso a negociar con el alemán una compensación económica por mis esfuerzos. Aquello me sonó muy mal. Me veía en el papel de los guías locales de países tercermundistas que reciben unas monedas a cambio de hacer pasar un rato entretenido a los potentados viajeros. Rechacé con indignación el billete de cincuenta euros. Había visto como Güntz se rascaba el bolsillo amargamente, como constatando que, efectivamente, todo tenía un precio. También pude ver como los alemanes se tomaban nuestra discusión como asuntos internos de los aborígenes, que no se ponían de acuerdo en cómo repartirse la presa. ‘Tomá, luego te vas con tu chica de cena. Pásalo bien’ decía Félix tratando de convencerme.

‘Que no, que no acepto dinero. Faltaría más’ ‘Bueno, tú verás’, dijo Felisón mientras plegaba los billetes y se los metía en el bolsillo de la camisa.

Por fin regresamos al punto de partida. Era ya de noche cuando recogí mi coche. Me despedí lo más amablemente que pude. Bajé las ventanillas y puse la radio a todo volumen. No había nadie cuando llegué. Saqué sobras de la nevera y me las comí viendo un partido de ‘jurgol’. Pensaba, entonces, que había hecho bien en divulgar los problemas ambientales que destruían nuestro patrimonio natural. Pensaba, rebañando el bol de ensaladilla, que fue un gesto noble por mi parte no aceptar la compensación económica. Con algo había que consolarse.

NOTA: Pese a mis reiterados intentos de comunicarme con la productora jamás recibí notificación alguna de mi participación. En todo caso la experiencia me ha servido para hacer un relato más o menos cómico del asunto.

La balsa del Sapo (IV)

La obsesión por publicar y acrecentar los méritos curriculares de cara a obtener una supuesta plaza de investigador científico me había poseído.

La última moda era una cosa que se llamaba ‘H’. Empezaba a ser más importante que el propio pH de la sangre. Me llevó un tiempo entender qué diantres era H. Una cosa tan aséptica y muda. Tan poco conmovedora.

Era un índice que mejoraba al anterior, que simplemente era el número de artículos que uno tenía publicados en revistas ISI. Es decir, revistas reconocidas internacionalmente como garantes de que el artículo era aceptado por la comunidad científica.

H daba una vuelta de tuerca a eso: tenía en cuenta el número de veces que cada uno de esos artículos había sido citado en otros artículos que tuviesen ese mismo reconocimiento. No dejaba de ser algo endogámico, poco conectado con la realidad.

H es el mínimo de: a) número de artículos; y b) número de citas por artículo.

Por ejemplo, si tienes tres artículos, con 8, 5 y 2 citas, el H es 2. Otro ejemplo: para tener un H de nueve hay que tener nueve artículos en el que al menos tengas nueve citas en cada uno de ellos. Vamos, que un buen H implica hacer amiguetes en los congresos científicos. Que para eso sirven.

Dado que el centro nos animaba continuamente a estar presente en los medios y mi H era bastante lamentable (aunque el nivel de colesterol lo tenía bastante bien) trataba de redimir mis carencias articulistas haciendo el indio en el documental que me habían propuesto.

Eso explica mi silueta recortada a las cuatro de la tarde en lo alto de una cantera. Allí estaba yo (haciendo el gilipollas madre) con una tórrida brisa que lamía el polvoriento paisaje de escombros y espartos.

Me acuclillaba en plan naturalista de la BBC y deshacía entre mis dedos un terrón reseco a la par que soltaba un discurso sobre la desertificación. Cada poco miraba a Felisón y Güntz, buscando su aprobación, como hacen los niños cuando colorean un dibujo y se lo muestran a ‘la profe’.

Ellos me conminaban a seguir y me señalaban la cámara, para que no dejase de mirarla.

La idea era que después de deshacer el terrón y sacudirme los restos de las manos fuese andando hacia el borde del acantilado. El cámara iría siguiendo mis pasos para, de repente, ver de fondo el mar de plásticos del Campo de Dalías. Entonces yo, apocalípticamente y con el pertinente barniz científico, debería asegurar que el origen de todos los males estaba a mis espaldas.

Todos los tomates y pepinos que se comían los alemanes llevaban miles de pecados en su interior. Eran los causantes de tal devastación. Güntz sonreía de placer ante su propia genialidad. A Frodo se le caía la baba. Pero por que era así.

Tuvimos que repetir la escena siete veces. Cada vez el cámara hacia el recorrido pertinente, filmando en posiciones inverosímiles. Frodo sujetaba el micro como podía, acercando la bola de pelo lo más posible a mi boca mediante una pértiga, sin que saliese en pantalla.

Cada vez que la escena se iba a pique Güntz se ponía fuera de sí: ‘jusenflujenchen jaaa!!’ Sin saber alemán aquello debía querer decir ‘¡Me cago en tu puta madre!’. Si es que al final los idiomas son todos iguales, me permití concluir.

Mi discurso se debilitaba con cada versión. Sobre todo al decirme Félix, para que me relajase un poco, que lo que yo dijese iría en alemán con una voz en off. Tan solo se trataba de que se viese que yo halaba, que movía la boca.

Pasé de decir cosas como: “el proceso de degradación asociado a la extracción de aguas subterráneas en el campo de Dalías se traduce en el despoblamiento del territorio interior, que nutre de mano de obra y materias primas a lo que denominamos hot-spot, esto es, el núcleo de generador de renta.” A estas otras: “La peña está deseando tener un mercedes y un televisor de plasma. Aquí la gente ha pasado muchas penalidades y necesidad. Así que deja su pueblo y se pone a sacar agua a lo bestia para plantar lo que sea. Venderían a su abuela con tal de ganar dinero. Y cuando se acabe el agua pues ya verán lo que hacen. Traerla de los Pirineos por ejemplo.”

Por fin Güntz dio por buena la escenita. Quería que nos paseáramos entre los callejones que dejan los invernaderos. Y que echásemos un vistazo a aquello en lo que tanto había insistido Parrita, la balsa del Sapo.

Yo estaba harto. Había echado a perder el día. Y sobre todo la tarde. Mi partido de squash estaba condenado. Estaba cabreado conmigo mismo. Una vez más me había dejado embaucar e intimidar. Me sentía como una marioneta en brazos de Felisón. Dando bandazos por los invernaderos mientras ponía cara de experto.

Cargamos los archiperres y, refunfuñando, les indiqué el camino hacia El Ejido, aquel emporio del tomate que lucía con orgullo la torre más alta de Andalucía.

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La balsa del Sapo (III)

‘¡Mirá que horas son! A algún sitio habrá que ir a comer. Güntz tiene prisa por rodar’.

Dijo Felisón gritando, que era su manera habitual de hablar.

Y en efecto Güntz (que digo yo que para definir un personaje alemán no viene mal ponerle al nombre una diéresis y una zeta) estaba con cara de perro, harto de escribir en su cuaderno paridas para el rodaje, mascullando alemanadas a Frodo. Este hacía por calmarle mientras a mí me sonreía beatíficamente, con esa sonrisa bobalicona de hobbit feliz. Mientras, el cámara había aprovechado el impasse para liarse otro cigarrito.

Llegó un momento en el que sus cuatro miradas convergieron sobre mi persona. Me perforaban.

Era necesario hacer algo.

‘Yo es que casi nunca como por aquí, no conozco el sitio’

Dije un poco avergonzado. Porque tiene delito que no supiese qué había más allá del edificio en el que trabajaba. Haciendo todo lo contrario de lo que se espera de un anfitrión. Por eso prefería que no viniesen visitas. Sabía que en algún momento se daría una situación como esta. Incómoda.

 ‘A ver, a ver…’, musité mientras desplegaba todos mis recursos logísticos.

‘Un bocadillo, cualquier cosa’ apremiaba Felisón, el de las uñas como garras.

‘Vale, pues vamos al Romera’, resolví.

El Romera es un bar adosado a la universidad que siempre está abierto. Su aspecto roñoso y desordenado, la suciedad y el ruido, son sus principales señas de identidad. Aunque, la verdad sea dicha, no se han registrado tantos casos de salmonelosis como pueda parecer al primer golpe de vista.

Blog_224_SapoIIICon todo, es posible conseguir buenas raciones, tapas y bocadillos medio decentes. Eso sí, la competencia en la barra, a las dos de la tarde, es feroz. Tras hacerte con el condumio, después de unos cuantos codazos, gritos y grandes dosis de paciencia, hay que darse prisa en tragar: las moscas no dan tregua.

Frodo se hubiese comido cualquier cosa a la plancha. Después de zamparse una hamburguesa cuya materia prima era de peliaguda trazabilidad, se fue corriendo a por algo más. Y es que ser el portador del anillo es un oficio que desgasta mucho.

Por su parte el cámara apenas probó bocado del grasiento emparedado que se había agenciado. Este era más de café y cigarrillos.

Era esta otra de las virtudes del Romera. Se podía fumar. Cualquier cosa. No era raro que el aroma de los porros que fumaban los avezados estudiantes se entremezclase con el olor de la fritanga.

El Romera, al fin y al cabo, era un reducto de perversión que daba cobijo a los mandriles más rebeldes y denostados de la universidad. Ello explicaba que el Rector y todos sus antecesores hubiesen tratado de cerrarlo de manera recurrente.

Exhausto tras haberme ventilado un par de cervezas que había apoquinado Gúntz (o más bien la televisión esa para la que trabajaba) y con los dedos manchados de grasa un ladrido me sacó de mi ensimismamiento. ‘Vámonos, que se nos va el día’ ordenó Felisón. Dado que yo no renunciaba a llevar la iniciativa el traductor decidió tomar las riendas del asunto.

‘Claro, claro’ respondí tragándome de golpe un café que sabía a alquitrán.

Raudos y veloces ocupamos nuestro lugar en el monovolumen. Me tocó de copiloto. Era yo el que tenía que consagrar la ruta. El encargado de descubrir a aquellos teutones los lugares secretos en el que se fraguaba la producción hortícola más importante de ‘Uropa’.

Entre vapores etílicos pusimos rumbo al poniente almeriense.

A esas horas, por la A7 dirección El Ejido, el sol te ciega. No me extrañaron las gafas de sol de Güntz. Eran tipo accesorio francotirador que se prende a la montura de las gafas originales con una pinza. Le quedaban bien. Un tipo aparentemente inofensivo que se puede convertir en un depredador.

Conocí algo de la vida de Felisón, que aprovechó el mutismo de los alemanes para exponerme su recorrido vital. Me contó que era argentino. Había emigrado a Alemania y allí se había casado. Un año vino de vacaciones a Almería y aquí se quedó. Le encandiló la luz, el cielo escandalosamente azul. Él era pintor. Aunque había hecho de todo en la vida lo suyo era pintar decía. Era un artista. Dejó a su mujer, se estableció en un cortijo y se levanta tarde. Cuando llega el ocaso empieza a pintar. Para vivir vende algún cuadro, o hace de guía turístico. O de traductor como en esta ocasión.

Fuimos dejando atrás localidades tan polvorientas como Vicar y La Mojonera . Güntz soltó un improperio que en realidad era una frase en alemán. Félix me lo tradujo. Quería saber si La Mojonera era un topónimo de algo. Nada más hacerme la pregunto el propio Felisón se contestó así mismo buscando mi complacencia: ‘Explícale al voludo este que es donde se fabrican los mojones, ¡jua, jua, jua!’, explotó en una carcajada.

Asumí la broma con cara de póquer, la misma que tenía Güntz, que no entendía nada. Le dije que aquello era un nombre propio, sin ningún significado especial.

Empezaba a estar harto de Felisón, su verborrea y trato familiar. Yo quería mostrarle que había un abismo entre nosotros. Pero no se desanimaba. No se creía mi papel de científico gruñón. Me trataba como a un chavalito con aires de intelectual y un poco pretencioso.

Frodo seguía con su sonrisa Colgate. Era sospechosa tanta beatitud. Probablemente se hubiese fumado, muy de mañana, todo lo que el cámara se administraba en pequeñas dosis. Un gran porro mañanero de medio kilo de maría podía explicar esa cara como de medio susto, a punto de descojonarse.

Con tan agradable compañía fuimos devorando millas hasta llegar al cruce que Parrita me había señalado en el mapa.

No lo tenía muy claro. En medio de la confusión, tras el seminario, Paco Parra había garabateado unos cuantos puntos clave en el mapa provincial que le presenté. A la par me había explicado qué caminos secundarios y atajos tomar, y yo había asentido a cada instrucción sin prestar atención, noqueado tras su negativa de acompañarnos.

Estaba solo ante el peligro. Y ahora rezaba para que la salida elegida llevase a alguna parte.

Seguimos por la vía de servicio pero no vi la nave azul que el ínclito Parrita había dado como referencia.

Buscaba una cantera excavada en los contrafuertes de la cara sur de la sierra de Gádor. De allí salían los áridos con los que se levantaban los invernaderos, cada vez más sofisticados. Las endebles cañas y plásticos empezaban a ser sustituidos por sólidas bases de hormigón y muros de roca en los que se apoyaban naves de fibra de video con aspecto de factorías marcianas.

Cuando detecté las cicatrices sobre el territorio indiqué resuelto a Güntz que tomase el primer camino de ripio que subía en aquella dirección.

En poco tiempo nos colocamos sobre los taludes cimeros. Vimos el estropicio practicado en toda su extensión. Al fondo unas lagunas fétidas llamaban la atención en un paraje tan escaso de humedad.

De tanto excavar se había llegado al nivel freático y algunas colonias de aves se habían establecido en aquel oasis artificial. Expertos de otros campos de investigación definían aquello como ‘una externalidad positiva de los invernaderos que además de producir comida engendran vida.’ Y además te lo podían demostrar con ecuaciones. Obviamente sujetas a supuestos de dudosa procedencia.

Por no aguarle la fiesta a Güntz, el cual seguía apuntalando en su grueso cuaderno de anillas un argumento de cataclismos, no dije nada.

Por fin había elegido donde rodar la primera escena y el equipo tomaba posiciones.

La balsa del Sapo (II)

Así que la cuenta atrás de la bomba activada en aquella remota y plácida mañana de febrero había llegado a cero.

Era mayo, hacía más calor, y cuando bajé al vestíbulo para recibir a mis visitantes me llamó la atención un tipo desgreñado, con unas sandalias de predicador que dejaban ver unos uñones de águila que daban miedo. Me imaginé que sería el fontanero o un repartidor de váteres y por eso cuando amablemente tendí la mano a los flácidos alemanotes y les saludé en mi mejor inglés me sorprendió la voz atronadora del supuesto repartidor de chistorras. ‘Ehhhh, ¿y para qué estoy yo aquí?’

‘Soy el traductor simultáneo’ dijo con más calma. Intentando hacer ver, de manera irónica, que su rebuzno era en realidad una chanza. ‘Estos tipos de acá no entienden el inglés. Ni el español. Son alemanes de pura cepa. Funciona así: tú me cuentas todo lo que tengas que decir a estos boludos. Después yo se lo traduzco y si tienen alguna duda, te lo cuento. D’accord?’

ilustración_La Balsa del Sapo II_ by AGPDijo de un tirón. Como tenía tantas dudas de que aquello fuese a alguna parte dije ‘vale’. Y me fui otra vez para los alemanes, no sin antes recibir un crujiente apretón de manos: ‘Félix Duarte Dueñas, efe dé dé, para-servirle-mucho-gusto’

Iba a ser un día duro.

Me fijé entonces en los teutones. Felisón me los iba presentando de mayor a menor rango.

El primero era el hombre cuadrado ya citado. Era el jefe. La cabeza pensante del proyecto. Le costaba mirarte a los ojos. En cuanto podía se refugiaba en una libreta llena de garabatos. Empecé a decirle algunas manidas frases en inglés a las que Felisón saltó como un perro de presa reclamando su protagonismo.

En cuanto a los otros dos, el técnico de sonido y el cámara, tuve la impresión de que eran un par de hobbits bien avenidos. El primero con ese rostro bobalicón de Frodo, ojos impúdicamente azules, rostro imberbe y sonrisa de eterna preocupación. El cámara parecía un poco más resabiado. Creo que era el único que tenía los pies en la tierra. Se limitaba a filmar las extravagancias que su jefe creía rayaban en arte contemporáneo y consideraba el trabajo como si fuese un trabajo. Es decir, sabía que lo que mejor que podía hacer era tomarse con calma aquellas horas de tedio que le servirían para tener un sueldo. Aprovechaba cada pausa, cada hueco, para liarse un cigarrito. Era un tipo que parecía más o menos feliz, sin el agobio vital de Frodo.

Ante la inminencia de la catástrofe que se me venía encima había tomado algunas precauciones. Igual que una ciudad que se parapeta tras sacos de arena ante la crecida de un río o la llegada de un huracán yo había embaucado a dos compañeros para que me ayudasen a lidiar con el asunto del Documental.

Uno era un verdadero experto y yo esperaba que su seductor discurso los envolviese y los dejase extenuados. De Paco Parra, Parrita, esperaba otras cosas.

Que me acompañase a la excursión, dado que conocía en profundidad el complejo funcionamiento del acuífero y las implicaciones de las monumentales extracciones de agua de las dos últimas décadas. Al principio todo fue bien. Los alemanes apuntaban los exabruptos que Felisón lanzaba cuando profería en alemán las cosas que mis colegas explicaban. Cosas como ‘jasten fröjen flujen mochen’ que, aunque no lo pareciese, era algo más que masticar con la boca abierta.

Yo, solícito una vez más y con esa habilidad para escaquearme que he cultivado, traía botellitas de agua y proveía de caramelos y folios a los invitados. Los primeros los robaba de la biblioteca y los segundos de la impresora. Había logrado recrear la falsa impresión de disponibilidad de recursos.

El improvisado seminario empezó a desmoronarse a la media hora. Es el tiempo máximo de aguante del ser humano ante cualquier discurso.

Allí estaba Frodo, con su cara de sorpresa perenne. Como si aún no lo hubiese asumido: ‘Que sí tronco, que te tienes que hacer cargo del anillo.’ El jefe paseaba sus pequeños ojillos por rincones insospechados de la sala: las molduras del techo, una planta en el alfeizar, los cables de la luz; quizás imaginaba tomas y ángulos desde los que filmar. El cámara preguntaba que donde se podía fumar.

Entonces tuve que quedarme en la sala para tirar de la lengua a mis compañeros y tratar de dilatar lo máximo posible la parte teórica. Parrita me dejó desolado cuando anunció que no podría acompañarnos a la visita. Tenía que recoger a sus hijos del colegio. Excusa sólida difícil de impugnar.

Felisón pasaba del español al alemán y viceversa con una facilidad sospechosa. Los alemanes necesitaban comer. Y la chica de la limpieza exigía que ahuecásemos el ala, que tenía que poner orden en esa leonera.

Los acontecimientos me pasaban por encima.

La balsa del Sapo (I)

En colaboración con mi buen amigo Alfonso Girón hemos pergeñado este relato basado en hechos veraces. Alfon ya participó en ‘Días de nada y rosas’ aportando una galería de dibujos que después adaptó Jasten Fröjen. A veces me da no se qué pedirle dibujos porque no sé si el texto está a la altura de su arte. A ver qué os parece. Va en varias dosis, para no cansaros.

‘Y entonces, ¿para qué estoy yo aquí?’ quiso saber el grandullón aquel, con su piel coriácea, de tortuga, resquebrajada por el sol de la provincia.

Era el desigual. Ese que en una prueba de agudeza visual hay que descartar porque claramente se desmarca de los rasgos generales que definen el conjunto. El tipo, vocinglero, descamisado, sudoroso, difería del grupo de tibios y pálidos alemanes, silenciosos como electrodomésticos de última generación.

Saltó como un resorte nada más dirigirme en inglés hacia el que parecía ser el jefe. Un señor con cara cuadrada, gafas cuadradas y entendimiento cuadrado, como se vería más adelante.

Aquel embrollo en el que estaba atrapado se llevaba gestando unos meses. Pero como tantas cosas, en lugar de ponerle coto, de anticiparme a los síntomas de catástrofe, dejé que la historia cobrara fuerza hasta que me estalló en las narices.

Rememorando su inicio podría decir, en plan flashback, de esos en los que se diluye la imagen acompañado de una melodía, que fue una plácida mañana de febrero cuando sonó el teléfono. El sol brillaba con fuerza y el cielo azul, tremendamente azul, quería decirnos que los calores estivales estaban cerca. Sin embargo la temperatura era moderada y todavía tenía uno el incentivo de ir con pantalones al trabajo. Meses después serían irrenunciables las chanclas y los shorts.

La llamada, quebrando la monótona mañana, era en sí misma extraña. No recibo muchas dado que prefiero acostumbrar a mis clientes y contactos al silencioso y aséptico tono de los e-mails. Que uno puede responder cuando le da la gana.

‘¿Siiiiiii?’ contesté entre irritado y curioso. Al otro lado una mujer joven, extranjera (la imaginación hace mucho) empezó por balbucear que le habían asegurado que yo era una eminencia en el tema de la desertización. ‘Desertificación’, corregí yo inmediatamente, como buen experto puntilloso y tocapelotas.

La chica dijo hablar en nombre de una productora de documentales para un canal alemán muy prestigioso y querían contar con la voz de un experto –como yo- para respaldar las aseveraciones que pensaban hacer: que la producción de alimentos tal y como hoy estaba planteada generaba unos impactos devastadores en el medioambiente. Querían mostrar a los alemanes la mierda que había detrás de aquellas bandejas tan monas de hortalizas que vendían en los supermercados y que venían del sur de ‘Uropa’, un territorio medio bárbaro donde se bebía cerveza a lo bestia y se plantaban tomates.

Blog_222_SapoIQuerían mostrar la conexión entre plantar tomates y las cárcavas del desierto de Tabernas. Esa era su imagen de portada. En mi línea de experto y aguafiestas tuve que salir al paso. ‘Ese desierto, en realidad, no es un desierto porque…’ ‘Bueno, bueno, eso ya lo discutirán ustedes’, cortó tajante Lydia, que algún nombre hay que ponerle al personaje, zanjando así mis nada constructivos comentarios.

Fue ahí, en ese momento, aprovechando su desplante, cuando debí rechazar la petición. Nadie mejor que yo sabía que eso de ‘experto’ era una etiqueta que me sobraba. O, llevado al otro extremo, era tan experto como para refutar los tópicos más asentados. Podría citar a otros expertos para aseverar que eso de la desertificación en ‘Uropa’ era un cuento con afán recaudatorio. Incluso siendo un ‘experto total’ podría afirmar que la desertificación no existía.

Si algo había aprendido en los últimos años –convergiendo nada más y nada menos que con Sócrates- era que la senda del conocimiento llevaba a la ambigüedad y el nihilismo. Sabiendo tanto no se sabía nada. Todo eran dudas.

Obviamente no aburrí a Lydia (la primera con y griega, que para eso soy yo el que se inventa los nombres) con estas sesudas e inútiles disquisiciones y rápidamente me puse a su disposición. Caí en la fácil trampa de la vanidad. En el fondo eso de que me tratasen de especialista en la materia me halagaba. Me adueñé de un tono de superioridad casi al instante. Actitud que se potenciaba ante las educadas frases que mi interlocutora decía al otro lado del teléfono: ¿Qué le parece a usted…? ¿Cree como experto que…? Y cosas de ese tipo.

Desde mi pedestal de abnegado científico – vocacional, apasionado, estudioso, intelectual y gafotas- las instrucciones que me iba sugiriendo (lugar, fecha, programa) las procesaba como concesiones que mi magna persona procuraba a la sociedad civil en respuesta a ciertos compromisos éticos que uno adquiría al dedicarse a la investigación: diseminar mis sapiencias para el bien de la humanidad.

‘Si quiero’ estuve a punto de decirle a Lydia para confirmar mi total disponibilidad.

Nada más colgar me dije: ‘Pero que gilipollas eres Martínez, ya la has cagado’.

California Dreams. Yosemite

Dejamos atrás la ciudad y sus ‘shopping centres’. Hemos cargado provisiones y nos disponemos a afrontar unos días en Yosemite. Da la casualidad de que es cuatro de julio y todos los campings están ocupados. Sin embargo existen zonas de acampada libre donde es posible establecerse.

Blog_209Cuando llegamos un cartel anuncia las normas de acampada. Es necesario meter el dinero que cuesta cada noche en un sobre. Hay que guardar alimentos y cualquier cosa que huela (calcetines) o sea comestible (pasta de dientes) en unos armarios metálicos para evitar que los osos se metan en la tienda. Está prohibido quemar el Parque.

Por la mañana un viejecillo va cotejando una planilla en la que está anotado el número de campistas y su ubicación. Dados los antecedentes que hemos vivido me imagino que como el tipo vea algo que no cuadra te fusilan.

Como vecina tenemos a una señora huraña que se dedica a pintar. Hay alguna gente un poco más vocinglera que se dedica a hacer barbacoas. La pintora gruñe con cada risotada que llega.

El Centinel Dome no es el afloramiento de granito más conspicuo pero al ser el que está a mayor altura ofrece una panorámica espectacular. A tenor de lo que fotografío se confirma que se avistan unos monumentos muy llamativos.

Blog_218Yosemite no decepciona. Por muchas fotos que se hayan visto del Half Dome o de El Capitan el lugar rezuma magnificencia. Hay excursiones para pasar un año dando bandazos. No nos obsesionamos y caminamos hacia lugares en los que comer un sándwich tranquilamente. Mojamos los pies en los frescos arroyos y escuchamos el vuelo de los insectos.

Blog_208La vida en el camping es sosegada, pero siempre hay tareas que hacer. Colgar una cuerda para secar la ropa. Organizar la comida. Buscar leña para la noche. Comprobar las pilas de los frontales. Airear los sacos.

Todo pausadamente. Me encanta hacerme un café de manera rústica. Es decir: caliento agua en el hornillo, echo café molido en una taza, vierto el agua caliente en esa taza, dejo que los posos se vayan al fondo. La operación ‘cafetazo’ me permite escribir mansamente e ir colocando líneas a ese relato de ‘África’ que he empezado en este viaje.

El sol vespertino ilumina la mesa. Poco a poco declina y las agujas de los pinos se hacen más presentes. Empiezan a fraguarse las sombras y el bosque se convierte en un lugar inquietante. En poco tiempo será necesario el forro polar. Después el día habrá terminado, y encenderemos la hoguera. Tomaremos algo caliente a la vera de las brasas. Al acostarnos las cremalleras que hay que abrir y cerrar para entrar a la tienda y a los sacos romperán el silencio de la noche.

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