A dentelladas

El resentimiento es mutuo. Y hace que se retroalimente. La situación se ha hecho insoportable. Ha descuidado sus relaciones. El coste de mantenimiento era muy alto. Toda su vida ha sido un buen invitado. Por el contrario ha sido un pésimo anfitrión.

Un día claudicó y dejó de hacer visitas. Las amistades revelaron ser edificios de hormigón armado con las vigas deshechas. Eran como bloques de la era soviética que parecían a prueba de bombas. Eran algo del pasado. A lo que se venía dando una mano de pintura superficial de año en año. Pero los daños estructurales estaban muy avanzados. Las cosas tienen su caducidad.

Llevaba dando capas de pintura demasiado tiempo. De vez en cuando apuntalaba uno de esos edificios en puntos críticos. La solución de compromiso –de compromiso- eran apresurados encuentros que no satisfacían a nadie. A él le llevaban a pasar el día dando bandazos, tomando cafés de mierda, esperando la siguiente cita entre sucias calles sin bancos en los que sentarse. Sus amigos no digerían bien este cambio de rumbo y actitud. Estaban deseando arrastrarlo al hogar familiar para que fuese testigo de cómo crecían sus hijos. Querían incorporarlo a esa aventura. Que formase parte de sus vidas. De la de ellos y de la de sus mujeres. Era un tipo que caía bien; así de entrada. ‘Anda vente a casa que allí estamos mejor. Te tomas una cerveza, o lo que quieras’. Le decían sus amigos con el fin de ahorrarse complicadas negociaciones conyugales que pasaban por enredar a alguno de los abuelos para que se hiciese cargo de los niños.

Cuanto mejor que pasase la tarde en familia. Con la tele puesta, los juguetes tirados por el suelo, los niños emocionados ante tan inesperada visita, un amigo de papá, un extraño amigo de papá. ‘Mirad quien está aquí. Ha venido Tío Mórtimer’.  Los niños le miran retraídos. Al cabo de un rato le piden que les lea cuentos. Y mientras se hace la cena uno tiene que vitorear mucosidades y pedorretas. Retrotraerse a un lenguaje primario y mostrarse poco dañino. Sin un resquicio mínimo para hablar de algo que no sean guarderías, gripes o toses. Un insoportable olor a papilla y vómitos. Un calor atorrante.

 *  *  *

Lejos, muy lejos, de la bóveda de estrellas y el infiernillo que, con el áspero silbido del propano, calienta la sopa de sobre. Además Liebich ha conseguido armar un buen fuego. Al final todo el mundo necesita una dosis de calidez. Ver el juego de llamas, azaroso y desordenado. Sentir la tibieza en los bajos del pantalón, húmedos de caminar entre la vegetación de ribera, en busca de pasos sencillos que permitiesen salvar los arroyos sin remontarlos hasta la cabecera.

Han pasado el día metiendo muestras en los sobrecitos debidamente etiquetados. Partiendo piedras con el martillo de geólogo. Midiendo y anotando. Levantando acta de los hechos naturales. Como para descubrir al causante de la disposición de los estratos. De las rocas. De la cubierta vegetal. Juntando pruebas y evidencias para después escribir una fórmula matemática que sea la esencia de la vida. Valiente y absurdo intento.

Antes de que se fuese la luz encontraron un buen sitio en el que extender las esterillas y los sacos. Dispusieron los apechusques necesarios y rellenaron las cantimploras y el cazo en el último arroyo que cruzaron, un regato a pocos metros del campamento.

Con la sopa en marcha Mórtimer aprovecha el rato de espera para liarse un cigarrito. Fue entonces cuando empezó a desarrollar el tema de los resentimientos, su idea del exilio. Piezas que intentaba encajar en la Teoría del Limbo.

Liebich había seguido la exposición de los acontecimientos. La distancia que, decía su amigo, iba tomando con las otrora férreas amistades. ‘Son fases. Estáis en situaciones muy distintas’. Mórtimer miraba sin pestañear el fuego. ‘El problema es que solo nos une el pasado. Y de eso se puede vivir un tiempo. Llevamos años reviviendo anécdotas que pasaron aún hace más años’.

Blog_264Mientras arden las ramas, en los hogares familiares la actividad es febril. Se preparan biberones. Se preparan baños. Cenas. Tortillas. Se prepara uno para otra noche de insomnio. De ir a urgencias. Es una vida sacrificada, tras la tregua de aquellos añitos de soltería. De fiestas, borracheras y utopías. Partidas de mus hasta las tantas. Habanos. Cuando éramos reyes.

De repente han aterrizado de emergencia en la vida conyugal. Sacan la cabeza del agua para tomar aire rápido y seguir bregando. Es una vida dura que los mantiene afilados. Aptos. Han franqueado obstáculos que a Mórtimer le parecen insalvables. Él, que iba en la punta de la carrera.

Se han visto contra las cuerdas. Han peleado por sus puestos de trabajo. Han sufrido el acoso de los bancos. Las esperas en los ambulatorios. Las hipotecas a cuarenta años. Han cedido terreno pero después lo han recuperado a base de dentelladas. Han mordido a quien hiciese falta. Han traicionado, se han colado, han velado por los intereses de sus hijos. Porque eso es lo que te dan los niños: una coartada, aceptada universalmente, para morder al que ose interponerse en tu camino. Sus amigos tienen una mirada fiera que desconocía.

Han sido, y seguirán siendo durante unos años, duras batallas. Tienen canas, varices, callos. El rostro cansado. Se les han aflojado las carnes. Tras pasar doce horas en el trabajo, ir siempre con prisa de un lado a otro y dormir tres horas a ver quien coño va al gimnasio a hacer abdominales. Total no sirven para nada en esa clase de peleas callejeras. En la guerra de guerrillas.

Ese tipo de cuestiones, el deporte, la siesta, la tranquilidad, la lectura, les queda muy lejos. Es un paraíso perdido que esperan recuperar cuando los críos crezcan. Dentro de veinte años. Cuando ya solo queden diez de hipoteca.

Ahora hay que coger cualquier trabajo extra. Esa traducción, dos horas más en el supermercado, una cosita con el Departamento de Tártaro de la Universidad Bostoniana. Todo suma. Todo contribuye para poder dar una buena educación, que es siempre la mejor inversión. Pagar ortodoncias. Clases de inglés. Las zapatillas de Ronaldo. Es tiempo de dejar a un lado los ideales y mantener bien afiladas las armas, los dientes. Favores los justos. Solo los que sean rentables. Juntar las líneas. Hacer piña. La acorazada unidad familiar.

 *  *  *

Han terminado la sopa. Y luego han calentado una lata de albóndigas. Tienen un tenedor para los dos. Y también una botella de vino para los dos. ‘¿En qué momento se había jodido el Perú?’ Inquiere Mórtimer, parafraseando el principio de Conversación en La Catedral . A lo que sigue una nueva cuestión, una adaptación de la frase de marras. ‘¿En qué momento me fui a la mierda?’

Liebich empieza a acostumbrarse a los mortecinos monólogos. Decide intervenir. ‘Sigues enredado en el Limbo por lo que veo’. ‘¿No habías llegado a un manglar?’

‘Sí, pero me he enredado. Solo sé, creo, que la vida es dura’. Exhala un humo que huye rápido hacia la noche. No deja de mirar al embaucador fuego. ‘Y es mejor si estás acompañado’.

Entre libros y borrascas

Quiso regalarle un libro. A la chica desconocida que, como él, daba vueltas entre los puestos de viejo. Una hilera de casetas a la espalda del parque más grande de la ciudad. La empalizada de árboles, paralela a la fila de barracas, proyectaba su sombra en las épocas calurosas. Y surtía de hojas secas cuando llegaba el frío. Revolotean crujientes entre la gente que buscaba libros; un poco por distraerse.

Se habían cruzado varias veces. De manera casual al principio: alrededor de la misma mesa de novelas. O en ese ir y venir al que lleva la disposición lineal de los puestos. Después los encuentros son más forzados. Se hace el distraído leyendo la contraportada de un ensayo sobre la expansión de los imperios. Mientras, estudia sus movimientos. Sus preferencias.

Debió ser el ambiente bucólico y decadente de aquella zona de la ciudad lo que le ayudó a decidirse. Una atmósfera que atraía a melancólicos, románticos, desahuciados, perdedores, desheredados, vagabundos, observadores.

Gente tan desesperada que se dejaba llevar por la corriente. Gente tan en paz que no temía nada.

Era un lugar de una decadencia irreparable. Aunque el ayuntamiento, en un arrebato de buenos propósitos, diese una mano de pintura a las casetas, o hubiese renovado el mobiliario urbano y hasta colocase un cartel enorme anunciando la existencia del tradicional mercado de libros, el aire de abandono no se iba. Olía a viejo. A anacrónico.

Pero igual que le atraen los desconchones de Nápoles, La Habana y Oporto, le gusta pasear por un sitio que, con la llegada del ipad, las compras por internet y el auge de los grandes centros comerciales, tenía que haber desaparecido.

Auspiciado por el sol de otoño se resuelve a actuar. Hace como si se la tropezase al azar. Se miran. Se sonríen levemente. ‘Perdón, perdón’. Dice educadamente. Porque resulta que han puesto la mano sobre el mismo libro. Fíjate tú qué casualidad. Debe de haber unos veinte millones de libros en esos puestos y les gusta el mismo.

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Y entonces va y le dice algo. Es el escalón que ha aprendido a superar tras varios años en el Limbo. Maniobras de supervivencia. Ahora sabe que hay que cerrar la boca cuando bucea. Cuando por ejemplo se tira de la balsa de náufrago con un arpón para pescar jibias. Y también sabe que en la superficie hay que abrir la boca para tomar aire y no ahogarse. Ha aprendido que no le sienta nada bien que las emociones le exploten dentro. Así que respira. A veces aprovecha ese aire que viene cargado de partículas emotivas para que vibren sus cuerdas vocales. Y habla.

Ella, ante las torpes maniobras de abordaje, muestra benevolencia. Y curiosidad. Afortunadamente no la de un entomólogo que quiera estudiar los moscones surgidos de los setos del jardín contiguo.

Después de unas frases bien medidas, alguna ironía y sonrisas sutiles le sorprendieron sus propias palabras: ‘¿Te apetece un café?’

Y todavía más la respuesta. Porque aceptó.

‘Joder Mórtimer. Eres la leche’. Decía entre carcajadas Liebich. Se inclinaba hacia delante, sujetando el volante con las dos manos. Era una espléndida mañana invernal. El anticiclón de las Azores había dejado un panorama limpio. El aire seco y frío dejaba ver los perfiles de todas las montañas unas cien leguas a la redonda. Las cumbres blancas. Nada de viento.

El único movimiento en el paisaje escarchado era el de su coche. Y la vida que levantaba a su paso. Pequeñas bandadas de aves pardas que volaban al unísono y terminaban por posarse en los cables de la luz. Tras unas acrobacias y ejercicios sincrónicos ciertamente admirables.

Liebich sentía debilidad por las pajarillas de las nieves. Así llamaba Anselmo, el pastor, a las lavanderas blancas. Eran como artilugios mecánicos que cruzaban la carretera como si se desplazasen por pequeños raíles. Dando pasos cortos y muy rápidos. Que no alteraban su verticalidad. Parecían de mentira. Pequeños charlots en una película en blanco y negro, antigua, de esas en las que la escasez de fotogramas propicia el efecto ilusorio de que nuestros antepasados hacían las cosas a toda hostia.

No echaban a volar hasta que el coche se les venía encima. Antes de tirarse a la cuneta espadañaban y movían la cabeza hacia adelante y atrás. Rompiendo el embrujo.

Conduce con guantes. La calefacción a todo trapo. Tenían un viaje largo hasta llegar a la base de un cogollo de sierras abruptas, donde nacen varios ríos. Unos se iban hacia las secas tierras levantinas, donde eran esquilmados antes de llegar al mar. Otros tenían un recorrido continental hasta sus desembocaduras en el océano.

Dejarían el coche al lado de una cortijada abandonada en el último éxodo rural. Después recorrerían una lóbrega garganta. Los mapas geológicos indicaban la existencia de estratos propicios a sus intereses.

‘Bueno, pero sigue. ¿Y entonces qué pasó?’

Caminaron con los paraguas plegados. Dando él patadas distraídas a las hojas acumuladas. Por disipar la tensión. Y hablando de sus gustos literarios. Ambos citaron libros que el otro no conocía. Ni siquiera a sus autores. Quedó claro que ella optaba por el lirismo, la poesía y la literatura centroeuropea. Él derivaba últimamente hacia los ensayos; sin olvidar la ficción. Le gustaban especialmente los retratos sociales decadentes. Autores norteamericanos que hurgan en las miserias de una vida aparentemente perfecta.

Con el café delante ninguno se atrevió a plantear otras cuestiones más allá de la literatura. ‘¿Por qué no te gusta la poesía?’ se atrevió a preguntar ella. ‘No es que no me guste’. Miró la taza de café. Dio un sorbo. ‘Es que no sé leerla. Me gusta mucho escuchar poesía. Oír a los autores recitar su obra. Ángel González es adictivo cuando lee su Canción de invierno y de verano’. Hizo una pausa. ‘Pero cuando yo lo leo no me sabe igual. Ni se parece. No me gusta’.

‘Yo necesito leer poesía para sobrevivir’, dijo ella, abriendo un abismo que él quiso suturar de inmediato: ‘Pues a ver si me la lees’.

Se rió. Como venía haciendo toda la tarde. Una sonrisa irresistible que le tenía perturbado. Siguieron caminando hasta que ella dijo que se tenía que ir. Lo normal.

Pero él estaba desatado. Y se atrevió a darle un libro.  Argos el ciego, una prueba de que la poesía no es patrimonio exclusivo del verso, le dijo. No lo aceptó. Fue tajante. Dijo que ella elegía sus libros. Después, cuando sus caminos se separaban, le dio un beso. No se lo pudo aguantar. ‘El resto ya lo sabes. Desapareció. No la he vuelto a ver’. Mórtimer, incómodo, cortó por lo sano. ‘Venga, vamos a por esas calizas que tanto te gustan’.

Sonaron tres portazos. El último el del maletero. Caminaron aprisa. Pese al sol hacía mucho frío.

En la ciudad

Por mucho que se esfuerce no consigue sacarse de encima el aire de palurdo que ha adquirido en los últimos tiempos. Es lo que dicen sus amigos. Un poco por joderle. Y otro poco por espabilarle. Lo peor no es que haya dejado de actualizar su vestuario. Sino que renuncie a sus señas de identidad cuando va a la ciudad. Es un tipo de campo y de repente quiere competir con los pura sangre adaptados al asfalto. Los que saben llevar un traje y caminan como flotando por el entramado urbano. Transitando con soltura de un despacho de abogados a un restaurante. Manteniendo la compostura y la raya del pantalón en su sitio.

De aquel naufragio tan inesperado –fue el primero- sobreviven algunas camisas. Un cinturón de esos elegantes, que restringe para bodas y los funerales. Incluso una americana a la que solo le falta un botón del puño. Todo está pasado de moda. Va tirando de las sobras que quedaron tras un matrimonio escueto y doloroso.

Se enamoró de una chica sofisticada. Alegre. Y muy pija. Quiso creer que de su mano saldría del Limbo. Craso error. Era un archipiélago de costas afiladas. No era tierra firme, de esa que se extiende y forma un continente.

Desde que ella saliera de su vida el ‘estilo’ desapareció. Lo que ella llamaba estilo, algo que él nunca llegó a hacer propio. Ni siquiera a comprender. ‘Es que eso se tiene o no se tiene’ le decía ella para zanjar discusiones, cada vez más desagradables.

Se fue a vivir a las afueras. Ya no tenía que ir al Club los fines de semana. Ni a cenas. Ni a cócteles. Trabajaba desde casa. Cuando había trabajo. Y si no se iba al monte. O a dar vueltas por las carreteras. Había perdido la estela de sus amigos. Tanto solteros como casados. Gente comprometida con causas ajenas. Gente que se mantenía a tono con las nuevas colecciones que renovaban los escaparates de la ciudad. Gente que de repente cambiaba de gafas. Más modernas. ‘Es lo que se lleva esta temporada’ le hubiese presentado como único e irrebatible argumento su mujer.

Ahora compra pantalones reforzados. Con bolsillos laterales. De colores apagados. Camisas de felpa. Forros polares. Botas. En grandes almacenes, en la periferia. En los mercadillos de los pueblos. Seis calcetines por dos euros.  ‘¡Qué horror, qué poca clase!’ exclamaría ella con un desprecio lacerante.

Los días que va a la ciudad intenta ponerse guapo. Es un reto en el que reconoce los hábitos de otra época: utilizar el calzador, peinarse, recortarse las barbas y ponerse un reloj de pulsera. Acciones que le van condenando a un punto de artificialidad que es precisamente lo que le ralentiza. Lo que le hace sentir que va disfrazado. No se halla.

En su armario queda lo que pudo salvar del barco encallado en el arrecife, azotado por el oleaje. Camisas de listas. Y de cuadros. Con los cuellos algo sucios. Un amarillo resignado que no sale con nada. Y tres pantalones de diverso grosor. Bien planchados.

Aunque el gris marengo no combina con los dockers beis –‘¡se escribe beige!, por Dios, pero qué vería yo en ti’- él cree, al echar una visual al espejo del vestíbulo, antes de salir de casa, que va hecho un dandi.

Comienza su recorrido en el estanco. Después se llega hasta una tienda de ultramarinos que conserva el mismo aspecto que hace un siglo. Los que antes echaban en cara al dueño su abandono ahora presumen de tener un comercio tan auténtico en el barrio. Las mercancías están bien dispuestas en tarros y latas. Rebosan las legumbres en sacos remangados. Huele a especias. Hay ristras de ñoras. Y café en grano que se vende a granel.

Para combatir las largas tardes de invierno compra jengibre escarchado y pasas moscatel de Cómpeta. Sale con los cucuruchos de papel de estraza metidos en una bolsa. Y se toma su segundo café. Mirando el trasiego de la calle. Oficinistas que salen a desayunar. Repartidores. Gente de compras y gente haciendo gestiones. Le da el sol en la cara. Las palmeras, emborrachadas de viento, permanecen exangües.

Blog_262Su primer error es querer abarcar la ciudad entera. Resolver espinosas cuestiones administrativas y recorrer sus librerías predilectas. Ir a una tienda de montaña y luego a otra para comparar precios. Tomarse una tapa de bacalao. Mirar sombreros.

Su segundo error es no haber comprendido aún las reglas de la ciudad: no está hecha para andar y además hay gente. Con la que conviene interaccionar.

Hay que ser un espabilado. No ceder el paso. Conocer las calles en las que se aparca mejor. Jurarle al del parquímetro que acabas de llegar. Dejar el coche en doble fila y quedarte tan tranquilo. Pagar taxis. Tener el arte necesario para abordar con solvencia a las dependientas y encima caerles simpático. Evitar que los resabiados se te cuelen en el mercado.

Se desorienta con facilidad por el exceso de referencias y la falta de perspectiva. Pese a ello nunca pregunta. Le da apuro. Es tan discreto que a veces ha tenido la ilusión de ser invisible. Una vez estuvo dos horas sentado en una cafetería esperando a que le atendieran. Hacía cómo que levantaba la mano. Y como que llamaba al camarero. Sin determinación. A los de las mesas de al lado les resultaba cómico. Y entonces recurría al viejo truco de hacer como que leía y no tenía prisa. Pero no dejaba de mirar de reojo. Alguien entraba, se sentaba y alzaba levemente la mano. Al poco tenía allí su café.

No tomó nada y se marchó. Enfurecido. Consigo mismo.

Con ese procedimiento tan suyo, tan obsoleto, acaba por sucumbir. Tras subir y bajar largos tramos de escaleras que parece que comunican la superficie con el núcleo de la Tierra. Tras quitarse y ponerse capas de ropa. Se va resquebrajando la imagen de dandi que quiso ver en el espejo. Al final de la mañana parece una cama desecha.

Le duelen los pies, las lumbares. Suda como un bogavante al vapor. En la bolsa de la tienda de ultramarinos ha ido metiendo los papeles de Hacienda, los libros que ha comprado, la camisa que se ha sacado en el baño de la cafetería, harto de su incomodidad. Y la bolsa se va deshaciendo. Se rompen las asas.

Se toma una cerveza. Con la lengua se repasa la espuma que le queda prendida en el bigote. Parece un cepillo de alambre. No comprende cómo la gente puede sobrevivir e incluso disfrutar en un territorio tan hostil.

En Hacienda le han dicho que las normativas están para cumplirlas. Tiene que rellenar el trescientos seis y presentar un escrito. Y luego ya veremos. Un papel llamará a otro. Así hasta el certificado de defunción. Mórtimer sabe que es presa de las leyes humanas. Y que está condenado a vivir en un bucle infinito de trámites. Después de un reparador trago de cerveza, de bajar la nata de la cerveza hasta la mitad de la jarra, piensa que él es más partidario de las leyes naturales. Y que no estaría nada mal prender fuego al edificio de Hacienda para que ardiese con todos sus papeles dentro. Una ley redentora y purificadora.

Camina resignado hasta las calles donde solo a él se le ocurre aparcar. Muy lejos del centro. Arranca y se marcha. En el camino de vuelta sostiene que saboreará cada cristal de jengibre lentamente. No quiere volver a la ciudad.

Ya se le pasará.

La Teoría del Limbo

La besó como si ella tuviese todo el oxígeno del planeta. Al principio no lo rechazó y se dejó hacer. Sorprendida, atenta. Pero de repente le entró un no sé qué. Le saltaron las alarmas. No eran remordimientos. Ni que él no le gustase. Pero aquella desesperación la incomodó y la puso en guardia.

Bastó que ella le empujase levemente para que se separase. Con aquiescencia.

Su expresión era de arrepentimiento. De incomprensión. Como la de un perro al que le han dado permiso para comerse las sobras y de repente le reprenden. Y se queda mirando con una cara de pena terrible. De no entender nada. Renunciando a lanzarse a dentelladas a por lo que cree que le corresponde.

Pero no se va. Ni se indigna. Se le queda una mirada líquida. Sostenida.

Sin decir nada ella se fue. La siguió hasta donde le dio la vista. Hasta que perdió su figura ceñida por una gabardina. No se giró para mirarle. A él empezó a comerle un vacío que casi le hacía doblar las rodillas. Ella necesitaba tiempo para aclarar sus sentimientos. Sí, seguro que era eso, se dijo. Un clásico.

Se lo han dicho todo. No ha habido una palabra de por medio pero se lo han dicho todo. Sin whatsapps, ni sms, ni chat, ni e-mail, ni ningún otro anglicismo. No ha habido llamadas telefónicas ni por supuesto una carta escrita a mano.

Han utilizado la herramienta de comunicación más potente que existe: la mirada.

Se han estado mirando con una intensidad tal que cualquier palabra que se hubiesen dicho, no hubiera añadido nada. Lo hubiese enturbiado.

Poco a poco reacciona y consigue que las piernas le respondan. Camina aturdido. El frío lo espabila. Las luces y el tráfico a un lado y otro del bulevar conforman una de las principales arterias de la ciudad. Va dejando atrás las casetas donde venden libros de segunda mano. Es como el vaquero que se arranca la flecha clavada en el músculo. Tapando la sangría como puede. Trastabillado busca un lugar en el que reposar y pensar, con algo de claridad, su siguiente movimiento.

Porque esto que ha ocurrido no ha sido sino un flechazo. De esos que duelen.

Seguía dándole vueltas a aquella noche. A aquella chica casi desconocida. Andar campo a través, entre la escarcha que se iba licuando, le iba levantando la tira de cinta americana. Con la que se había envuelto la bota, intentando tapar el agujero. En medio de aquella reparación precaria, sentado en el asiento del coche, suspira y dice ‘menudo error de novato’.

‘¿A cuál de ellos te refieres?’ Le pregunta con cierta malicia. Mortimer gira la cabeza como para entender mejor la pregunta, con la cinta americana entre los dientes, a punto de partirla.

‘Sí’, dice el otro, Liebich, ‘¿Hablas de haber dejado la bota demasiado cerca del fuego o de haberla dejado escapar?’

No contestó. Se encogió de hombros. Qué más daba.

A lo más tardar se verían en el coche cuando cayese el sol. Llevaban varios días malcomiendo. Rosigando curruscos de pan. Necesitaban una ducha. Las barbas, al no ser tupidas, realzaban su dejadez. El pelo les olía a humo de tanta fogata. ‘A pino’ les había dicho una mujer del mercado. Una de esas mujeres deslenguadas, al mando de un puesto de variantes, que irradian una alegría y una energía tan contagiosa como sospechosa. ‘Qué bien huelen ustedes’ les dijo mientras alzaba un cazo perforado, cargado de aceitunas, y el agua salobre caía como una cascada de vuelta a los barreños. ‘A pino y campo.’

Se fueron alejando. Caminando hacia puntos cardinales opuestos. Cada uno con sus archiperres y su morral. Un trozo de fuet y un puñado de almendras.

Las muestras las metían en sobres en los que garabateaban las coordenadas y la fecha. Una localización temporal y espacial es lo mínimo que requiere la ciencia para empezar a funcionar. Datos para hacer gráficos y sacar de quicio la realidad.

Tenían esa visión arcaica y algo romántica que hizo de los hombres de acción, de los intrépidos exploradores, un rudimento de los primeros científicos. Buscaban preguntas. Y también respuestas a cuestiones absurdas y poco rentables. Eran representantes, en terminología de Bertrand Russell, de una ciencia teórica, que trataba de entender el mundo, más que de una ciencia práctica, que es un intento –cada vez más consolidado- de cambiar el mundo.

En estas divagaciones se cae cuando se caminan horas por el campo y la mente necesita alimento. A Mortimer se le ocurrió un aforismo de azucarillo de cafetería. ‘Dos no follan si uno no quiere’. Luego le dio una vuelta de tuerca. ‘Dos no follan incluso aunque los dos quieran’. Lo cual es una pena, se dijo. Y se encarama por una ladera tupida de zarzales. Buscando un paso hasta un talud francamente prometedor.

Liebich, por su parte, trata de desmenuzar la Teoría del Limbo que anoche le leyó, con apatía y entre caladas, su colega.

‘El Limbo es un lugar inabarcable. Hay dos orillas. En una está la juventud, la vida irresponsable sometida a la escasez económica y las normas. Es un lugar cómodo, demasiado cómodo, del que se parte deslumbrado por las promesas que ofrece la vida adulta. En la otra orilla espera una existencia estable, algo aburrida y, supuestamente, feliz. Pero ante todo segura. Un lugar desde el que esperar, al calor de un brasero, la llegada de otro Limbo.

La ruta para ir de un lugar a otro es bien conocida. No hay más que seguir un protocolo que te lleva, por poner un ejemplo, desde un bachillerato aprobado como sea hasta unas prácticas mal remuneradas en una empresa de tiburones, y de ahí a una plaza fortificada en el Ministerio, de la que no te arranca ni dios. Pero hay gente que se empeña en aventurarse sin astrolabio o tiene la ocurrencia de ir a nado.

Dos estereotipos sirven para ilustrar las costas que separa el Limbo. La vida de soltero, desordenada y precaria es uno de los puntos. La vida en pareja, con hijos, perro y caseta para el perro es el otro. Ciertamente hay otros modelos que sirven para ilustrar estas costas habitadas.

Entra dentro de lo esperable perderse en el Limbo. Es más, casi es parte del protocolo. Cada poco hay señales que te permiten volver a la ruta, trillada por un tráfico incesante.

El Limbo, el verdadero Limbo, se da cuando se duda si ir hacia la orilla prometida o volver al muelle de partida. Queriendo mezclar el poder que otorga el ser adulto con el bourbon de la juventud. Sin tener en cuenta las obligaciones de los primeros ni la decadencia que a marchas forzadas nos aleja de los veinte años. Responsabilidad frente a desenfreno. Acaba siendo como mezclar pastillas con alcohol. Acaba uno por desorientarse. Y es ahí cuando desaparecen todas las certezas y se cae en el Limbo, en el verdadero Limbo.

Hay sargazos. No hay horizonte. Hay profundidad. No hay gaviotas. Ni señales esperanzadoras.

Si te cruzas con otro náufrago te alejas de él. Puede ser peligroso. No te arriesgas a que te quite el único anzuelo que te queda.

Y entonces se cae en la desesperación. Se conocen casos de gente que ha remado hasta la extenuación. Que se animaba así mismo diciéndose que a alguna orilla llegaría. Valía cualquiera. Y que cuando apenas estaba a unas millas de su meta ha decidido, repentinamente, empezar a remar con la misma saña en dirección contraria. No sabía dónde estaba.

Vagar por el Limbo es consecuencia de una pléyade de causas que se refuerzan entre sí. Es fácil perder pie en cubierta ante los reemplazos de carne fresca, cada vez más inaccesible e inapropiados. La falta de motivación hunde muchos barcos. El habitante del Limbo puede dar vueltas eternamente viciándose con los principios (de una relación, de un trabajo), titubeando ante los primeros embates serios de la mar.

NOTA: Esto puede servir como piedra fundacional de la Teoría del Limbo.’

Blog_259Tiene los pies cansados. Ha caminado por terreno desigual muchas horas. Atento a los detalles y a la textura de rocas y plantas. Agradece la uniformidad de la pista. La pana de los pantalones suena al rozarse entre sí. Como pequeños latigazos partiendo el aire.

 Por fin aparece el coche. Al fondo de la vaguada. Refleja el sol. Un ladrido lo saca de su recogimiento. Después ve las ovejas y entonces comprende que el que acompaña a su amigo es un pastor.

Mortimer ha sacado una caja de latón cuadrada, un poco maltrecha. Allí va guardando los cigarrillos que va liando. Anselmo, con pausa y delicadeza toma uno de ellos y agradece asintiendo con la cabeza. Repasa la costura pasando un dedo. Asienta el tabaco golpeando el filtro contra la palma de la otra mano. Después lo enciende con el chisquero.

Los tres perretes tienen prisa por apriscar las ovejas. El pastor se da cuenta. Aunque tiene ganas de hablar sabe que las ovejas son muy cuadriculadas. Necesitan ir en rebaño y cumplir estrictamente toda su rutina. Son animales más bien estúpidos. Apaga la colilla contra la suela de la bota. ‘En el primer restaurante que hay nada más entrar al pueblo, a mano derecha, uno con unos arcos, dan un cordero que parte el alma. Digan que van de parte del Anselmo. Ale, con Dios.’

Arrancan. Y Leibich dice ‘Vaya tela lo del Limbo ¿no?’ Mortimer le mira de soslayo. Y tú, ¿tienes claro hacia donde navegas o vas a la deriva?’

Leibich se sonríe. Maneja con cuidado. Hay baches. ‘Pues no sé’ responde, ‘de momento el derrotero de esta nave conduce al vino y el cordero’.

‘Vale. Me parece bien.’

Vagabundos

Encontraron refugio en la parte más alta, donde el viento soplaba con más fuerza. Se esperaban unas ruinas tras las que resguardarse pero había una casa abandonada con varias dependencias. La estructura aparentaba solidez. Se había hundido el techo de una de las habitaciones pero en el resto no hay una sola gotera. Se conservan casi todas las tejas.

El yeso parece reciente y no hay restos de suciedad, salvo el polvo normal de un lugar deshabitado y las pintadas de unos pobres diablos que quisieron dejar registro de su existencia. Eso sí, puertas y ventanas han sido arrancadas. Probablemente hayan ardido en la hermosa chimenea, la joya de la casa. Van a poder calentarse en esa noche helada, de vientos explosivos.

Buscan en el pinar leños medianos que puedan llevarse hasta la casa con facilidad. Que puedan apilarse. De estos hay pocos. Bucean en la noche ayudados por la luz de los frontales. Cuando uno, tras un rato de bregar con las ramas o de alejarse demasiado de la casa, busca al otro, se da cuenta de que a cualquiera que pueda venir por la misma carretera que ellos han seguido, le provocarían curiosidad. Y luego temor. Dos hombres desesperados luchando por sacar partido del bosque, eso es lo que parecen.

La lluvia resbala por el impermeable y empapa la pana de los pantalones. Acarrean ramas enteras hasta la entrada de la casa. Emerge su instinto primitivo. Tienen que calentarse. Mientras están en movimiento mantienen la temperatura corporal. La excitación que les provoca esta novedad de creerse robinsones les distrae del frío y del hambre.

Donde empieza a notarse de manera insoportable es en las manos. Llevan unos guantes poco apropiados para casi todo. Para el frío y para manejar troncos. No están reforzados y en breve las débiles costuras empiezan a ceder. Además la madera está sucia y mojada. La corteza de pino se deshace en una pasta que echa a perderlos. Ya no sirven ni para pasear por la ciudad, que es para lo que estaban diseñados.

Los palos crujen con un chasquido ensordecedor al quebrarlos. El viento camufla el ruido. La mejor manera que han encontrado para reducir las ramas a algo manejable consiste en trabarlas en la bifurcación de algún árbol ahorquillado. Empujan. Las botas ancladas firmemente en el suelo húmedo, tapizado de pinaza. Dejan caer su peso contra la rama. Esta se comba.

Puede que al final se parta. La inclinación del cuerpo, cada vez más horizontal, para trasladar el empuje, la fuerza, contra la resistencia de la rama, hará que pierdan pie y caigan al suelo. Esto, unido al crujido seco, provocará que la escena recuerde a un tiroteo.

Esta es, sin embargo, la mejor manera que han encontrado. No tienen hachas, ni serruchos. La navaja multiusos no es suficiente y partir la madera a base de golpes con una piedra no parece un modo muy efectivo de resolver el problema.

En el maletero no hay herramientas para cortar madera pero sí otras muchas cosas. Hay una caja de cartón que contiene lámparas de repuesto, cinta americana, líquido anticongelante, bridas, cosas así. También hay un periódico, de hace varios años. Con manchas de grasa y páginas salmón, cuando la economía solo interesaba a economistas y gente con gafas.

Ha servido para encender el fuego. Haciendo bolas con las hojas. Que colocaron entre piñas, palitos y pinaza seca. Ahora miran relajados la furia de la hoguera, que se va comiendo todo lo que echan.

Descansan echados en sus esterillas. Las bolsas con la comida tiradas de cualquier manera. Cortan queso con la navaja. Pellizcan pan. Se untan fuagrás. Todo para tener que beber vino. No tienen vasos.

El vino, por una parte, sacraliza la cena. La dignifica. Por otra hace que parezcan aún más vagabundos.

Han conseguido tapar los agujeros más grandes pero el viento sigue colándose por los recovecos. Cuando hay arreones fuertes se levantan pavesas y el humo revoca. Les lloran los ojos.

Tienen que tener cuidado con los sacos. Están cansados. Por el viaje. Por el frío. Por el vino que van trasegando. Pero no quieren dormirse. No sea que salte una chispa y la fibra arda y los encuentren calcinados. Esperan a que la leña se reduzca a un montón de escombros incandescentes pero apaciguados.

Blog_257_2‘¿Te importa que fume?’ Pregunta uno de ellos. ‘Total’ dice el otro encogiéndose de hombros, mostrando resignación y cierta jocosidad. Con la cara roja del resplandor. Envuelto en humo.

‘Pero deja ya de echar leña que no vamos a dormir nunca’ Dice rebuscándose entre la ropa húmeda el mechero. Con el cigarrillo bailándole entre la comisura de los labios mientras habla. ‘Es que hacen falta unas buenas brasas para pasar la noche’ se justifica el otro, que no deja de avivar la lumbre, echando ramitas, recolocando leños, levantando pavesas.

‘Oye Mortimer’ dice, y espera un segundo para continuar ‘¿No te importa que te llame Mortimer verdad?’ sigue diciendo sin mirarle, sin dejar de incordiar al fuego. ‘¿Sabes la cantidad de madera que hemos quemado en un rato? Cada vez hay que ir más lejos para encontrar leña’, continúa reflexionando. ‘Imagínate tener que pasar aquí el invierno. No quedaría bosque’, concluye.

El silencio deja oír los silbidos del viento por los resquicios. Y cuando amaina, el crepitar de los leños agrietándose bajo el fuego. ‘Por cierto, esa bota que echa humo, ¿es tuya?’

‘¡Joder!’ exclama el denominado Mortimer desde las profundidades.

Amanece un día ventoso, pero ya no lllueve. Hace frío. El día gris y las cenizas más grises. El extremo calcinado de una rama enorme, desmochada a medias, en realidad solo despojada de las ramitas más pequeñas y quebradizas, tira un hilo de humo. Mortimer no se explica cómo ha podido llegar hasta allí sin él despertarse.

Pliegan las mantas. Van metiendo las cosas en el coche. Resulta que había más periódicos. Y un martillo de geólogo. Y una caja con muestras de suelos extraídos de taludes de mil carreteras comarcales. También una parte sustancial de la colección cartográfica uno cincuenta mil del Instituto Geográfico junto a un par de mapas provinciales. Asoman debajo de los asientos.

Mientras uno sigue recogiendo los enseres desperdigados por la habitación, el otro despliega uno de los mapas para evaluar su situación. Y tomar una decisión sobre su destino. Trata de meterle mano al día. Y para tamaño esfuerzo se siente impelido a encender el primer cigarrito del día. Se contiene. En el pueblo encontrarán café. Prefiere esperarse y retrasar la substracción del stock propuesto por el neumólogo.

Bajan del nido de águilas en el que se habían instalado. El sitio es precioso. La incipiente luz del sol va dorando los farallones de la caliza que conforman la muela. Bajan entre pinos. Sin querer se van fijando en la madera disponible.

Abajo, al pie del pueblo, hay un embalse. Unas pocas embarcaciones amarradas junto al pequeño pantalán. Se adivina una vida muy diferente en verano. Y resulta muy lejana. Cuesta imaginarla.

Llegan a un bar en el que hay algarabía. Hombres que madrugan, de la hidroeléctrica. Y mujeres barrenderas. Cada uno con su mono de faena. Para ellos es la hora del almuerzo. Se ven copas de coñac. Carajillos. Bocadillos enromes. Lo de pedir tostadas y café suena demasiado simple, casi ridículo, al que atiende el negocio. Que aprovecha para repasar con la balleta la barra de madera barnizada.

Si de lejos resultan parecidos, en sociedad responden a dos tipos de persona muy diferentes. Uno es inquisitivo y enseguida se mezcla con las cuadrillas para conocer detalles sobre el funcionamiento de la comarca. Antiguos usos y costumbres. Repercusión de las novedades tecnológicas y de la política agraria vigente. Averigua el estado de las carreteras. Si hay mercado en algún pueblo cercano.

El otro tiene un aire de percherón abandonado. Pasea su mirada triste en busca de alguna distracción. El periódico de la provincia. Las tetas de la mesonera. No es que sea tímido. Ni misántropo. Es que tiene poco interés, en general, por las cosas. Saca su cuaderno y mientras revuelve el café ordena sus ideas. De la última noche le queda el recuerdo de una imagen. Y cuando eso ocurre necesita verbalizarla.

Ambos están acostumbrados a estos súbitos arrebatos de independencia donde cada uno hace su vida. Mientras uno habla con los operarios, que tragan unos bocadillos de panceta memorables, el otro, despacio, escribe así:

‘Son manglares. Las raíces aéreas. El mar entre los recovecos. Me acerco con la balsa todo lo que puedo. No quiero sumergirme en estas aguas. Me dan miedo. Sí, me dan miedo, lo reconozco. Hay muchas cosas que me dan miedo. Estamos programados para ello. Me vienen a la cabeza las palabras de Marco Aurelio, tan primorosamente narradas en Videodrome: Decía Epicuro que la muerte no debería asustarnos con su inminente llegada. Es cierto que nos hurta nuestra única pertenencia, pero no es menos cierto que mientras existimos no está presente. Y cuando está presente ya no existimos.

Condenados a no coincidir. Pero ¿y el tránsito? ¿Y ese momento de lucidez previo a la inexistencia? ¿Y el dolor? ¿Y si me come vivo un cocodrilo de los manglares y noto cómo me quiebra las piernas, las arterias, la pelvis?

Llevo años vagando por el Limbo, subido en esta balsa. Tengo que salir de aquí, tengo que tocar tierra. Por eso me he acercado hasta esta costa de manglares. Al principio creía que era un espejismo, como tantas veces. Muchas veces dudo. ¿Qué es real? ¿Qué irreal? ¿Cuál es el camino correcto? ¿Existe ‘lo correcto’? Y así me pierdo en divagaciones.

Amarro la embarcación. Estoy dispuesto a meterme en este incierto territorio. Tras las raíces nudosas, resbaladizas, de los mosquitos y de las fieras acuáticas, del fango, puede que por fin haya algo nuevo y estable. Tierra firme.

Estoy tiritando. Un brote de paludismo. Tengo golpes y heridas. Una brecha en la cabeza. Me he caído varias veces. Avanzo a trompicones. A sobresaltos. Espoleado por el miedo. Torpemente. El barro contrasta con mi maltrecho y pálido cuerpo. Años de navegación han dado lugar a antebrazos cobrizos. Pero el resto del cuerpo es blanco.

Ya no sabría volver hasta la balsa. Si este laberinto es el delta de un río sin cartografiar entonces esto no es más que la prolongación del Limbo. También puede ser el borde de una isla, o de una península. Y que luego haya palmeras y hasta un paseo marítimo.’

La cuadrilla sale animosamente. Dispuesta a tirarse contra el frío. A manejar maquinaria pesada y despellejarse los dedos apretando tuercas. Vuelven a reunirse los dos amigos. ‘me han dicho que la carretera que sigue el fondo del cañón está despejada. Se puede pasar.’

Cierra su cuaderno y saca ese cigarrito que lleva esperando desde el amanecer. Empieza a notar el sabor ligeramente acre a través del filtro. ‘Se te ve contento’.

‘Claro, voy a fumar. Y además creo que me acerco al final’, dice mostrando el cuaderno.

‘No jodas, ¿vas a salir del Limbo?’ inquiere sorprendido, con las llaves del coche en una mano y la cartera para pagar en la otra.

‘Puede ser. Luego te lo leo’

La sal de Akkad

Tenía claro que el espray marino iba a dejar un recuerdo de sal a modo de costra en todos los cristales del coche. También tenía claro que cada día iría renovando la promesa de lavar el coche con esas mangueras a presión que funcionan a base de fichas metálicas que se compran en la gasolinera.

La promesa iba cediendo, día tras día, ante la esperanza de que llegase una borrasca y empapase de agua dulce los campos y su coche. Miraba el pronóstico del tiempo en diversas páginas web para tener argumentos en contra de aquella obligación autoimpuesta. ‘Parece que en tres días va a entrar un temporal por el estrecho. A ver si hay suerte y llega hasta aquí’. Se decía mientras giraba el sintonizador de la radio buscando una emisora potable. Intentando entrever por la sal que picoteaba el espejo retrovisor.

Excepto la luna delantera, que podía limpiar con el agua de los inyectores y el limpiaparabrisas, la sal tapizaba el resto de ventanas y comprometía mucho la visibilidad. La cosa se complicaba al atardecer. Conduciendo hacia poniente el sol entraba de frente y cada cristal salino fabricaba chispas. Un efecto semejante al que provocaban las luces navideñas enroscadas en árboles, estanterías y barandillas.

Había llegado con el coche impoluto después de viajar por el interior durante la última semana. Chubascos intensos le habían acompañado por las autovías. Y las carreteras nacionales y comarcales. Agua que llegaba a todos los recovecos del coche. Con vientos racheados que ayudaban a aclarar los retrovisores.

Le encantaba conducir en aquellas condiciones. Los limpiaparabrisas a toda pastilla desalojando la cortina de agua. El juego completo de luces encendidas. El rumor del aire caliente luchando contra el vaho.

Acostumbrado a la sequedad del territorio que habitaba disfruta con cada borrasca. Le gusta pasear entre los charcos que quedan como recuerdo tras el paso de las lluvias.

Aquellos viajes peninsulares resultaban cada vez más sustanciosos. Ya no se trataba de salvar la distancia entre dos puntos alejados entre sí una barbaridad en el menor tiempo posible. No consistía el viaje en parar para repostar a toda prisa y tomar un café, de pie, sin pausa, después de haber removido el azúcar. En alguna de esas estaciones de servicio que, aunque pertenecientes a distintas compañías petrolíferas, parecían todas iguales. Solo cambiaba el color corporativo y lo que te regalaban si les eras fiel.

Aunque seguía deteniéndose en alguna estación de servicio, al pie de las autovías, ahora solía optar por desvíos que llevaban a pueblos que antes vertebraban el territorio. Eran los ‘Conjuntos Históricos’ que él siempre consideró con reticencia.

Los rodeos consumían tiempo y aportaban novedades. Se detenía en las silenciosas poblaciones. Casas con las persianas echadas. Algún bar poco opulento, sin otra cosa que café y anís del mono. Alguna panadería desvaída. Otras veces murallas melladas. Trozos de castillo en peñones inaccesibles. Portadas platerescas de catedrales que serían el primer monumento en países anglosajones sin historia.

Se detenía en los pueblos que muchos miraban con espanto para dar un paseo. Sin ninguna pretensión. Sin idea de visitar museos, mausoleos o monumentos. Solamente quería dejarse llevar por las calles empedradas y contemplar, quizás, cómo las gotas de lluvia hacían burbujas en los charcos. Bajas presiones, se decía.

Superada la necesidad de jugar a las carreras para ir de A hasta B no encontraba reparo en gastar parte de su vida en los bares de carretera. Le gustaba pedirse un café –a veces tenía que explicar lo que era un café americano; en realidad un sucedáneo de café americano, pero eso es otro cantar- y algún dulce típico de la zona. Acomodado junto a una ventana observaba el trasiego de la gasolinera acoplada simbióticamente al establecimiento, así como el metabolismo del propio bar-cafetería.

Los coches familiares que descargaban familias ruidosas y entraban alterando el equilibrio. Tomaban posiciones con un despliegue que le recuerda al de una unidad del ejército bien entrenada. Veía camioneros. Veía repartidores que se quedaban charlando de la crisis con el camarero. Y a la gente que salía a fumarse un cigarrillo y se cagaba de frío.

Tomaba algunas notas, de todo eso, en su cuaderno. Con la ilusión –parecida a la de que llegase un temporal que le quitase la sal al coche- de que algún día esas notas se enhebrasen en una novela ganadora de algún premio literario. Pretendía que el azar le ayudase. Algo así esperaba de esos párrafos. Que se juntasen solos y le contasen una historia insospechada.

También copiaba ideas, frases sueltas, incluso páginas enteras de libros que le conmovían. Eran tan buenas que intentaba hacerlas propias al escribirlas.

El cuaderno se iba llenando de garabatos. Su sentido era pleno en el momento de apuntarlos, en aquel lugar, con aquel estado de ánimo. Después perdían fuerza a medida que el contexto se difuminaba. Las cosas tienen sentido en su momento. Es entonces cuando hay que decirlas o hacerlas. Se reprochaba. Él mismo contraatacaba esgrimiendo una de las frasecitas del cuaderno: ‘No hay que tener nostalgia de lo que no ha ocurrido’. La había escuchado en la radio y el locutor se la atribuía a Joaquín Sabina. En su opinión bien podía estar escrita en el reverso del azucarillo que venía con el café. Corrían tiempos en la que la filosofía del azucarillo cobraba fuerza. Este y otros signos le llevaban a concluir que, definitivamente, su época no iba a marcar época.

Blog_256Su ‘Teoría del Limbo’ había nacido precisamente de la nostalgia de lo no ocurrido. Pensó y descartó al mismo tiempo que más que llevar apuntada la frase debería tatuársela. Como hacían los futbolistas y adolescentes. Un sector de la población a medio hacer.

En todo caso el tatuaje debería ser en acadio. Sí. Las lenguas muertas encierran un misticismo convincente. El mismo que les falta a los lenguajes funcionales de hoy en día. Sorbía café. Miraba esperanzado las nubes grises que tan acertadamente había pronosticado toda aquella patulea de meteorólogos encorbatados y engominados.

El acadio. Una lengua semítica extinta. Le asaltó el recuerdo de aquel tipo con el que se topó en una ciudad del medio oeste. Una de esas pequeñas ciudades provincianas que uno aborda con júbilo tras salir de las montañas. Una ciudad donde la vida transcurre plácida, acunada por el calor asentado en el fondo del valle. Una ciudad de centro tortuoso en donde era mejor dejar el coche aparcado en un bulevar de las afueras y echar a andar erráticamente. Sin rumbo. Recordemos que el tiempo había dejado de gobernarle.

El tipo pidió permiso para sentarse en la misma mesa. Era uno de esos locales con un aire alternativo en el que las mesas corridas invitaban a la interacción. También había rincones más cómodos en los que estar con tu chica. Pero ni el viejo ni él tenían chica. A los dos les pareció bien entablar algo así como una conversación. En realidad fue un monólogo. El tipo respondía al perfil de lobo estepario, como él. Pronto le demostró que había errado al etiquetarlo. Lejos de ser huraño más bien parecía una persona de mundo, empática. Él siempre había sabido escuchar. Era la media naranja perfecta. El viejo no tardó ni un minuto en romper el hielo.

Le contó muchas historias. Casi todas sonaron reconfortantes al abrigo de la desapacible tarde. Goteando agua por los cristales. Tibia música de fondo. Observando a las lindas mujeres que entraban y salían y se desabotonaban los abrigos de lana y dejaban ver medias y botines. El viejo resultó un narrador excelso. Le dijo que era de Easo. Y que Easo era el nombre que los vascos daban a San Sebastián. Eso poca gente lo sabía. La boina que gastaba parecía corroborar sus palabras.

Le habló de la vida rural en Euskadi, en su infancia. Le habló de la vida nocturna en París. Tenía una voz profunda pero afable. Hablaba con pausa. Sin atropellarse. Da gusto escuchar a alguien que ordena las palabras y después las va soltando a la velocidad adecuada. La disposición total del escuchante ayudaba al abuelo de Heidi – además de la boina, la barba espesa, blanca, y el rostro contundente contribuían al parecido- a escenificar mejor su monólogo.

El poso más persistente de aquel encuentro inesperado fue lo del acadio. El abuelo estudiaba acadio. Existe gente en el mundo que estudia acadio. Y existen lugares donde lo enseñan. No tenía ninguna pretensión. ‘Me quedan pocos años de vida y estudio una lengua muerta, ¿qué te parece?’ la pregunta era retórica. Es decir, que afortunadamente no había que responderla.

Fue la lengua franca durante cuatro mil años. Los egipcios lo utilizaban. Al viejo se le iluminaban los ojos. Tenía la fascinación de los matemáticos que creen a pie juntillas que los teoremas, el número pi o  la infinita longitud del número e – no puede ser expresado con un número finito de cifras decimales-  son las verdades universales. No es que el ser humano los haya inventado, sino que los ha descubierto como el que encuentra un cofre en el fondo del mar. Ya estaban allí, son consustanciales a la existencia. Tienen aura de destino, de propósito divino.

Tenía claro que el espray marino iba a cubrir con una costra de sal su coche recién salido del gran túnel de lavado que había sido el viaje durante aquella semana de temporales. Pero no podía evitar poner el coche frente al mar y mirar embelesado las olas que se deshacían en los arenales de la playa. Era un día falsamente soleado. Soplaba un poniente de mil diablos.

Encendió un cigarrillo –cuatro por día le había recetado el neumólogo- y miró el libro que era su copiloto. En algún momento pretendía leer. Pero la vista se le perdía en el horizonte. ‘Hay miles de obras escritas en acadio que nunca nadie ha leído. Imagínate qué historias puede haber allí relatadas. Memoria de tiempos remotos’. El viejo sabía seducir. Dejaba caer frases así. De esas que despiertan curiosidad. Interés. Encapsulaba bien lo que tenía que decir.

Quería creer que algunas de las historias serían acerca de la destrucción del mundo de aquella época. Historias apocalípticas sobre el avance imparable de las costras de sal que iban apareciendo en los que fueron fértiles campos de trigo. El temor de la gente a verse asaltados por las hordas de bárbaros que vivían refugiados en las montañas, a la espera de un momento de debilidad de las bien organizadas ciudades-fortaleza.

El exceso de riego, la codicia, había terminado con la prosperidad. La sal, tan pretendida en otras regiones (imperiales caravanas de yaks cruzando las montañas nevadas, negros apostados en la orilla del Níger reemplazando con montones de oro la sal que les dejaban) era una maldición  para los habitantes de Akkad, para los sumerios y para los bajos de su coche.

No tenía respuestas para ninguna de las preguntas retóricas del viejo. Las certezas se habían desvanecido. Eso le daba libertad. Pero también le generaba ansiedad. Sin recetas que seguir. Sin normas a las que agarrarse. ‘¿Y cómo se pronunciaría el acadio? Nos quedan los símbolos. Tenemos frases y obras enteras. Pero obviamente no se han conservado los fonemas. En realidad el acadio que yo pueda aprender probablemente no se parezca al acadio real; al que fue’.

El mar reventaba contra las escolleras. Recorría despacio la línea de costa. Pasaba junto a la fábrica de sal. Montones como de polvo de tiza aguardaban la llegada de los camiones que la esparcirían por las carreteras heladas del interior peninsular. El paisaje del cabo distaba mucho de las mesetas escarchadas, polvorientas que había atravesado recientemente. El embate eterno del mar hacía retroceder la costa. Por más obstáculos que diseñasen los ingenieros lo único que podían esperar era retrasar un colapso inevitable.

Ni siquiera 4000 años de supremacía garantizaban nada. Mira el acadio, se decía. Tablillas de arcilla con muescas cuneiformes sepultadas bajo toneladas de sal.

Una vuelta por el Kanchenjunga (I) El país de la bandera rara

NOTA INTRODUCTORIA. El Parque Nacional del Kanchenjunga se encuentra en el extremo oriental de Nepal. Los trekkings para acceder al campo base de este ochomil -el tercero más alto- son largos e incluso tediosos y obligan a atravesar las tres regiones geográficas en las que se suele dividir el territorio nepalí: terai, valles intermedios e Himalaya.

El relato del viaje se apoya en este gradiente y obvia la cronología de los acontecimientos. De esta manera se presentan en un mismo lugar o tramo observaciones y anécdotas que corresponden tanto a la subida como a la bajada.

Si a algo se aprende en este viaje es a relativizar. Se relativiza la crisis de España al darte cuenta que el lavabo de tu trabajo supera a cualquiera que puedas encontrar en Nepal. Y se despoja uno de narcisismo: Al verse equipado con polainas, pantalones impermeables, GPS, guantes y comprobar que el que van con chanclas por la nieve lleva todos tus accesorios. Te haces una foto molona en plan montañero y el esmirriado que hay al lado, fumándose un pitillito en manga corta a 4500 ha hecho lo mismo que tú pero con 30 kilos. Y no presume de ello.

Llega un momento en que el vacío le posee a uno. Eso es lo que, instintivamente, iba uno buscando. Llegar a la nada. No ser nada.

Así que no puedo decir que el viaje me haya llenado. El viaje me ha vaciado. De cargas. De preocupaciones. De ansiedad. Y ha quedado espacio para que reine la paz. La nada.

Claro que ha sido entrar en esta jaula de grillos y volver a las andadas.

EL PAÍS DE LA BANDERA RARA. Al colegio me gustaba llevar el diccionario ilustrado Sopena. Uno pequeñito, versión estudiante. Lo ponía en la mesa sin disimulo. Ningún profesor iba a sospechar que aquello era mi evasión. Con todas las horas que tenía por delante necesitaba algún tipo de entretenimiento. Solía desmontar el portaminas y el sacapuntas. Dibujar en las esquinas de los libros monigotes que cobraban vida al pasar rápidamente las páginas. Contar los minutos que faltaban para el recreo y buscar en esa sucesión algún patrón. Me aburría mucho.

El diccionario daba bastante juego. Tenía láminas a color e ilustraciones en blanco y negro sobre diversos temas. Me gustaba copiar esos dibujos y tenía el propósito de hacer un diccionario sobre términos estrictamente ecológicos y biológicos. Mientras los profesores contaban sus cosas yo tendía a abrir el diccionario. Copiaba en un papel definiciones de animales o de palabras como arcilla o glaciar. Era una tarea absurda esa de capturar un subconjunto del diccionario. Entonces no me lo parecía. La ignorancia de cada época vital nos mantiene vivos. La lucidez lo va quemando todo. Lúcido viene de Lucifer dice Federico Luppi en Lugares comunes.

Cada poco repasaba las láminas de anatomía, me aprendía los huesos y los músculos. Sobre todo me fascinaban las banderas del mundo. A todo color. Estaban todos los países del mundo. Las memorizaba y buscaba el país en el mapamundi. Las había con franjas. Horizontales y verticales. Escudos. Estrellitas. Emblemas.

Blog_228La bandera rara

Todas eran rectangulares. Excepto una. Una que no se ajustaba al patrón. La de Nepal. El reino de Nepal, incrustado en el corazón del Himalaya. Al norte el Tíbet. Al sur la India. Lugares remotos con los que era fácil evadirse de las soporíferas lecciones. Aquellos temarios que nunca daba tiempo terminar.

Lejos estaba entonces de saber que tendría la oportunidad de ir a Nepal. De poner pie en el Himalaya. En las nieves perpetuas del Himalaya.

El primer viaje a Nepal fue complicado. El avión aterrizó en medio de una tormenta. La aproximación al aeropuerto de Kathmandu fue movida, envuelta en relámpagos. En la capital la cosa no estaba mucho mejor. Estado de sitio. El pueblo quería democracia y la monarquía resistía arrinconada en sus palacios. Aquello derivó en un cambio de planes. Fue un viaje duro, en el que pasamos hambre.

Conocí los alrededores del Annapurna, el Kali Gandaki, las faldas del Dhaulagiri. Mordidos por el frío y las penurias bajamos a la jungla. Visitamos Chitawan en busca de fauna. Algo vimos pero el tigre de bengala tenía su principal bastión en Bardia. Allí nadie recomendaba ir. Además de tigres había maoístas que secuestraban turistas. Fuimos para comprobarlo. Vimos dos tigres. Ni rastro de los maoístas.

Esta vez el destino es el Kachenjunga. En la Lonely Planet que me regalaron mis amigos del Ministerio dice sobre la variante que elegimos lo siguiente: “This is a route with an incredible amount of up-and-down walking. The trek climbs –and descends- more than 15,000 m during two weeks of walking. Be sure you are ready for this kind of effort before you set out: there are no escape routes if you get sick, tired or bored.”

Blog_231Localización del Área de Conservación del Kanchenjunga y situación del campo base sur.

Para el que no entienda inglés: que te pienses donde te metes porque es difícil salir del agujero.

Nuestra idea es llegar al campo sur del Kanchenjunga. Una vez al pie de esos gigantes de más de ocho mil metros tenemos idea de subir por algún glaciar accesible o comenzar a trepar la ladera de un siete mil. Pero antes nos esperan varios días de aproximación hasta meternos en los valles más interesantes. Hay que volar hasta Biratnagar y de allí ir por tierra hasta Suketar, junto a Taplejung. Aquí hay una pista de aterrizaje muy precaria que solo cuando el tiempo es seco puede ser utilizada. Desde Suketar hay que caminar cuatro días hasta Yamphudin donde se abandona, de una vez por todas, el territorio poblado. No es de extrañar que las expediciones cuyo fin es escalar ochomiles vayan en helicóptero hasta el campo base puesto que este camino, de ida y vuelta, va minando las fuerzas.

Blog_229Panorámica desde la carretera de lo que nos espera

Una vuelta por el Kanchenjunga (II). Las cosas no tan bonitas del Himalaya

Cumbres nevadas que se recortan en un límpido cielo azul. La nieve que de forma inverosímil se amontona en las pendientes casi verticales. Aristas de roca que asoman entre el hielo. El imperceptible devenir de formidables glaciares. Bosques primarios de aspecto temerario a pesar del musgo que recubre sus rincones. El hielo se funde y el agua dibuja cascadas y espuma en su fragoroso recorrido. Antes se remansa en los campos de arroz, se sosiega en los abanicos aluviales. Se esparce por el paisaje. Va de una terraza a otra. Imágenes sugerentes. Paisajes increíbles.

¿Y cómo es que no viene tu mujer? Dice el guía cándidamente. Ante mi continuo asombro. Fotografiando las maravillas con las que vamos tropezando.

No quiero que me abandone my friend, le respondo. Esto es muy bonito, sí. Qué duda cabe.

Y escuchar a los gallos de mañana. Despertarte con su kikirí. Hasta ahí bien. Pero luego vienen los pollos. A continuación de los gallos los pollos. Y no me refiero a los hijitos de los gallos. Luego viene un concierto ininterrumpido de jjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj……puá. Porteadores, guías, mujeres y niños van a desatascar con gran vehemencia y prosopopeya sus vías respiratorias. Donde fueres haz lo que vieres: jjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjjj…

Primera razón de peso para que no venga…puá.

Blog_232

Campaña de divulgación para que la gente no cague en el primer sitio que se le ocurra. No acaba de calar el mensaje

Apenas has dormido tres horas y ya están los pollos. Y hay que ir al toilet. Abres la puerta y el olor a amoniaco te salta las lágrimas. Ahí no entro. Y lo que viene siendo mi mujer te aseguro que tampoco entraría. En este punto habría que darse la vuelta. Porque claro, aparte de esquivar los diarreazos hasta llegar a la puerta del toilet, lo que es intimidad no hemos tenido por la noche en la suite de lujo. Un colchón de paja. En el que procurabas no moverte mucho porque el arañón que había en la pared, aunque no hace nada, es mejor no tocarlo. Además no osas sacar las extremidades del saco. Te conviertes en un ser hibernante porque fuera llueve y hace frío. Retrasas lo que puedes el tener que ponerte la ropa húmeda del día anterior. Y las botas. Que ya no se van a secar hasta que vuelvas a Kathmandu.

Blog_233Uno de los agujeros en el que nos refugiamos

Tampoco ha de asustarse uno mucho de la mierda del toilet. A fin de cuentas el nauseabundo olor de las aguas fecales que van a parar al huerto ya te ha ido acostumbrando la pituitaria.

Tras haber meado ‘por ahí’ llega el desayuno. El guía, día tras día, pregunta con una sonrisa: What do you want for breakfast?

El primer día me hizo gracia. Tras recibir una retahíla de noes a todo lo que iba pidiendo me di cuenta de que en el Himalaya, para desayunar, hay chapatis. Solo chapatis. En algún caso con mermelada. Y a veces, cuando hay eclipses híbridos, con miel. Cada mañana, cuando el guía viene con sus sonrisa, yo se la devuelvo y le digo que chocolate con churros. No hay cereales con fibra ni fruta fresca ni una buena taza de café. Otra razón.

A estas alturas mi mujer podría denunciarme por malos tratos. Sobre todo cuando le dijese que eso de la ducha es un concepto inexistente por estas tierras. Veinte días sin ducha. A mí me parece bien. Tanto que de cuatro calzoncillos que con gran prevención eché al equipaje resulta que solo utilizo dos. Te aseguro que en la competición de cerdos quedo en los puestos de cabeza. Se me da bien.

Blog_234Izquierda: El mejor toilet, antes de empezar el trekking, en el Hotel U.K., Phidim. A la derecha uno más rural

Para comer no hay ensaladas. Ni filetes. Hay dahl bhat. Es decir arroz cero delicias con una sopilla ridícula de lentejas y algunos vegetales hervidos. Orgánicos eso sí. De vez en cuando se puede conseguir una tortilla y hay lodges donde preparan unos espaguetis deliciosos. Tampoco hay yogur pero un té con sal y mantequilla rancia de yak si te pueden dar.

Ah claro, se me olvidaba. No te he hablado aún de las sanguijuelas. Ni de los mosquitos. Bueno a medida que subamos irán desapareciendo. A cinco bajo cero y con el 47% del oxígeno disponible no hay bichos. Te duele la cabeza y vomitas pero una reparadora sopa de noodles, picante hasta hacerte llorar, sirve de alivio. Y por las mañanas dos chapatis.

Qué por qué no vengo con mi mujer dice el piernas este.

¿Por qué huele toda la ropa a humo? Y ya la he lavado dos veces. A mi manera sí. Es que esta gente cocina con leña y aún no han inventado la chimenea. Es más, creo que no necesitan chimenea y tener la casa permanentemente ahumada es una manera de matar insectos y limpiar el ambiente. Te picarán los ojos y la garganta. En Ramche la cosa llegó a ser dura. Quemaban arbustos verdes y la humareda, unida a la escasez de oxígeno, hacía las cosas dificilillas. ¿Qué por qué no abríamos la puerta? Bueno, lo pensamos, pero hacía mucho frío. Al final elegimos la cálida fetidez. El cuarto, a tres grados, llegaba a ser un sitio acogedor.

Blog_235Agujeraco en Ramche: hogar dulce hogar

Obviamente los obstáculos que se presentan en la ruta no discriminan por género. Simplemente se trata de advertir que la persona que vaya a considerar la posibilidad de un viaje de este tipo debe tener en cuenta si estos inconvenientes (los denominados predecibles imprevistos)  le van a pesar más que el estar en un sitio tan especial. Desde luego hay motivos suficientes para pasarlo mal y si uno les da vida le pueden amargar la experiencia. Realmente los 15.000 metros de desnivel son la parte fácil. La verdadera selección la lleva a cabo esta colección de filtros que hay que ir superando hasta poder contemplar tranquilamente alguna de las escenas mencionadas al principio.

Una vuelta por el Kanchenjunga (III). La brutal llegada del desarrollo

Biratnagar es la segunda mayor ciudad de Nepal. No pongo en duda que aquí viva mucha gente, pero sí que se le llame ciudad. Porque una ciudad conlleva una estructura y una serie de elementos representativos (escuela, templos, teatro, parques) fácilmente identificables. Biratnagar se ha gestado como muchas ‘ciudades’ del tercer mundo: un arremolinamiento de gente que se ha ido estableciendo provisionalmente en torno a las vías de comunicación. Ese rasgo provisional, con todo a medio hacer, se convierte en característica. La provisionalidad es permanente. Hay algún motivo difícil de entender que hace de atractor y provoca que la gente tome la decisión de dejar su pueblo e instalar una chabola junto a un amontonamiento de escombros y basura a medio quemar que se extiende por el tórrido llano, el terai.

Blog_236El vuelo Kathmandu-Biratnagar

En Biratnagar hay un aeropuerto. Y mucho tráfico. Que provoca un perpetuo estado chirriante y colorido. Hay comercios que abren sus persianas de metal con un sonido estruendoso. La gente camina entre los coches y las motos. No hay aceras. Las botellas de plástico se acumulan. No hay alcantarillas. Se vende fruta. Se vende cacharrería. Hay un trasiego constante. No hay alumbrado público. Ni semáforos. No hay mobiliario urbano. No hay nada que se pueda identificar con un servicio público, excepto dos guardias que tocan el pito para supuestamente dirigir el tráfico. Nadie repara en ellos.

En estos núcleos urbanos amanece de manera súbita y la gente se pone manos a la obra. No hay una vida estructurada. No hay un lugar en el que desayunar con un periódico para después ir al trabajo. Tampoco hay un espacio para pasear. No hay un lugar en el que estar tranquilo. No existe el ocio. La gente vende sus mercancías. Transporta a gente a otro sitio. Atiende su pequeño negocio donde siempre se come lo mismo. Los clientes no se pueden permitir imaginar una comida distinta al dahl bhat. Y el dueño no va a enredar con una carta que ofrezca más de dos opciones.

Eso es: no hay tiempo para el esparcimiento, para la reflexión.

Es un lugar que crece de manera desordenada. Es un tumor. Es una mierda. Como la leña escasea se cocina quemando plástico. El humo se hace insoportable. Hace tiempo que cayeron los mejores árboles de la jungla. El tarai se ha convertido en una sucesión de campos de cultivo. La jungla sobrevive en los antiguos cazaderos reales, hoy convertidos en parque nacionales, como Chitwan y Bardia.

Blog_237Campos de cultivo en el terai vistos desde el avión

Y de igual manera a cómo empezó el día, termina. Repentinamente. La gente desaparece de las calles. Nadie va a ir a un restaurante a cenar con un vino. No hay tertulias.

Son días todos iguales. Es un sitio áspero. El terai es un lugar aburrido. Sin entretenimiento. Con su calor aplastante. No hay cines. No hay avenidas por las que pasear. Obviamente no hay librerías, aunque sí periódicos.

El único lugar al que se puede ir es el aeropuerto. Para largarse de allí.

Nosotros nos metemos en un jeep nada más llegar. El conductor va esquivando el tráfico. A su vez le esquivan. La carretera es la vida en este país. Bicicletas que adelantan peatones. Motos que adelantan bicicletas. Camiones que adelantan motos. Minibuses que adelantan camiones. Todo se superpone y el claxon no para de sonar. El de nuestro jeep funciona mediante un interruptor, como el de la luz, que va encendido casi todo el tiempo.

Hay perros y cabras. Y gallinas que son pulcramente evitadas. No hay malos gestos en el conductor. No hay cabreo. La algarabía es tremenda pero todo el mundo actúa con normalidad. Menos los perros. Los perros duermen plácidamente. Los neumáticos les pasan a milímetros de la cabeza. No me lo puedo creer. Al principio pienso que están muertos. Que les han dado un golpe en la cabeza y se han quedado en el sitio. Hasta que en medio de una escena dantesca, de gente colgando de los coches adelantando a autobuses a rebosar de gente, en los que los viajeros suben y bajan en marcha, un perro da un bostezo tremendo, se recoloca y sigue durmiendo. Que no le molesten, que él estaba allí antes del asfalto.

En Ilam encontramos las primeras imágenes conmovedoras del viaje. En realidad es otro desfalco a la naturaleza pero el monocultivo de té, recorrido por los paisanos que van echando en su capazo hojas que van seleccionando, resulta muy fotogénico. Esta zona es la prolongación de Darjeeling, la región productora de té más apreciada de la India y una de las más famosas del mundo.

Blog_238Campos de té en Ilam

En Kheklebung las hojas de las plataneras están rasgadas. Formando flecos. Hojas recubiertas de suciedad. La polvareda del camino. No son las plantas ornamentales de un jardín. Son los restos de la selva devorados por el progreso.

Las casas se han hecho rápidamente juntando placas de cinc ondulado. Chamizos en los que hace un calor endiablado. Y por donde se cuela el agua en los monzones. Se utilizan troncos sin siquiera descortezar. Son las vigas maestras. Lo importante es establecerse el primero. Tener la exclusiva del transporte, o del reparto del agua. Después podrán disfrutarse las ganancias. Después: un horizonte incierto y muy improbable. Nadie va a reinvertir parte de las ganancias en camuflar el aspecto cochambroso de las casas.

Las aguas fecales se remansan en el suelo desbrozado y apelmazado que espera una nueva casa. Encharcan el terreno hasta que se desbordan barranco abajo y se pierden entre la espesa vegetación. El sol les saca un reflejo plateado. Aguas que han perdido el rango que le otorgaron los glaciares.

Blog_239_2Vista de Kheklebung, donde recientemente ha llegado una pista, es decir, un surco de barro de 20 km que se tarda más de dos horas en recorrer. (en 4×4, en autobús ni te cuento)

Las gallinas picotean desperdicios variados. Nutritivos y asquerosos. Los niños juegan entre la basura, beben aguas grises. Mientras, las caballerías, cargadas con sacos de sal y arroz, aguardan a que sus dueños terminen de cerrar negocios, fumar cigarrillos y vaciar botellitas de whiskey formato ‘petaca’. Prolongan así su sueño de prosperidad.

El olor fresco de las bostas de yak y búfalo es sustituido por la hediondez de las heces humanas escurriendo entre los huertos. La gente se hacina entorno a los enmarañados cables de la luz. Chucherías y manufacturas características de la sociedad global. Hay envoltorios tirados por todas partes. Latas aplastadas que la vegetación esconde. Un flujo de desechos cada vez más patente, a medida que la población desborda la capacidad de digestión del medio.

En estos caóticos y a la par pintorescos pueblos, como Taplejung, la gente está atareada levantando un nuevo modo de vida sobre las ruinas del bosque. Tan solo diez años atrás los espléndidos árboles cubrían las descarnadas laderas.

Blog_240Venta de cacharros en Taplejung

Estas aldeas recrecidas son la puerta de entrada a los valles himaláyicos. Se ensanchan las veredas para que lleguen camiones y mercancías. Herramientas, más alambre, motosierras. Sacos de cemento, clavos. Se utilizan cobertizos para ir serrando los árboles. Se desgajan planchas de madera para hacer nuevos cobertizos. Y más casas. Precarias.

Se clarea el terreno. Se desestabiliza. Cada monzón se lleva la basura y deshace parte del trabajo. Se caen laderas enteras. A veces entierran por completo alguna de estas aldeas.

Es un proceso febril, que se realimenta. A medida que el bosque se convierte en tablones de madera colocados de cierta manera, dando cobijo, viene más gente. Lo llaman, genéricamente, progreso.

Una vuelta por el Kanchenjunga (IV). La esplendorosa vida de los valles.

El reguero de papelillos y envoltorios va disminuyendo a medida que nos alejamos de la carretera y vamos sorteando montañas. Hay menos gente. Las modestas casitas salpican las laderas aquí y allá.

La primera impresión de las espectaculares laderas aterrazadas le deja a uno aturdido. Aquí se vive en vertical y la única manera de comunicarse es caminando. Para ir a la casa de enfrente hay que bajar quinientos metros hasta el río y volver a subir otros quinientos metros. Angostos caminos de piedra. Resbaladizos. Esto empieza a molar.

20Terrazas de cultivo acomodadas entre el bosque primario

En las montañas la vida es dura y a la vez reconfortante. Es una vida en la que no se prorrogan los placeres. Placeres sencillos. Es una vida sin rodeos. En la que está plenamente delimitada la acción y sus consecuencias. Necesitas leña para calentarte. Necesitas arreglar el camino para poder ir de un lado a otro. Necesitas comer.

No ha llegado aún eso de ir haciendo cosas insulsas para llegar a un fin que cuando alcances ya no significará nada. Por el camino directo se sonríe más. Al menos toda la gente con la que nos cruzamos sonríe. Forma parte del tópico que el viajero que regresa de países pobres siempre cuenta.

12Transporte de leña

Sonríen los que suben cargados, que son todos los que transitan estos caminos. Con las mercancías sujetas a la frente. Sonríe la señora que recolecta pimientos mientras lleva de la mano a su hija; a tenor de su barriga parece que van a ampliar la familia. Sonríe el porteador desdentado que tiene por misión acarrear cuarenta kilos de comida a los albergues que están a 4000 metros. Sonríe la niña que se prenda de mi cuaderno de notas y deja su carga de tierra para pasar un rato entretenido.

A nosotros, a los que disponemos de más de cinco dólares por día, se nos ha olvidado sonreír. Preocupados como estamos por resolver todos los pasos intermedios que nos llevan a… ¿Dónde nos llevaban? A mí se me ha olvidado.

23Aprendiendo mutuamente

Esta es una tierra que parece autosuficiente. Hay arroz y mijo. Hay maíz, judías, lentejas, hortalizas. Patatas y gallinas. Hay madera y pasto. Hay miel en las colmenas construidas con troncos huecos. El agua no es un problema por estos lares. La lluvia es abundante y en la época seca el deshielo, convenientemente canalizado, permite regar parcelas y dar vida a fuentes.

Me fascina el reciclaje. Que también es real. No es un contenedor de dudoso destino. Las peladuras sirven para alimentar a las gallinas. Las chalas[1] para hacerse cigarrillos con el tabaco que también se cultiva en el valle. Con los cañones de las plumas de la gallina que han matado para cenar, se limpian las orejas. Lo mismo la cera sirve para hacer una vela. Reciclaje extremo.

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                                                Acopio de mazorcas de maíz

Proliferan los sonidos armoniosos: el agua cantarina de las acequias y fuentes, la cadencia de un hacha fabricando leña, la azada excavando, la lluvia golpeando el tejado.

Las labores cotidianas se ven salpicadas de divertimentos simples pero nutritivos. El cannonball es una especie de snooker que se juega impulsando fichas de colores a modo de chapas. Los paisanos pasan horas alrededor de estos tableros, comentando las jugadas, echando un cigarrillo, riendo. Otra vez riendo.

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Partida de cannonball

Otro invento que nos llama la atención es el columpio gigantesco que arman con las enormes y flexibles cañas de bambú.

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Columpio de bambú

Poco a poco van estableciéndose novedades en este territorio aislado. Las más llamativas son la luz –con placas solares- y la difusión de los teléfonos móviles, que ofrece un contraste notorio con los rupestres métodos al uso: fuego para cocinar, inexistente tracción mecánica o animal para trabajar el campo, caminar como medio de transporte. Los tejados de chapa van sustituyendo a los tradicionales techos de bambú entrelazado.

La noche se abalanza. Destellan las luciérnagas. Se confunden con las estrellas. Y con los puntos luminosos de las laderas: las casas con luz. Ahora la gente se ve las caras. Y lo que hay en el plato. La sopa humeante aderezada con cilantro. Especias picantes. Olores asiáticos. El silencio, ese bien tan preciado. Nos vamos acoplando al ritmo del sol.


[1] Hojas que recubren las mazorcas.